La familia, de antigua ascendencia Boyarda apropiadamente ocultada desde la caída del Zarismo, se había ganado la simpatía del Partido, mérito que se traducía en la suculenta responsabilidad que sobre sus hombros descansaba, la de administrar la producción colectiva de la zona. Poco había cambiado desde 1917. En mitad de una de las infernales noches de invierno con las que Rusia hostiga a sus compatriotas, mientras el gélido viento golpeaba las paredes de las casas y la nieve se amontonaba del otro lado de muros, ventanas y puertas, Dimitri deambulaba nervioso entre las ciegas sombras nocturnas. En su mano tenía una gargantilla de oro (o lo que los mercaderes le decían que era oro), que le había costado cerca de un año de su jornal. No había sido difícil conseguirla, siempre había alguien que tenía un amigo, un familiar o un conocido con mercancía de contrabando dispuesto a regatear. Pero ahora que ya la tenía en sus manos, Dimitri se preguntaba que hacer con ella. Hasta que la había conseguido no dudaba sobre lo que debía hacer con ella. Ahora surgían los titubeos. Las dudas. ¿Sería acaso demasiado? Katerina era de una familia de gran alcurnia, incluso tras la caída de los linajes, su familia era el espejo al que todo joven amante del Partido tenía que mirarse. El, un simple trabajador del campo. Hacía justo dos años que se habían besado por primera vez. Fue en una fiesta. La familia de Katerina ocasionalmente se dejaba ver junto a los trabajadores, en especial cuando llegaba algún enviado desde Moscú. Aquel día algo cambió dentro del corazón de Dimitri. El joven, nacido fruto de la necesidad de una mujer que era secreto a voces que se vendía entre los campesinos de todo Ufa, estigmatizado desde ates de venir al mundo, siempre se había caracterizado por ser amante de la soledad, por tener una mirada sombría incluso cuando estaba alegre. Por no creerse merecedor de alguien como Katerina.
Aquel beso forjó otro Dimitri. Uno que comenzó a creer que quizá el destino, al final, tuviera algo reservado para el. Que se sentía diferente, especial. Que se sentía feliz. Su madre, que por aquel entonces se había casado con un anciano viudo más en condición de criada que de esposa, no tardó en descubrir lo que su hijo en vano (y con cierta torpeza) trataba de ocultarle. Nunca le reprochó su arrojo, si bien tampoco dejó de ver lo que su hijo hacía con la joven Katerina como un mero interés. Desde entonces, se servían de cada recoveco, de cada instante de tiempo, de cada fiesta en la que el resto del pueblo estaba distraído, para encontrarse. Con cada retraso del otro sufrían mil muertes, con cada día en que no se veían apretaban de impaciencia dientes y uñas, con cada vez que a alguno le era imposible acudir a la cita padecían esos dolores que solo los corazones jóvenes son capaces de soportar y disfrutar.Unos días antes, y mientras trabajaba en una parcela, Dimitri escucho como un compañero de trabajo le decía a sus espaldas:
-Dimitri, jamás había imaginado que fueras un gran jinete. Dime ¿Como es montar a una yegua de primera clase? ¿Hay que domarla igual que a las demás?
El joven, enfurecido, se volvió contra su compañero para ver como un grupo se reía de la frase que acababa de escuchar. Sin pensarlo dos veces, le golpeó en plena cara iniciando una trifulca que solo cesaría con la mediación de sus superiores. Hacía días que los rumores se habían extendido como la pólvora. Burlas e insultos llovían sobre Dimitri de quienes creía sus amigos «De tal palo tal astilla», «Cuantos como Dimitri tienen una fortuna entre las piernas» y un sin fin más. Pero la mayor parte de las habladurías recaían sobre su madre, usando este episodio como pretexto para atacar a aquella sucia mujer. Muchos eran los que veían en la acción de Dimitri no solo una sucia artimaña, sino una vil traición a su clase, a sus raíces sociales, por acercarse a esa mujer pudiendo haber elegido a cualquier otra que fuera verdaderamente trabajadora.
Al día siguiente, ambos se vieron en una laguna oculta entre los arboles. El corazón de Dimitri palpitaba de manera incontenible en su pecho. Tras esperar tanto como le fue posible, le pregunto aquello que durante días le había estado rondando por la mente. Desde hacía semanas se rumoreaba que un importante miembro del Partido, el Comisario Camarada Belovzorov, se dirigiría al Ufa para tomar a Katerina como su esposa. Ella no supo engañarle. Un puesto en el «Politburo» de Moscú, aquella era una ocasión que su familia jamás podría dejar pasar. Ese día, Dimitri no le dió a Katerina la gargantilla. No se sintió capaz.
Uno tras otro, Sol tras Luna, pasaron los días. Una tarde de Jueves, mientras, Dimitri trabajaba, su superior le informó de que el Camarada Popov, director de aquel complejo, quería verle. Al entrar en la sala de reuniones del edificio principal, sin embargo, Dimitri solo se encontró una silueta menuda recortada sobre una gran ventana. A Katerina no le había sido difícil hacer que el encargado de la explotación actuase tal y como ella le ordenara, habida cuenta de su inminente apellido. Cuando reconoció su cara, Dimitrí se abalanzó sobre ella y ambos se besaron como si los dos corazones llevaran años sin verse. Unos instantes después, Katerina sacaba de entre los pliegues de su ropa un montón de papeles. Entre ellos se distinguían folios con algo escrito, un poco de dinero, un par de mapas y dos billetes de tren.
