El pequeño hotel estaba abarrotado por una infinidad de ruidos. No era de extrañar, siendo, como era, pleno Verano, o lo que sea que se pudiera llamar Verano, en Leningrado. Durante aquel Agosto de 1960 estudiantes de todo el Báltico habían sido enviados a la gran urbe soviética con la intención de agudizar sus conocimientos. Pero pocos eran los conocimientos que estos parecían haber adquirido, salvo aprender a disfrutar del mejor Vodka del lugar. Los cánticos, los ruidos, las conversaciones a gritos, e infinidad de otras cosas que allí se producían apenas podían ocultarse tras las roídas puertas de madera y los cristales recubiertos por cicatrices, saliendo desbocados hacia la modesta calle que cruzaba ante las puertas del hotel. Entre las desiertas calles, que aun con un rumor de voces en la lejanía no perdían su silencio nocturno, Katerina avanzaba taconeando sobre el pavimento con unos magníficos zapatos italianos que los contactos de su marido habían traído desde el otro lado de la frontera. Precisamente era a él a quien aguardaba. Ser la esposa del comisario de relaciones comerciales del C.O.M.E.C.O.M. suponía, además de una larga lista de secretos privilegios, alguna incomodidad, como eran, por ejemplo, los incómodos viajes que resultaban inherentes a tal cargo. Más de una vez había imaginado con cierta envidia el disfrutar de otra clase de vida, de ser la esposa de un hombre corriente. Las yemas de sus dedos acariciaron la gargantilla que se abrazaba a su cuello. Sus ojos miraron al vacío.
Aquel era el hotel donde Katerina tenía que esperar a su marido. Belovzorov llegaría al día siguiente y juntos volverían a Moscú. Apenas hacía un año que ostentaba el recién creado cargo, más aquellos apresurados y largos viajes ya eran costumbre. A Katerina le hubiera gustado conocer las actividades, las reuniones de Belovzorov. Siempre se mostraba interesada en esos asuntos y siempre obtenía igual respuesta, ver como Belovzorov, de manera más o menos delicada, la apartaba de ellos. Algunas veces, tras los viajes más largos, notaba en la chaqueta de su marido un perfume desconocido, un olor diferente. Nunca le preguntaba por ello. Era algo que quería no saber. Siempre que volvía la trataba como a su esposa. Como un hombre ha de tratar a su mujer. Para ella, era suficiente. No le importaba lo demás. Además, ya había cumplido los cuarenta, demasiada edad. Siempre pensaba lo mismo cuando se cruzaba con alguna mujer más joven. Más hermosa. Quizá ella fuera joven alguna vez. Años atrás. Quizá amara, de verdad. Y fuera amada. Alguna vez. Años atrás.
Sus manos corrieron las endebles hojas de las puertas del hotel mientras los más zánganos de los jóvenes permanecían todavía en el gran salón del hotel, apurando los culos de las botellas mientras sus enrrogecidas caras se quedaban dormidas sobre los butacones. El salón principal no era de proporciones modestas, si bien solo en algunos tramos conservaban las paredes un papel decorativo del que hacía ya años que se habían ido los colores y dibujos. El resto de las paredes de la estancia no estaban, ni con mucho desnudas, sino recubiertas por cada rincón de grasa de las cocinas y gruesos trazos de pintura que no hacían sino evidenciar los desconchados que pretendían ocultar. La visión de aquel lugar asqueó a Katerina. Pero aquello era lo único que se podía encontrar. Pensó que, por lo menos, dispondrían de habitaciones. Si no, al fin y al cabo, siempre se podría echar a un par de aquellos mocosos y ruidosos jovenzuelos, máxime para saciar las necesidades de la esposa de un hombre como Belovzorov. Al otro lado del salón, un hombre de semejante edad, con un porte encorvado y sombrío, apuraba su vaso de Vodka. Dimitri dejaba caer por sus labios y su garganta el áspero líquido mientras contemplaba la pared, la mesa, las sillas, las lámparas, la cara de Kjrusev estampada en el retrato, el rostro apático del camarero, la ventana medio rota por la que se colaba el viento de fuera y los ladridos de un perro callejero. Dejaba correr las horas de un día, de una vida que parecía que no se terminaba nunca. De repente, sus ojos tropezaron con la mirada de Katerina. Solo un instante, un segundo. Aquel rostro de mujer, que había dejado de ser joven pero no de ser bello, se paralizó al reconocerle. Si. Era ella. Dimitri se sobresaltó, dejando caer al suelo su vaso de Vodka que se deshizo en mil pedazos inundando con su contenido todo el suelo del salón. No había duda. Uno de los encargados la llevó escaleras arriba. Y desapareció tras una puerta. Las manos de Dimitri sudaban. Era ella, si. Y le había reconocido. Sin duda. ¿Y ahora que? A sus espaldas, un ruido se alzó. El estrépito del vaso rompiéndose había despertado a uno de los ebrios estudiantes.
