lunes, 6 de septiembre de 2010

Iupinam Por: Roberto H. Roquer



Mamadou.

Como cada día desde hacía ya meses el sol asfixiaba a cuantos se atrevían a colocarse bajo él. Entre el apestoso olor de excrementos y animales muertos del camino que cruzaba aquel desierto solamente rompía el silencio la nube de polvo que levantaba la camioneta destartalada de Mamadou. Las ruedas sostenían apenas un oxidado y chirriante armazón que, avanzando más con pena que con gloria, era el único punto de referencia del paisaje que ofrecía la llanura Sudanesa. Mamadou conducía, si así se le puede llamar, aquel artefacto sin prestar atención a la inmensidad de tierra árida y espejismos que le rodeaban, reaccionando solamente cuando el sudor de su cara se deslizaba hasta sus ojos cegándole. Es por ello que solamente pudo reparar en la figura que al borde del camino le hacía señas cuando ya casi estaba sobre ella. Frenando improvisadamente trató de colocarse a su vera. No por querer interesarse por lo que aquel desconocido tuviera que decirle. No porque algún tipo de curiosidad se lo impusiera. Sino por la silueta que desfallecía sobre los brazos de aquel hombre. A pesar de las duras condiciones habría Mamadou jurado sobre la tumba de sus antepasados que aquel bulto correspondía al cuerpo de un niño. Pudo constatar su sospecha cuando descendió del vehículo y observó una cara ensangrentada de nueve, diez años, a lo sumo, mirándole con unos ojos casi cerrados. Las moscas se habían hecho multitud entorno a una herida abierta en su pecho desesperadamente tapada con hojas y trapos. El rojo había cubierto casi todo su cuerpo, por el sol y la arena quemado. Mamadou trató sin éxito de limpiar su cara. Obtuvo por respuesta un leve movimiento de ojos del pequeño antes de que estos se cerraran lentamente. Solo tras esto se percató de que todavía no había reparado en el individuo que sostenía al pequeño. Levantó su mirada para contemplar una cara sombría, de sudor totalmente atestada, en la que yacían ojos caídos y esquivos. Tras este nimio lapso el hombre preguntó a Mamadou por la ruta que llevaba y si iba a pasar por una aldea llamada Ngala. Tras contestar que pensaba pasar cerca y podía desviarse para dejarles alli, ambos hombres llevaron al niño a la parte trasera de la camioneta. Pocos minutos después, ya había Mamadau reemprendido su camino. Fueron estas las únicas palabras que a lo largo del viaje Mamadau y el hombre cruzaron. El chirriar de motor, hierros y piedras solamente se violaba por la entrecortada, casi inexistente, respiración del niño. De vez en cuando, un pequeño tosido que escapaba de aquellos pequeños labios resonaba en el metal de la camioneta alegrando y entristeciendo al tiempo a los que allí estaban.

El pequeño grupo cruzó el día hasta que la noche les obligó a parar. La fortuna les obsequió con una vieja cabaña abandonada en la que pasar la noche con una cierta comodidad. Las paredes, casi totalmente derruidas y solamente sustentadas por algunos montones de piedras que apenas se cubrían con un techo de paja prácticamente inexistente ofrecían un refugio. Con cuidado, Mamadou colocó al niño en un lecho improvisado con algunos trapos sucios que llevaba en su camioneta. Tras contemplar unos instantes el escuálido cuerpo herido y delirante que a cada segundo trataba de luchar por seguir respirando se dispuso a dejarlo en la calmada oscuridad de aquel rincón cuando sintió algo en su mano. Una muy ligera presión parecía apretar sus dedos mientras tiraba de su brazo. Mamadau se giró sobre sus tobillos y descubrió como el delgado brazo del niño se aferraba al suyo. En ese momento Mamadau se acercó y descubrió los ojos del muchacho. Nunca los había visto tan de cerca, ni tampoco tan grandes. Le miraban fijamente. Parecían temerosos, asustados. La respiración del pequeño se volvió frenética y entrecortada. La mano cada vez apretaba con fuerza mayor. En ese momento Mamadau descubrió que no le miraban a él aquellos ojos, sino que miraban al infinito, a la oscuridad. Estaba teniendo una pesadilla despierto. Probablemente estuviera alucinando o delirando. Era algo habitual cuando las heridas como aquella se infectaban. La boca del niño trataba enloquecidamente de pronunciar algo. Mamadou no logró entenderlo. Simplemente siguió allí, apretando la esquelética manita contra su pecho. Al poco el rapto había terminado y se había desvanecido en un tenue sueño. Mamadau dedico unos segundo a contemplar como se cerraban aquellos ojos que solo instantes antes le habían mirado enloquecidos y temerosos viendo en el sabe Dios que horror. Mientras dejaba al niño, descubrió algo en su piel. Bajo uno de los plieges de su ropa había algo escrito. Con una mano trémula y tratando por todos los medios de no asustar ni desvelar los sueños del niño aparto su prenda para descubrir algo que le sobrecogió.

