lunes, 6 de septiembre de 2010

San Juan

1981

Los zapatos de Romain, curtidos de cuero desgastado y marrón, aplastaban con sus pasos las piedrecillas de un camino demasiado acostumbrado a la soledad de los días sin caminantes como para mostrar un aspecto minimamente cuidado. Con la única ayuda del bastón que esgrimía su mano derecha, el enjuto anciano trataba de desafiar a su edad avanzando por aquel inhóspito camino. A cada paso temblaba su huesudo cuerpo amedrentado por el terrible cansancio. Era su único aliado el nublado cielo de nubes cubierto que le protegía del azote del sol de inicios del verano. Poco apoco, sin embargo, sus modestos pasos le hacían llegar a su destino. Podría haber elegido otro camino, asfaltado y nuevo. Pero prefirió recorrer aquel que ya conocía, aquel en el que ya antes había tatuado sus huellas, y que el tiempo ya se había llevado. Se imaginó a si mismo recorriendo aquella aplastada tierra décadas atrás. No pudo evitar aquella horda de sentimientos agolpándose en su mente. Una vida entera lidiando con ellos era demasiado. Quizás por eso había regresado a aquel pueblo en el que solamente había pasado un día hacía más tiempo del que era sano recordar. Allí, donde todo había empezado. Desconocía la razón por la que había terminado aquel viaje. Desconocía que le había impulsado a ir allí. Estar en paz con sigo mismo, quizá. La necesidad de hacer lo que hacía años debía haber hecho, ahora, antes de morir.
Mientras su mente trataba de esquivar estas cavilaciones llegó a una curva del empedrado que le permitió ver en la lejanía. Solo se veía el mar. Era enorme. De infinita quietud. Eterno, idéntico, el mismo mar que había contemplado tanto tiempo atrás, desde aquel mismo lugar. A sus pies, una pequeña mancha gris y rojiza se agazapaba en un borde. Era el pueblo.

Poco habían cambiado las calles a lo largo de medio siglo. No le costó trabajo orientarse. Reconoció cada pétrea fachada, cada hogar y cada acera. Un impulso que no supo controlar le llevó a la plaza mayor. De envidiable tamaño, iglesia, ayuntamiento y viejos edificios de rostro ennegrecido flanqueaban tres de los cuatro lados, dejando en del sur para en azul del mar. Nada rompía la armonía del lugar salvo una cosa. Romain tardó unos instantes en percatarse de la presencia de una masa de madera en el centro del lugar. Sabía demasiado bien la poca vida que le quedaba a aquella leña. Su corazón se aceleró. Sus recuerdos malditos volvieron a sangrar. Ver aquella madera le hacía volver a vivir, volver a sufrir...
Acelerando el paso llegó a la bahía. Era lo que más había cambiado de todo el pueblo. Un ejercito de férreos penachos de humo habían sustituido a las blancas velas. Cortaba el mar una gigantesca cicatriz de hormigón donde los diminutos cascos se agolpaban. A su izquierda, no obstante, encontró una calle que le era familiar. Hacía años la había observado desde la lejanía. Pero no la pisó. La pisaba ahora por primera vez en su vida. No pisarla cuando pudo, cuando debía, aquel fue su mayor error. Allí su vida expiró. Permaneció unos instantes quieto, sin pensar en nada más que en el nudo que oprimía su garganta y apastaba su pecho impidiéndole respirar. Miró a su alrededor. No sabía a donde ir. No sabía ni siquiera la razón de estar allí, mucho menos donde ir. Cuando ya empezaba a asfixiarse bajo el peso de remordimientos y preguntas sin respuesta reparó en un papel que había pegado en una farola. Era una esquela. Tenía ya unos meses de antigüedad y el húmedo azote del viendo del mar casi lo había arrancado por completo. Al principio no pudo creer lo que sus ojos le susurraban. Una mirada más próxima y certera eliminó todo atisbo de duda. Era inconcebible, pero posible al fin y al cabo, y lo estaba contemplando. No había duda. En aquella esquela un nombre estaba claramente grabado. Carmen Herrero.