Katerina daba vueltas en su habitación. Sus frenéticos pensamientos solo eran interrumpidos por el chirriar de las tarimas a sus pies. Jamás había imaginado volver a ver aquella cara. Ya la había olvidado. Después de años, había podido dejarla atrás. Sus manos temblaban. ¿Tenía que permanecer allí? ¿Tenía que buscarle? Por primera vez en muchos años no dudaba entre hacer lo correcto, lo legal, o lo que prohibían las leyes. Eso no le importaba. Dudaba por no saber lo que realmente deseaba. Una vez, en su juventud, había deseado sobre todas las cosas estar junto a Dimitrí. Pero aquello había sido en su juventud. Ahora era otra mujer, otra Katerina. Y lo era por culpa de aquel maldito Dimitri. Ojala no le quisiera, deseaba no sentir nada por el como nunca antes había deseado otra cosa. Deseaba no amar a alguien que la había hecho llorar.
Mientras todas estas tribulaciones rondaban por su cabeza, escucho como tres golpes, firmes y secos, retumbaban al otro lado de la puerta. Permaneció en silencio unos segundos. Puede que solo fuera un trabajador del Hotel, o alguno de aquellos jóvenes borrachos. Pero, nuevamente, aquellos nudillos se estamparon contra la madera de la puerta. Katerina se acercó. Trató de escuchar su voz desde el otro lado de la puerta. Era él.
-Katerina. Hola. Me pareciste tu cuando te vi abajo. Creí que ya nunca volvería a verte. Si quieres, puedo invitarte a tomar un Vodka. Deberíamos hablar.-
La mujer no contestó. Trataba de mantener el silencio. Su respiración temblaba y su corazón se agitaba.
-Se que estás enfadada. Lamento haberte decepcionado. De veras, ojalá lo hubiera hecho. No pasa un día sin que me arrepienta de no haberlo hecho. Pero...-
Las palabras que sonaban desde el otro lado de la puerta parecieron titubear. Luego se transformaron en unos pasos que se fueron por el estrecho pasillo. Luego silencio. Katerina sentía como una lágrima recorría su mejilla. Acercó su oído a la puerta. Nada sonaba al otro lado. Vacilando, dio unos pasos hacia la cama. Pensó que lo mejor sería tratar de dormir. y, en efecto, habría sido lo mejor. Tan rápido como sus piernas pudieron, cruzó su habitación y salió al pasillo, totalmente vacío. Corrió escaleras abajo, al piso inferior. Unos ruidos de una cerradura que se resistía a dejarse abrir la guiaron. Vió a Dimitri. Corrió hacia él. Se fundieron en un abrazo.