El hombre había prendido un pequeño fuego empleando los restos de lo que alguna vez había sido los marcos de unas ventanas. A la luz de la hoguera la edificación parecía todavía más espectral. Las ondulantes sombras de las llamas dibujaban sobre la pared lenguas oscuras y siniestras que parecían acechar a los que allí indefensos estaban. La luz de la luna se colaba por entre las grietas de las paredes cortando la noche como un cuchillo de plata mientras la arena levantada por el viento de fuera rodeaba y azotaba el refugio. Mamadou se aproximó al hombre y, sin siquiera sentarse, comenzó a interrogarle:- El niño, tiene sobre su piel su nombre escrito, lo he leído, trae “Iupinam”- -Bueno,- Contestó el hombre -Supongo que en su aldea esa tradición será común- -No me mienta, se demasiado bien lo que ese tipo de tatuajes significan, yo mismo me hice uno hace mucho tiempo, asi que dime la verdad ahora mismo o te dejaré aquí y me iré- -¿Que verdad quieres que te diga, amigo? Si tu mismo tienes uno entonces ya sabes lo que significa. Ese niño era, es, un soldado.

Mamadau estaba tenso. La mera idea de haber compartido su camioneta con miembros de algún ejercito le horripilaba. Si alguien lo descubría, podía significar su muerte y la de toda su familia. Tenía miedo. Ya había perdido demasiado en la guerra años atrás. No perdería ahora. Mataría al hombre allí mismo, en plena noche, en cuanto al niño...
-No tienes por que temer nada, nuestra guerra está muy lejos de aquí.- -¿Entonces, por que recorríais ese camino? ¿Que os traía a estas tierras?- Nada, simplemente trataba de ser un buen hombre.-
Mamadou quedó perplejo ante semejante contestación. Se acercó al hombre. Observó como el vacío de su negra mirada se quemaba en el brillo de la hoguera. Se sentó a su lado.
-Creo que imagino lo que ocurrió. Él y tu erais amigos. Amigos de armas. Compañeros. Pero un día él recibió un balazo, y tú quieres llevarle a algún lugar antes de que muera. Es eso, ¿Verdad?-

Los ojos del hombre apenas podían permanecer abiertos. Se habían alejado del fuego de la hoguera y ahora se dirigían hacia el simple infinito de la oscura noche colocada al otro lado del hueco de la puerta.
-Antes de... antes de perder el conocimiento. Justo cuando había recibido el disparo. Cu...Cuando le fui a recoger estaba ensangrentado. Las balas me rodeaban, pero yo no me percaté de ello. Simplemente le dejé en un lugar resguardado. Entonces me miró y me dijo la única palabra que ha pronunciado desde entonces. Acercó su boca a mi oído y me dijo “Ngala” Yo, yo conocía esa aldea. Hacía algún tiempo había estado allí. Luego... nada más. Emprendí el camino. Juré que moriría en su hogar. Aunque fuera lo último que hiciera en mi vida.

Mamadou bajo su mirada. Se avergonzaba de haber amenazado a un hombre como aquel. Tras un prolongado silencio, Mamadou se incorporó y se aproximó a donde Iupinam descansaba. Se acomodó en una esquina. Cerró los ojos. Y dijo:- Será mejor que duermas algo, mañana tendremos que partir pronto-.

Apenas permitieron que las primeras agujas del alba se adelantasen a ello. Los dos hombres y el niño iniciaron con la mayor prontitud su viaje. Esperaban llegar al pueblo lo antes posible. Tenían que hacerlo. O no habría ya razón para llegar. A cada minuto, segundo que pasaba El pequeño cuerpo de Iupinam estaba más débil. Desde la noche anterior había empezado a sudar desproporcionadamente. Su respiración era violenta e irregular. Sus ojos no habían vuelto a abrirse desde la noche anterior y su pecho apenas latía ahora. Parecía mascullar en sueños algunas palabras. Mamadau se percató de ello. Deseó que los delirios de Iupinam le trajesen a su familia. A sus seres queridos. Deseó qué amenos en sus últimas horas pudiera estar en paz y feliz. Al otro lado el compañero de travesía de Iupinam conducía con toda la velocidad que la camioneta daba de si. Atravesaba las cicatrices de la desértica llanura en mitad de una tormenta de arena y tierra. Mientras los jinetes se afanaban en dejar atrás el horizonte Iupinam deliraba, tosía, sangraba. Moría.