1927

Aquel pequeño pueblo era la última parada. Romain y sus amigos lo sabían y ya se comenzaba a respirar un inusitado optimismo. No pesaban ya nada los bártulos y cajas abarrotadas por los más diversos y rocambolescos artefactos. Como una procesión de pesonajillos salidos de un cuento aquellos individuos de fantasía, cubiertos de piel pintada, coloridos y asimétricos ropajes, relojes y adornos desproporcionados y mirada con locura contenida serpenteaban por un pequeño aunque cuidado camino que moría en una mancha del horizonte con contorno de muros chimeneas y tejados. Hacía tan solo unos meses atrás Romain habría abominado de acercarse a aquella caravana de esperpentos, más ahora se refería a ellos como su “segunda familia”. No fue fácil encontrar un lugar apropiado, pero ahora aquel grupo de feriantes le ofrecía una perfecta protección, al menos por el momento. El calor de los inicios de verano, ya había salido al paso de los caminantes haciendo tortuoso su fantástico peregrinar. Mientras el sol se ocultaba decidieron los compañeros de Romain asentarse en una generosa explanada situada a la entrada de la villa. Desembalar y montar casetones, estantes y tenderetes fue todo uno. Lo cierto es que al caer la noche ya todo estaba dispuesto. Romain era con mucho el más ocupado y a la vez el más liberado de todo el grupo. No era feriante de profesión, sino que el simple azar le había llevado hasta aquella explanada. Decidió separarse unos instantes del grupo. El notable ajetreo hizo que nadie notara su ausencia. Todo su equipaje se reducía a unos papeles y un par de lápices. Unos pasos indecisos y perdidos le llevaron a un lago que se acurrucaba entre unos frondosos arboles. Aprovechó uno de ellos para sentarse y comenzó a escribir en sus papeles. En aquel momento agradeció Romain el haberse criado en una familia no demasiado mala, lo suficiente amenos como para que le permitiera conocer a las grandes aventuras de Verne, Salgari, Humborzt y otros tantos. Rememorar las tardes que en su niñez había empleado en recorrer el mundo contenido en aquellas páginas le permitía ahora poder juntar unas pocas palabras con mínima decencia. No le costó trabajo ser aceptado entre los feriantes que le acompañaban. Hacía poco que la muerte se había llevado a su anciano escritor y necesitaban a alguien que dijera a los actores de su teatrillo móvil lo que habían de recitar. La verdad era que la función tenía pocas variantes de un pueblo a otro. Siempre solía ser la misma historia, el mismo rey medieval, el mismo brujo malvado separando al mismo aventurero y aguerrido valiente de su deseada dama y siempre triunfando este sobre la adversidad. La gente aplaudía, chillaba, se cerraba el telón y los mismos personajes, las mismas aventuras se acomodaban en los carruajes y ponían rumbo al pueblo más cercano. Sin mas titubeo, el lápiz de Romain comenzó a rasgar los quebradizos papeles. Pronto dejó terminada la obra con todos los retoque necesarios. Aprovechando que el sol todavía le dejaba unos minutos de visión, se sacó del bolsillo del pantalón una cuartilla en blanco y dejó a su mano narrar. Lo que comenzó siento una simple tontería terminó acelerando su pulso. Palabras insospechadas en su vocabulario comenzaron a brotar. Amor, deseo, pasión, y otras de igual calaña. Romain se sorprendió. Se dijo a si mismo que no se explicaba la naturaleza de aquellas palabras y se guardo la hoja sin más. Así pasaron un par de horas. Cuando el escritor regresó a donde sus amigos le aguardaban impacientes les dio los papeles. Ahora todo dependía de ellos. No había problema, tenían buena memoria, en media hora todo estaría listo. Así, Romain deambuló entre el colorido y musical espectáculo. Una infinidad de antorchas daban luz al lugar mientras de aquellas estatuas siniestras y misteriosas que las chimeneas dibujaban sobre la noche empezaban a escupir pequeños grupos de extraños y curiosos que se acercaban a los tenderetes, preludio de que la noche sería generosa. La cálida y agradable brisa de las noches de verano, traída hasta allí por obra del mar, inundaba toda la feria con un mágico aroma. Las gentes se afanaban en ver aquellos hombres ataviados como los hechiceros de otras eras haciendo malabares con mazas incendiadas, mujeres cubiertas de brillantes escamas haciendo imposibles ejercicios de contorsionismo, música arrancada de las leyendas de los niños. Trucos de magia tan siniestros como espectaculares. Miles de imágenes, olores y sensaciones huérfanas de palabras que las nombraran.
La gente chillaba, vibraba y se maravillaba cuando en sus ojos se reflejaba lo inverosímil hecho realidad, mientras los niños emulaban con ramas de árbol a los guerreros de antaño. Esquivando como podía al creciente gentío, Romain avanzó hasta plantarse delante de una multitud que silenciosa observaba unos acordes que la imaginación dibujaba en las estrellas de la noche. Unos pocos pasos al frente le sirvieron a Romain para contemplar el origen de aquella armonía. Una guitarra forjada de madera casi negra hacía puntear sobre si unos dedos que con su hacer contoneaban un cuerpecito recubierto de volantes y lunares. Una melena negra como el carbón y una piel morena delataban lo que el resto de rasgos no ocultaban, una ascendencia española, quizá portuguesa, aireada con la alegría de una danza levemente desconocida para los de aquel lado del mar. Desbordaban la cara dos ojos oscuros que hacían invisible su estatura recatada mientras sus pies descalzos golpeaban la tarima con un ritmo que enloquecía a quienes la contemplaban y la sumergía en un mar de aplausos. No supo Romain cuanto tiempo permaneció petrificado ante aquella fina y frágil silueta. Solo tras un largo lapso se percató de que su mano se aferraba con fuerza al papel que había ocultado en su bolsillo.