La habitación de Dimitri era pequeña, fría y ruidosa. Las cocinas estaban justo debajo y el bullicio era incesante. La ventana, roída por las termitas, no impedía al viento colarse dentro de la estancia, la luz iba y venía constantemente, las sabanas estaban raídas y el colchón era incómodo. Pero nada de esto le importaba a Katerina. Sentía como los labios de Dimitri recorrían cada centímetro de su piel, como volvía a sentir las mismas cosquillas. Pasaron las horas mientras se buscaban entre las sabanas, mientras compartían el mismo calor. Mientras se besaban, mientras se miraban, cara a cara, en silencio. Solo mirándose, a los ojos, como si ya no quisieran volver a ver otra cosa en el resto de sus vidas. Las horas pasaban. Mientras la Luna les contemplaba, la mano de Dimitri acarició el cuello de katerina hasta tropezar con la gargantilla de oro.
-Me suena de algo- Dijo entre susurro.
Katerina se sonrió. De dijo que al final llegó a sus manos. Que su madre se lo había dado cuando él ya se había ido.
-¿Y que se supone que hace alguien como tu en este hotel, turismo?
-Más o menos. La redacción del Praztda me ha citado aquí para mañana. Quieren entrevistarme. Al parecer soy un héroe de la guerra. Han tardado dieciséis años en darse cuenta pero al menos me lo agradecen- Dijo con cierto tono de sorna. -No se si será por lo que dicen que está pasando en Berlín, pero últimamente están saliendo héroes hasta de debajo de las piedras-
Las dos voces hicieron una silencio que Dimitrí rompió unos instantes después.
-Me alegra que lo conserves-
-Por que no lo haría. Es mío, al fin y al cabo.-
-Creo que estaba equivocado. Ya sabes. Aquella vez, cuando teníamos veinte años. Debería haberlo hecho. Deberíamos haber subido a ese tren. Fui un idiota.-
katerina volvió su mirada hacia el infinito.
-Sabes una cosa. Cuando estaba en la guerra, me acordaba de ti todos los días. Cuando estaba en el frente y me disparaban, cuando estaba en la enfermería, entre la vida y la muerte, cuando en pleno invierno se me congelaban las manos o teníamos que avanzar entre la nieve. Nunca dejaba de pensar en ti. Pensaba que, no sé, puede que en cuanto volviera a casa te encontrara. Fui a buscarte, pero me dijeron que ahora vivías en Moscú. Me mudé allí. Constantemente tenía la esperanza de encontrarte en cada esquina, en cada calle que cruzaba. Algunas veces me pasaba al día recorriendo las calles, pasando por las plazas más concurridas. Buscándote. Cada vez que salía de casa tenía la esperanza de que nos cruzásemos por casualidad. Pero un día dejé de hacerlo. Simplemente. Me desperté y todas las esperanzas de encontrarte solo... se habían ido.
Katerina se incorporó. Le miró a los ojos. Notaba como, con las últimas palabras, la voz de Dimitri había titubeado.
-¿Ya está? ¿Eso es lo que tienes que decirme? Todos estos años. Cada uno de los días que han pasado desde que nos vimos por última vez he querido preguntarte lo mismo. ¿Por que me dijiste que no? ¿Por que no viniste con migo? ¿Por que me dejaste sola? Te quería, y te quiero.-
-Tenía miedo. No sabía que hacer. Me equivoqué-
-Te equivocaste.- Katerina no pudo contener las lágrimas.- Te estuve esperando. Sabía que estabas lejos, pero te esperé como una idiota hasta la mañana del día de la boda. Me he pasado toda la vida pensando en ti. No sabía si estabas vivo, muerto, si vivías en Moscú o con tus padres...-
-¡Pues vallamonos! Ahora. Tengo algo de dinero. Vallamos a Berlín. Puede que incluso podamos sobornar a algún guarda para que nos deje pasar a Occidente. Viviremos una nueva vida. La que debíamos haber vivido hace años. Ahora no tengo miedo. Hagamoslo.-
Katerina, sin responder, se levanto de la cama y corrió hasta la puerta mientras sus manos aprehendían, salvajes la ropa que se esparcía por la habitación. Dimitrí trató de seguirla. La sujetó en el momento propicio para impedir que saliera corriendo desnuda por el pasillo del hotel. En su mirada se mezclaban dolor, ira y llanto. Ella trataba de no mirarle. caminó con lentitud y se vistió en silencio.