Iupinam.

Cuando el ardiente mediodía inundaba la llanura y asesinaba cada resquicio de sombra, despreciando la extrema aridez del del mediodía, la camioneta se detuvo a un lado del camino. Iupinam descendió por medio de la ayuda de los dos hombres. Habían llegado a Ngala. Iupinam abrió teunemente los ojos solo para descubrir que aquel lugar ya había dejado de serlo hacía mucho tiempo. De las casas y cabañas que componían la mayor parte del paisaje ya solo quedaban escombros, algunos todavía humeantes. En el suelo, desangrándose sobre los pozos de agua, estaban los cuerpos de lo que alguna vez fueron los animales de los pastores. Iupinam trató de caminar por su propio pie sin éxito. Sus débiles rodillas fallaron y se habría precipitado contra el áspero suelo si Mamadou no lo hubiera impedido sujetándole en el último instante. Los tres caminaron durante un trecho por aquellas calles desérticas invadidas por el silencio y la tierra encharcada con sangre y basura. Iupinam apenas podía comprender lo que sus ojos contemplaban. Los restos de los edificios que todavía pervivían, ennegrecidos, supervivientes de innumerables incendios, parecían las caras siniestras y tristes de testigos de lo que allí había sucedido y que callaban por no poder olvidar. Tras avanzar algunos metros, Iupinam volvió a desfallecer. No recobró el sentido hasta no ser llevado al interior de una de las casas que mejor se conservaban. Mamadou y el hombre que hasta allí le había llevado le colocaron sobre un colchón rajado. Allí le dieron a beber unas gotas de agua. Las últimas que llegaría a probar. Durante algunos minutos la única reacción fue un leve movimiento de parpados, más reflejo que voluntario. Mamadou salió de la estancia. No soportaba el aire viciado y agobiante que allí se respiraba. Miró a su alrededor y descubrió una pequeña capilla que presumió como el centro religioso de Ngala. Al acercarse, le golpeó en las narices el asqueroso hedor que le era tan desgarradoramente familiar. Entre las pequeñas hileras de humo que todavía emanaban desde el edificio pudo reconocer el olor de la carne humana quemada. Su mente imaginó decenas de almas, pieles, brazos, cabezas, dentro del edificio, sepultadas por las llamas. Mientras su mano se acercaba a la puerta pudo oír los ahogados gritos de las madres por sus hijos, de los hombres por sus esposas, de los niños por sus hermanos. Sus dedos rozaron el picaporte de la enorme puerta. Vio cientos de uñas rasgando desesperadas, locas, la piedra. Impulsó ligeramente la puerta. Se preparó para verse rodeado por todo aquello... No pudo ir más allá. Simplemente se alejó.
Cuando regresó a la casa Iupinam parecía estar algo más repuesto. Sus ojos estaban casi abiertos, sus brazos tenían algún pequeño movimiento. El sudor casi había cesado. No así la sangre. Trataba de pronunciar una retahíla de palabras inaudibles para los allí presentes mientras sus ojos erraban, nerviosos, entre las paredes de la pequeña estancia. Los sonidos se agolpaban en su boca mientras su minúsculo cuerpecillo se retorcía compulsivamente presa del delirio. Su respiración, fatigada, mataba frenéticamente el silencio de la derruida casa. Pero, de repente, algo diferente ocurrió. Iupinam apretó la mano de Mamadou con las pocas fuerzas que le quedaban. Trató de contener su respiración. Permaneció unos momentos es silencio, para luego girarse hacia su improvisado amigo. Mamadou descubrió en los pequeños y oscuros ojos que le miraban desconcierto, miedo, frió. Le miraba fijamente. Aunque sabía perfectamente que no le veía. No importaba. Entonces Iupinam pronunció unas palabras. Lo hizo de maneras más lenta y pausada que las anteriores. -Mama. Mama. ¿eres tu?- Aquellos ojos que desconcertados se deslizaban a través de los contornos de la estancia tratando de adivinar una figura familiar se posaban alternamente sobre los rostros de los dos hombres.-Mama, no te veo bien, ¿Eres tu?- Mamadou se acercó al oído de Iupinam lentamente. Su voz temblaba. -Mama, he vuelto, ¿Estás bien? ¿Eres tu? Entrecortadamente, luchando por no dejar escapar las lágrimas, Mamadou susurró al oído del niño:-Soy yo, Iupinam, hijo.- Mama, ves, he.. he vuelto- -Lo se hijo, lo se. Ahora trata de dormir un poco- Y, mientras se dibujaba una mueca en su cara en la que Mamadou quiso ver el atisbo de una sonrisa, mientras la respiración se pausaba y contenía, suave y diáfana, mientras los ojos se cerraban henchidos de paz, mientras sus manos, sin fuerzas, se dejaban caer al vacío, Iupinam se durmió.

