lunes, 28 de febrero de 2011

Tres días de amor (Primera parte)

Esta no es la historia de un hombre. Ni tampoco la de una mujer. No es la historia de Dimitri, ni de Katerina, no es su historia. Esta es la historia de tres días, de tres momentos perdidos en el tiempo que decidieron tenerlos a ellos dos como protagonistas. Quizá tras leer estas lineas pueda ser comprensible como una vida entera se puede condensar en tres amaneceres y otras tantas lunas llenas, puede que tras comprender la historia de estos tres días podamos alcanzar a descubrir como un hombre y una mujer nacieron, crecieron y murieron en 72 horas.



El primero (o el último) de estos días fue el 21 de Noviembre de 1993. Una de las más imponentes iglesias del centro de Moscú celebraba un vistoso funeral. Ante las puertas, el apiñado grupo de portadores de relucientes trajes y vestidos insinuaba la alcurnia de la fallecida. Entre los socorridos soportales del grisáceo edificio, abarrotados por abrigos, pantalones, chaquetas, jerséis, camisas y bufandas que trataban de protegerse de la lluvia, se abría paso como podía un joven de mirada caída, tez clara coronada por muy poco pelo y esa expresión de indescriptible fugacidad que caracteriza a todos los rusos. Tras hacer chirriar los goznes de las plomizas puertas, estas se abrieron para dejar salir de su oscuro interior un intenso aroma de incienso y madera que rápidamente se vio acompañado por la entrada del húmedo gentío. Una hora después, el sacerdote ya finalizaba su labor, dejando a los allí presentes a solas con el dolor de la pérdida. Así, mientras en la sala anexa era expuesto el cadáver de la fenecida, los asistentes abarrotaban el lugar conformando impermeables corrillos en los que animosamente se despachaban temas diversos. En ocasiones alguno de los asistentes acudía al velorio con la intención de dar su más sentido pésame al viudo, o a los hijos, o a quien quisiera Dios que hubiera dejado aquella mujer, lamentando el tener por ello que haber pospuesto una charla tan interesante. Coronando el grupo se encontraba Belovzorov, el hombre que hacía unos días había dejado de ser para siempre el marido de la anciana fallecida. Se reconocía en el rojo de sus ojos la presencia de lágrimas traicioneras y saladas. El pobre anciano permanecía apartado, rodeado por la soledad del dolor mientras un mar de voces se desataba a sus espaldas. Es así que necesitó un tiempo para reparar en la presencia de un hombre a su lado. De edad similar a la suya, mostraba un aspecto corrido por los años, poblado por infinitos surcos y canas. Los ojos, pequeños y casi horadados en la propia cara, estaban clavados en el ataúd. Los dos hombres, apartados del resto del mundo, no cruzaron palabra. Belovzorov le recordaba como se recuerda un rostro visto en un sueño, como si lo hubiera visto tras la niebla de los años. Como si hubieran compartido un pequeño instante de sus vidas tiempo atrás. Pero le fue imposible reconocerle. Se olvidaría por siempre de él cuando saliera del templo.


Mientras serpientes humanas atravesaban las puertas de la iglesia, el anciano que nadie parecía conocer permanecía allí, sentado ante el ataúd, en mitad de la oscuridad de la inminente noche. Un ejercito de ecos se arremolinaba a su alrededor, de sonidos descifrables que no parecían perturbarle en absoluto. El olor de humedad e incienso que impregnaba el aire ya casi se había desvanecido. Tan rápido como su vetusto cuerpo le permitía, Dimitri se incorporó para cercarse al cuerpo. Mientras sus manos temblaban, dejó caer sobre la mujer una pequeña gargantilla dorada que rápidamente se deslizó por entre los pliegues del vestido. Dimitri se dio la vuelta. Quería irse. Pero no podía, no se atrevía. No podía hacer simplemente eso. Dejarla atrás. Otra vez. Katerina.
Se volvió, se dejó caer sobre el ataúd. Estaba agotado, quería poder hablar con ella, una vez más, solo un día más. Quería besarla otra vez, como aquella vez, perdida años atrás. Quería llorar. Pero no sabía. El aire le quemaba las entrañas desde dentro.

-Lo siento. Perdoname.-

Trató de decir algo más, pero no pudo. Se ahogaba mientras hablaba. Las palabras, los recuerdos, el dolor, todo se agolpaba ahora en su boca, a punto de explotar. Trató de incorporarse. Apenas pudo. Se dio la vuelta. Con minúsculos pasos trataba de dirigirse hacia la puerta. Se sentía caer. Ya ante el vacío de la puerta volvió su mirada para pronunciar algo.


-Ojalá me hubiera atrevido. Ojalá hubiéramos ido. Juntos. Te quiero.-

Solo dijo eso. Y desapareció devorado por la oscuridad de un interminable pasillo solitario. La figura de Dimitrí, en plena calle, en mitad de la lluvia, perdida, deambulando sin rumbo, sola. Veía, en la lejanía, las luces de la ciudad. Imaginó otras luces, otra ciudad. Perdida en el pasado. Jamás aprendería a olvidar. No podría. Se preguntó si en el lecho de muerte, mientras su cuerpo espiraba, Katerina habría pensado en él, si habría recordado aquellos días que solo fueron suyos. Si, mientras su vida desaparecía, habría tratado de ver su cara, sus ojos. Y Dimitri, bajo la lluvia, solo supo llorar.

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