1981

A Romain le era casi imposible avanzar en contra de la corriente. Una interminable hilera de personas descendía por la empinada calle de adoquines con destino a la pila de madera que antes había observado. El tibio y anaranjado sol que todavía iluminaba desde la lejana llanura permitía ver a gentío portando decenas de antorchas, cantando canciones y bebiendo. Romain era el único en aquel pueblo que subía adoquines arriba. A los pocos minutos llegó a un lugar en donde la algarabía, amedrentada, parecía haberse disuelto. El cementerio. Sus zapatos recorrieron la hierba recién segada hasta chocar con la contemplación de una lápida. Una nube de luciérnagas irradiantes había tomado el lugar marcándolo con su fluorescencia. La brillante luz permitió a Romain leer con total claridad lo que la lapida tenía que contarle. No era otro nombre que el que esperaba. Se acercó, esperando, rezando para que su mirada le hubiera engañado, clamando para que su locura le hubiera dominado. Nadie le escuchó. Las letras permanecieron inmutables en la pétrea pared. Soltó su bastón. Calló de rodillas. Lloró. Miró la luna y ella le devolvió la mirada. Y se marchó.


1927

Romain había madrugado aquel día. La ausencia de quehaceres le tentó para recorrer el pueblo. Parecía un lugar agradable. Una interminable formación de casas de piedra nadaba entre el aroma de agua salada y los gritos de los niños jugando. Cuando llegó a la bahía se quedó maravillado contemplando el mar. Solo unas pocas veces lo había contemplado antes. Veces demasiado lejanas como para recordar adecuadamente aquella inmensidad. Nunca desde que se había marchado de su hogar. Un enjambre de cascos de madera coronados por sus plegadas alas de tela chirriaban con el constante repicar de listones y sogas. Ante aquella magia, aquella maravilla, Romain olvido todas sus palabras. Simplemente espiró. Cerró lo ojos y se sintió libre. Se sintió vivir.
Pronto, tras despegarse del mar, los ojos de Romain repararon en otra obra de magia. La bailarina. La que tanto le había maravillado, tomaba un café sentada en una silla ante el imponente paisaje. En la mente de Romain se sucedieron una y otra vez las veces que el la había contemplado desde que trabajaba en la feria. Y las tantas que queriendo pronunciar palabra no había podido. Con un nudo en la garganta se acercó a saludar. Ella le recibió con inigualable sonrisa. Romain se olvidó del mar. No veía más que dos inmensos ojos negros, que su propio miedo a contemplarla demasiado, que su corazón acelerándose. Solo su liviana risa le hacía respirar, solo cuando accidentalmente sus pieles se rozaban Romain podía imaginar lo que era vivir. Se sentía pequeño, enjuto a su lado. Y sin embargo en ningún otro lado podría sentirse mayor. Unas horas después ambos caminaban de regreso a la feria. Las palabras cruzadas sobre temas intrascendentes eran una excusa perfecta para que Romain pudiera escuchar su voz. Más de una vez se había decidido a decirle algo distinto. Y siempre que lo había intentado había caído, había enmudecido. Llegó a odiarse a si mismo, a su cobardía. No soportaba más arder por dentro cada vez que se cruzaba con ella. Pero cada noche, cuando de nuevo terminaba la función, tenía que soportar ver como se marchaba a su tienda. Sin él. Una noche más.
Mientras paseaban ambos contemplaron una pila de madera en mitad de la plaza. Solo en aquel momento se percataron del día en el que habitaban. Preludio de la noche de San Juan.