El largo camino y la velocidad excesiva habían pasado factura a la anciana camioneta que, entre oxidados chirridos soportaba los haceres de Mamadou entre sus metálicas entrañas. Ya estaba lista para continuar avanzando. El viaje era largo, no había tiempo que perder. Y había sido demasiado desviarse hasta aquel lugar para... Había que partir.
Mamadou decidió despedirse de su compañero de viaje antes de irse de aquel lugar para siempre. Tras deambular en su busca por las calles le encontró en las inmediaciones de la iglesia. La sombra de la mole le cubría como una capa de oscuridad mientras se afanaba por hacer un hoyo en la tierra. Mamadou se le acercó. No sabía que decir. No sabía como dejar atrás a un hombre como aquel, como olvidar una situación como aquella, como alejar a los ojos de Iupinam de los suyos. Aquella imagen, la de un hombre cavando una tumba que debería ser la suya le era demasiado familiar. Demasiado. Finalmente, Mamadou simplemente pronunció un tenue “Adiós”.
Mientras la camioneta dejaba atrás a Iupinam, al hombre cavando, a los edificios derruidos, a Ngala, quedando a su paso tan solo una lengua de arena, trató de ver le pueblo por última vez. Le fue imposible.


Ousmane.

Pocas veces, recordaba Ousmane, haber estado en lugares como aquel. Cuando las tropas preparaban el asalto a aquella ciudad, desde hacía meses bastión del ejercito nacional de liberación, no se pudo siquiera imaginar lo que encontraría allí. El ejercito enemigo se había hecho fuerte en los enclaves estratégicos haciendo casi imposible el control de la zona. Desde las alturas llovían ráfagas de proyectiles que atravesaban sin piedad los cuerpos de cuantos se atrevían a cruzar aquellas calles. Los cadáveres, amontonados sobre los suelos mezclaban su sangre con la tierra generando a su alrededor una capa de barro bermejo y espeso. Algunos miembros mutilados se esparcían en el interior de casas destartaladas por la violencia del intercambio de proyectiles. Las tropas rebeldes empleaban a los civiles como escudos humanos, haciendo de mujeres y niños indefensos las primeras y más abundantes victimas. Los rugidos de los metralleos solo se ocultaban por los gritos de quienes eran asesinados. Ousname, junto con el resto de su compañía, se encargaron de abrir el paso del grueso de las tropas hacia el centro de la ciudad a través de una callejuela. Los disparos se sucedían desde las altas ventanas de los edificios haciendo inútil cualquier intento de defensa. Las respuestas de Ousname y sus compañeros no se hacían esperar, ametrallando cada ventana, cada resquicio por el que se adivinaba una boca amenazante. Tras la refriega inicial Ousname y algunos de los supervivientes se resguardaron en la parte baja de uno de los edificios. Los ojos del soldado buscaron a los que allí estaban. Dedicó unos instantes a capitular sobre los que habían caído. Algunos eran sus amigos. Este pensamiento se vio truncado por una ráfaga proveniente de la parte superior de las escaleras. Ousname contestó con idénticas palabras hasta que un cadáver se deslizó por los ensangrentados escalones. El grupo subió al piso superior en donde fueron recibidos por una nueva ráfaga de disparos. Uno de los disparos alcanzó al hombre que estaba al lado de Ousname, desparramando sus sesos por toda la estancia. Solo unos muebles viejos y los restos de algunas paredes fueron capaces de ofrecer refugio a los hombres de Ousname mientras trataban de sobrevivir a la masacre. Cuando las ráfagas de disparos cesaban algunos de los rebeldes atacaban a los soldados con machetes mientras estos respondían de igual manera con cuchillos. Ousname avanzó todos los metros hasta que pudo entrar en la habitación contigua a la que estaba teniendo lugar la batalla. Allí se resguardó del fuego enemigo y recargó su arma mientras descubrió que no estaba solo en ese lugar. En la reducida habitación, apretada contra una esquina, una mujer de avanzada edad trataba de consolar a un bebé que yacía entre sus brazos llorando. Una mueca de absoluto horror se pintó en sus facciones al ver a Osname. Este no contestó. No reaccionó. Tras unos instantes paralizado ante semejante estampa simplemente hizo un pequeño gesto de espíritu tranquilizador que poco o nada ayudó tranquilizar a la mujer. Dándose la vuelta, y desde un boquete situado en el otro extremo del cuarto, el soldado abrió fuego contra el grupo rebelde que, ignorante de esta nueva posición del enemigo, no se había cubierto. Una ráfaga bastó para generar un verdadero estrago entre los rebeldes. Los disparos que, llenos de rabia, trataron de sesgar a Ousmane, chocaron contra la inerte pared. Mientras tanto los otros soldados, diezmados pero no vencidos, contraatacaron con incontenible furia abalanzarse sobre los sorprendidos enemigos. La lluvia de disparos apenas tuvo contestación. Tras los fusiles, cuchillos y machetes irrumpieron sobre los enemigos.