-He conseguido estos dos billetes. Podemos irnos de aquí mañana mismo. Sin que nadie lo sepa. Sin que nadie nos detenga. Nosotros dos, juntos.-
-Katerina, ¿pero que...?-
-Escucha. Ese hombre, ese Belovzorov, no quiero casarme con él. Yo, quiero vivir contigo. Esta es nuestra oportunidad. Nuestra oportunidad para amarnos asta la muerte.-
Dimitri la miró desconcertado. Los ojos, grandes y vivos, de Katerina, se clavaban sobre su mirada interrogándole, tratando de ver en sus adentros y rogándole que la salvara de su destino. La mano de Dimitri se paseó por los dorados cabellos de la joven. Sus dedos acariciaron el lóbulo de su oreja, su babilla y sus pálidos y ligeramente sonrosados carrillos. Sabía que aquello le encantaba. Sentía como apretaba su cara contra la palma de su mano mientras cerraba los ojos. Como le devolvía la caricia con sus dedos, finos y con uñas cuidadas, en su mentón, su barba y su cuello. Ambos se conocían demasiado bien. Sabían exactamente lo que el otro sentía.
Dimitri se imaginó, por un instante, solo un instante, a si mismo como el marido de esa mujer. Veía a los dos viviendo en una casa, paseando de la mano, criando a sus hijos, envejeciendo juntos. Disfrutó aquel sueño. Y luego se repitió a así mismo que aquello era todo lo cerca que nunca estaría de vivir aquella vida.
-Katerina. Esto ha llegado demasiado lejos. Ese tren, esa fuga. ¿Hablas en serio? Si quisiera vivir como un pobre vagabundo, me quedaría aqui. Almenos estaría a salvo de la ley. Escuchame, será mejor que te diviertas con tu marido cuando venga y te olvides de mi.-
Dimitri veía todas sus esperanzas esfumarse, sentía como la vida se le iba como la arena se va entre los dedos de una mano que se cierra. Pero huir de esa manera, obligando a Katerina a vivir una vida de miseria, escapando de la ley, hasta que todo terminara con una detención. No, jamás se perdonaría algo así. Katerina no merecía esa vida.
-No, por favor. No me abandones. No me dejes. No puedes. Quiero ser feliz, feliz contigo.-
-Escucha. Y escuchame bien porque solo lo repetiré una vez. Sin tu apellido, sin estas tierras que tienes, no me vales de nada-
Katerina rompió a llorar. Empujó a Dimitrí con violencia y avanzó hacia la puerta. En ese momento, Dimitri pudo haber dicho una infinidad de cosas. Podría haberle dicho que la amaba más que nada en el mundo, que no soportaría verla marchar, o que prefería morir a dejar de amarla, pero no dijo nada. Quería a Katerina más que a si mismo, Adoraba a aquella mujer que ahora le odiaba, que lloraba por su culpa. Y precisamente por eso, porque la amaba demasiado, tenía que herirla, tenía que hacerla sufrir. Tenía que dejar que se fuera. Antes de abandonar la habitación, Katerina se volvió. Le miró durante unos instantes. En total silencio. Y se fue.
Aquella noche, Dimitri pensó en Katerina. Pensó en aquel hombre, aquel Belovzoroz besando sus labios, apretando con sus manos el delicado cuerpo de la joven, jadeando como un perro sobre ella, manchando con su sudor la piel que él había acariciado y besado mil veces, y que otras mil lo haría si pudiera. Se imaginó a los recién casados paseando entre la gente, celebrando una fiesta por su matrimonio. A katerina buscándole con una mirada oscura y vacía. No pudo contener su furia. Golpeó con todas sus fuerzas una pared. Una vez. Otra. Otra. Otra. Otra. Hasta que la rompió. Y callo de rodillas, con sus nudillos ensangrentados. Y por primera vez desde hacía mucho tiempo, rompió a llorar.
El ajetreo de los preparativos para la boda era incesante. Katerina apenas pudo encontrar un rato para escapar del bullicio para encaminarse hacia la aldea. Deambuló entre las modestas cabañas y casas desvencijadas hasta llegar a la de Dimitri. Sentía un nudo en el estomago. Quería hablar con él. Con el hombre que la había traicionado. Solo una vez más. Solo quería despedirse de él. Solo verle por última vez. Solo poder conservar un último recuerdo feliz de su amor. Llamó a la puerta. Nadie abrió. Solo tras insistir apareció la madre de Dimitri del otro lado de la hoja. Tenía la cara ajada y distante, con los ojos enrojecidos por el llanto. Katerina le preguntó por Dimitri. la mujer contestó que no sabía nada de él desde que se había ido. Un día, al volver de trabajar, golpeó hasta romper una pared de madera en plena noche. Después, sin apenas despedirse, se subió a uno de los trenes que recogía reclutas para la guerra contra los Nazis. Katerina se quedó sin palabras para contestar. Sentía como sus piernas le fallaban. Se apoyó contra un muro de la casa para no caer en la espesa nieve. Justo cuando se disponía a irse, la anciana le dio una gargantilla dorada. Dijo que era de su hijo. Que pensaba dársela a alguien especial.



No hay comentarios:
Publicar un comentario