-Debería irme ya a mi habitación. Estar en una habitación con un hombre que no es mi marido esta prohibido, máxime siendo la esposa del Camarada Belovzorov, te traería problemas si no ne marcho ya.-
Dimitri la miraba en silencio. Apenas podía contemplar como se vestía, como se preparaba para desaparecer otra vez de su vida. Ella se quitó de su cuello la gargantilla dorada por primera vez desde hacía más de quince años. La puso sobre la mesa.
-Puedes quedártela. Ahora te pertenece-
-Katerina, ¿Que significa esto?- Dijo Dimitri acercándose. - Por que no la quieres.
-La he conservado. La he estado mirando durante años. Nos he imaginado, juntos. Amándonos. Siendo felices. Era feliz cuando la contemplaba. Quería, quiero ser feliz contigo. Si ahora nos vamos, si escapamos, ocultándonos de todos hasta que nos encuentren y nos separen. Si emperezamos a vernos en secreto, esperando el día en que alguien nos descubra y seas ejecutado por mi culpa. No quiero vivir esa vida. Pudimos ser felices, pero lo dejaste pasar. No quiero recordarte más, no quiero sufrir más por ti. Porque si lo sigo haciendo, si continuo mirando esta gargantilla cada noche, terminaré volviéndome loca o llevándote ante un pelotón de fusilamiento. Y si no puedo tener una vida contigo, una vida feliz, almenos quiero poder conservar un buen recuerdo.-
Las lágrimas corrían por la cara de Katerina. Su garganta apenas dejaba pasar el aire. Mientras se dirigía a la puerta, mientras dejaba aquella habitación atrás, Dimitrí le habló por última vez en su vida.
-Sabes esos hombres que se levantan por la mañana y piensan en esa mujer que dejaron escapar. En las vidas que pudieron vivir. Que lloran cuando nadie les ve, que cuando caminan no salen a donde ir y que tratan de escapar de sus recuerdos bebiendo. Yo soy uno e esos hombres.-
Cuando hubo terminado, la puerta se cerró bruscamente.
A la mañana siguiente, el Camarada Belovzorov llegó al hotel rodeado por una corte de unos diez secretarios, asesores, ayudantes, etc., que se mezclaron con el grupo de estudiantes que trataba en vano de escapar de la vil y dolorosa luz diurna. Katerina no tardó en aparecer en el salón para acompañar a su marido. Cuando la pareja abandonaba el salón del hotel, Belovzorov reparó en un individuo que se hallaba sentado en un apartado butacón. Se encaminó hacia él mientras pedía a su esposa que le acompañara. Al llegar al lugar, se encontró nada menos que con Dimitri Petrov, el importante héroe de guerra. Belovzorov de estrechó la mano y de modo afable de informó de que últimamente se hablaba de él bastante en Moscú, así como de tantos otros héroes de la guerra contra la Alemania de Hitler. Dimitri no dudó en corresponder a los cumplidos de tan estimable camarada. Tras esto, Belovzorov le presentó a su esposa, Katerina. Dimitri dio a la mano que aquella mujer un frió beso que apenas rozó su piel. Se miraron a los ojos unos instantes. Luego, Belovzorov y su esposa se fueron del hotel. El comenzó a contarle lo sucedido en el viaje mientras ella, sin escuchar, miraba hacia el infinito. Dimitrí siguió con la mirada a la pareja hasta mucho después de que el coche oficial en el que se habían ido hubiera desaparecido aplastado por el horizonte.


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