A través de la ventana, Ousmane pudo ver como uno a uno los enemigos caían. Edificio por edificio, planta por planta, habitación por habitación, eran masacrados. Mientras observaba esto, Ousmane se percató de que uno de sus compañeros entraba en la habitación desde la que el había cambiado el curso de la batalla. Resonaron entonces los desesperados gritos de la anciana rogando e implorando hasta que una detonación de un arma hizo germinar en todo el edificio un silencio solo roto por un llanto de bebe.
Por las calles el alcohol y el odio se dieron rienda suelta en los vencedores, que a gritos se afanaban en descuartizar los cuerpos de los vencidos, alguno de ellos todavía gimiente, mientras gritaban presa de un loco frenesí. Todo el que era encontrado por los soldados, sin atender a si era rebelde, o simplemente civil, era sin piedad asesinado bajo una lluvia de golpes y machetazos, salvándose solo las niñas de entre diez y quince años, que eran llevadas por los pelos hasta los edificios en los que los soldados las esperaban. Ousmane no podía contemplar esto. Había estado en demasiadas batallas. Había visto las mismas locuras una y otra vez. No podía llamarse a si mismo inocente, ni podía decir que nunca lo había hecho. Pero volver a soportar todo aquello era algo con lo que no podía. Decidió perderse entre las calles aprovechando la oscuridad que pronto empezaría a cernerse sobre la ciudad, compensada por el brillo deslumbrante de las decenas de edificios que las llamas consumían. Apenas reparaba mientras caminaba en lo montones de cuerpos ensangrentados que bajo un mar de ávidas moscas se esparcían por cada lugar al que llegaba la vista, ni en aquel olor, mezcla de cadáveres pudriéndose al sol, sangre, sudor y carne quemada. No le era a su olfato desconocido aquel hedor. Nada de lo que encontraba a su paso le sorprendía.
Sin percatarse de que sus pasos le llevaban, errante, hasta un callejón oscuro, Ousmane reparó en algo que acababa de escuchar. Sin tiempo para volverse, una ráfaga de disparos le sacudió dándole el tiempo justo para saltar a la parte trasera de un muro sin tener que lamentar nada más que una herida leve en el hombro. Como por acto reflejo echó mano de la pistola que llevaba al cinturón y disparó contra la callejuela de la que habían venido los disparos repetidas veces hasta que un ahogado chillido le hizo parar. Avanzó, sin viajar el arma, hasta el lugar del que había surgido el grito. Allí, rodeado por un charco de sangre, yacía un niño de nueve o diez años, al lado de un arma probablemente robada a algún muerto. Una bala se había incrustado en su pecho haciéndole casi imposible respirar. Sobre su piel, solo un tatuaje el el que se leía Iupinam. Ousmane se acercó a él. Desecho todo tipo de precaución o miedo cuando descubrió la irreversible profundidad de la herida. Iupinam estaba cerrando los ojos. Sus labios se movían vagamente, como escupiendo algunas palabras inconexas. Ousmane acercó su oído a los labios de Iupinam. Tras unos efimeramente largos instantes pudo distinguir una palabra. “Ngala”.   

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