La tarde se hizo corta. La preparación de todos los artificios para ocasión tan peculiar requería tiempo. Romain ayudaba en el montaje del teatrillo. Mientras se alejaba para disfrutar de un cigarrillo descubrió algo que le sobresaltó. Desde una carretera de montaña ondulante y elevada que daba en el pueblo descendía un vehículo. Negro y gris, de ruido asfixiante y humareda insoportable cruzaba la llanura hasta la puerta del pueblo. Romain se cercioró en el momento en que le vio. Era él. Era el que le estaba buscando. Los que querían atraparle. Instintivamente se ocultó entre la maleza. Una vez el coche hubo abandonado su visión, Romain corrió hacia su tienda. Recogió con avidez cada uno de sus enseres y se preparó para retomar su constante huida. Mientras salía se detuvo precipitadamente. Sacó de su chaqueta un papel. Estaba escrito. A un margen anotó algo.


1981

El anciano viudo tenía una casa incomprensiblemente alta. Los agudos ventanales del piso superior arrojaban luz a toda la edificación, inundandola de sombras y formas inimaginables para mente cuerda alguna. Los góticos relojes, con su maquinaria al aire, parecían espectros mecánicos observando a los perturbadores de su descanso. Las vigas de madera ennegrecida rechinaban con cada brizna con la que el viento las sacudía. La silueta del anciano viudo se acercó portando dos tazas hasta conde Romain estaba sentado. Era su aspecto el de un verdadero espectro, coronado por un rostro que parecía curtido por las mismas paredes pintadas de humedades de aquella casa. Los pocos y grisáceos mechones que poblaban su cabellera cubrían una tez pálida y llorosa de rasgos oscurecidos. Tras disculparse vagamente por el desorden iniciaron una discreta conversación. :- ¿Entonces, de qué conocía usted a mi esposa? Verá, durante un tiempo Carmen y yo trabajamos juntos, hasta poco antes de venir a este pueblo. A decir verdad, desconocía la triste noticia. Supongo que habrá sido especialmente difícil.- Era una esposa perfecta. Cualquier hombre la había deseado. Recuerdo el primer día que la vi. Estaba frente al mar, en plena noche de San Juan. Parecía triste. La reconocí de la feria. Me acerqué para hablar con ella, por simple compasión en un principio, luego bailamos, luego... Nos casamos- La voz del Anciano viudo se detuvo para contener en llanto. Cada palabra se clavaba en el alma de Romain como un puñal. -Lo siento, discúlpeme- El anciano viudo se incorporó con rápida dificultad y se fue a la estancia anexa. Romain hizo lo que desde hacía ya un rato deseaba. Caminó con calma hasta un joyero. Desgastado el cuero en las esquinas, su estado revelaba su edad. Introdujo la combinación que creía recordar. Entre feriantes no había secretos. La cerradura cedió. Abrir la tapa superior le sobresaltó. No había joyas en su interior, no documentos ni dinero. Solo un papel. Un pequeño papel. Romain lo reconoció. Retrocedió varios pasos sobresaltado. A su espalda, el anciano viudo observaba con quietud. :- Ya lo ha descubierto. Yo me sentí igual hace cincuenta años, cuando se lo dejó abierto. Era una buena esposa, una buena mujer, por ello nunca le dije nada. Ni nada le reproché. Pero nunca olvidé ese papel. Nunca lo olvidé. No se quien era. Pero se que le amaba. Alguna noche la sorprendía leyéndolo. Ella me daba excusas que yo quería creer. Al fin y al cabo fuimos felices muchos años. Últimamente, cuando la enfermedad avanzaba, cuando las fiebres la dominaban y transformaban la realidad en delirios hablaba de él. De un hombre que había estado en su grupo de feriantes. Escribía pequeños teatrillos para ganarse el pan y un día desapareció sin más. Nunca la escuche pronunciar su nombre.- Romain no reaccionó, no supo como. Recogió el papel y se marchó. Incluso olvidó su bastón. Nada le dijo el anciano viudo. Temía que aquel hombre simplemente había recogido algo que siempre había sido suyo. Con lentitud, recogió las tazas y se retiró.


1927

La noche había caído y las llamas se habían levantado. Los trapecistas, músicos, y faquires de la noche anterior habían dado paso a la danza del gentío ante la gran hoguera. Decenas de negras siluetas saltaban ante la luz de la madera ardiendo. Los gritos y canciones derramadas junto al vino inundaban cada resquicio de las calles. Romain corría entre el gentío. Con cada mirada trataba de reconocer a las personas que le rodeaban, temeroso de ver en ellos a sus infatigables perseguidores. Su correr le llevó hasta un refugio del ruido y la fiesta. Era este el mejor lugar, a salvo de perseguidores y extraños. Caminó en círculos unos instantes. No sabía que hacer. Solo sabía que tenía que escapar. Otra vez. Como cuando llegó huyendo a la feria. Volver a huir. Quizá en uno de aquellos barcos, como polizonte, hasta un puerto cercano. Desde allí, quien sabe, Alemania, Italia, España, o América quizá. No lo sabía. Instintivamente, y mientras caminaba compulsivamente de un lado para otro, sus ojos chocaron con una figura. De pie, ante la quietud del mar nocturno, Carmen, la bailarina, contemplaba la lejanía. Romain la miraba. Sus músculos apenas podían reaccionar. Avanzó un par de pasos. Quiso ir hacia ella. Quiso correr, volar hacia ella. Y no lo hizo. Frenó en seco al verla, con su busto perfecto, con sus ojos inundados de luz en medio de la noche. No, no podía. No podía condenarla a una vida como fugitiva, a la que sería su vida. Había cometido errores. Había obrado mal. Ahora pagaba las consecuencias. Aquel era su martirio. No condenaría a la persona que mas quería a sufrirlo. No podía. Se volvió y caminó hacia uno de los barcos. Se repetía esas palabras a si mismo una y otra vez. Se introdujo en uno que estaba a punto de zarpar agracias al despiste de los marineros. El barco zarpó. Por última vez pasó ante la bahía. Por última vez contempló a la mujer que más había amado y que más amaría. Al verla, tan maravillosa desde su maloliente escondite no pudo evitar ver como sus frases se desmoronaban antes incluso de que las pronunciara. Era verdad que se odiaría a si mismo por arrastrarla a la vida de fugitiva, pero incluso ese precio hubiera aceptado de no ser por otro mayor. Ella, la primera de todas las mujeres, aquella mujer de sonrisa eterna, de calor en la noche más fría, de luz en la oscuridad, aquella mujer preciosa y encantadora, aquella mujer que podría elegir a cualquier hombre de este mundo, ¿por que arriesgaría su vida por un fugitivo sin destino? Por ello zarpó Romain con su barco. Y por ello no volvió a verla. Y por ello deseó no volver a amar. Porque no quería volver a perder. Mientras el fuego devoraba la silueta de Carmen en el horizonte Romain arrojó al mar lágrimas que la profundidad devoró para siempre.


1981

Romain estaba petrificado ante la hoguera. Nada había cambiado desde 1927. Era el mismo fuego, iluminando las mismas danzas. Siluetas embrujadas, formas solamente soñadas hasta aquel día suelos hechos de carne, música y sudor. Romain estaba impasible. Nada en el vivía. Nada podía sentir. Su acartonada mano sujetó un papel. Un papel en el que un día había escrito palabras como “amor, deseo, pasión”. Al margen, una frase, una frase que había escrito poco antes de escapar. Una frase en la que le decía a una mujer que le aguardara, que esperara por el en mitad de la noche, junto a su hoguera, que estarían juntos para siempre. Una cita a la que no pudo ir. Una promesa que no pudo cumplir. Una vida que no pudo vivir. Se acercó a la hoguera. Imaginó a Carmen leyendo por la noche aquella carta. Preguntando por un hombre que nunca apareció. Llorando. Llorando por su culpa. Por su cobardía. No se perdonó hacerla llorar. Romain maldijo, maldijo aquellas palabras que nunca dijo, todas aquellas que nunca se atrevió a decir, que nunca brotaron de sus labios, gritó, gritó por aquella vida que no se atrevió a vivir, aquella mujer que no se atrevió amar, aquel dolor que nunca pudo olvidar. Con un movimiento seco lanzó el papel al fuego. Contempló aquellas palabras arder. Miró como la hoguera de San Juan devoraba su alma por segunda vez en su vida. Miró como el resto del mundo era ajeno a su dolor, se sintió solo en el mundo. Y, mientras el fuego devoraba los últimos restos de recuerdos, las palabras arrancadas del alma, Romain se marchó.
          

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