miércoles, 29 de septiembre de 2010

Más fotos




Por muy borroso que esté el mundo, por mucha niebla que haya ante mis ojos y, cuando la luz es tan cegadora que no deja ver, cuando miro por el objetivo de una cámara todo esta claro. Y esto es lo que veo.




sábado, 25 de septiembre de 2010


-Hijo mío, he de contarte una cosa. Es sobre la vida. La vida es como un camino, como una carretera. Al principio, uno no sabe bien a donde ir. Tiene miedo a perderse, a no encontrar un camino. Pero termina caminando. Luego, luego se sigue el camino. Muchas veces es  difícil, otras veces todo se vuelve borroso. Uno puede llegar a perderse, o no saber que dirección tomar. Pero al final termina decidiendo. Porque ese es su camino. Un camino lleno de momentos felices, tristes, amargos, alegres, duros... pero todos y cada uno de ellos, único, irrepetible, forma parte de tu camino y de ti mismo. Y al final, como todo camino, termina.-

-¿Y eso es lo malo de la vida, que siempre acaba con la muerte?-  

-No. La vida no acaba con la muerte, no. La vida acaba justo como uno quiera que acabe.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Creo que la vida es como este cuadro. En el mundo hay muchas cosas que son totalmente amarillas, absolutamente azules o indiscutiblemente rojas. Pero también hay otras cosas que son distintas. Que no tienen un color definido, que surgen de la mezcla de otros muchos colores y que son irrepetibles. Eso no las hace ser mejores ni peores. Solo diferentes.

martes, 14 de septiembre de 2010

Recuerdos.

Y busco entre el recuerdo. No hay nada.
Siempre, y solo, permanece el recuerdo, . Idéntico. Semejante.
De espectadores, la calle baldía, con
cada baldosa, nube y gota.
Desean, y desean.
Y mis labios desean decir tu nombre.
No
No saben. No pueden.
Y mis piernas quieren seguirte.
No
No saben. No pueden.
quiero ir, quiero y no puedo.
porque siempre desapareces.
No cambia el recuerdo.
Cada día. Cada día que te recuerdo
veo tus pasos marchando por siempre calle abajo.
Y nunca cambia, nunca. Nunca cambia el recuerdo. Nunca es otro.
Nunca aquellos que pudiendo ser jamás fueron.
Nunca te giras, te veo, me miras, te toco, me acaricias, te amo, me besas...
En el recuerdo, en el recuerdo, siempre te marchas en el recuerdo. Siempre calle abajo.
Siempre en el recuerdo, del día en que para no volver te fuiste.
Y ni te veo ni te veré desde entonces,
ni te veré más que en el recuerdo
en el que irte por siempre te veo.

domingo, 12 de septiembre de 2010

A unos 10 metros. (AKA: A unos 10 "minumetros")

Este relato es muy especial para mi. Además de ser uno de los mejores que he escrito, con el reviví un premio en un concurso en Plasencia y viví un viaje extraordinario que siempre guardaré en mi memoria como uno de los mejores momentos de mi vida.
Es un poco duro, pero espero que os guste.

(Finalista XXXI Concurso Literario Gerardo Rovira)


"Me acaban de quitar la bolsa de la cabeza. Esa bolsa estaba oscura y olia mal. Nos bajan del camión. Otros camiones pasan entre nosotros. Supongo que en ellos van más como yo. Nos colocan en fila y nos golpean, nos golpean con una estaca para que avancemos !Duele, duele muchísimo! Ya veo el cadalso, lo tengo ¡me duele! a unos 10 metros ¡ah!. Creo que me han roto el brazo, me duele y sangro. Me cae sangre por el codo y no lo aguanto, me duele demasiado, no lo aguanto. Lo tengo a unos diez metros pero me ponen otra vez la bolsa en la cabeza, no veo nada, tengo calor. En este país siempre hay mucho calor o mucho frío, en este país no hay términos medios. Tengo miedo, siento los golpes, los gritos, el dolor, el olor asqueroso de la bolsa que tengo en la cabeza, la gente grita, se escuchan golpes, no nos dejan avanzar, algunos lloran, lloran, lloran como ella lloró cuando tuve que... tuve que pegarla y no quería. Desde que nos casamos creo que ella sabía lo que yo era, y nunca le importó, Era muy hermosa y lloraba porque tuve que pegarla, y lloraba, pero tenía que ser así, ambos lo sabíamos, porque era ahora una mujer casada, y c8ando una mujer casada en este lugar no tiene los ojos morados e hinchados, o algún hueso roto, sus amigas hablan, ellas se enseñan los golpes, presumen de ellos, y si no los tienes la policía religiosa empieza a hacer preguntas, y ella pasó todo el día llorando, y yo también, pero sería peor la policía femenina, malditos... ¡Ah! Me han golpeado en la pierna, nos ponen de rodillas, el calor de la sangre me baja por el brazo, malditos, ellos crearon la policía femenina. Ya no sabes que mujer puede denunciar a la que no tienen golpes, teníamos miedo. Tengo miedo, nos hacen avanzar, avanzamos muy lentamente ¡ZAS! Escucho la cuerda de la horca tensarse, las manos despellejándose intentando aferrarse a algo, las uñas rotas arañando la soga, los gritos desgarrar en medio del ahogo, los golpes, las patadas, la sangre correr sobre la piel, está caliente, no aguanto el dolor. Pegarla no sirvió de nada. Cuando la descubrieron la castigaron a ella, la lapidaron, obligaron a sus familiares a matarla, a lanzar aquellas piedras que quebraban sus huesos, a sus amigos, a arrancarle la vida de la piel. Rogaba. Lloraba. Imploraba. Moría. Afortunadamente no teníamos hijos, si no, ellos tendrían que haber lanzado las últimas piedras contra los restos de su madre mientras viviese. No pude soportarlo. Me obligaron a verlo. Yo la maté, murió por mi culpa. Si no hubiese... ¡Ahh! Me siguen golpeando, ese garrote se hunde en mi carne, no puedo oír nada, me ahogo, el ruido es ensordecedor. -¡Caminad, malditos asquerosos!- Solo se escuchan gritos ensordecedores. El calor de la sangre me lame el brazo. Cuando mi familia se enteró nadie quiso acercarse a mi, todos me repudiaron. No les culpo. Si hubieran hecho alguna otra cosa habrían ido detrás de mi. Tal vez vallan de todos modos. O quizás les están obligando a verlo. Si, seguramente tendrán que ver a su hijo morir. Primero verán como me dejan caer colgando de la cuerda. Con un poco de suerte me desnucaré en el acto, si no, tendrán que ver como... ¡Caminad, malditos asquerosos!- Ningún, ningún padre debería ser condenado a ver como su hijo... Les obligarán a verlo. Y después ellos tendrán que agradecer a la policía religiosa que hayan ahorcado al infiel de su hijo. Lo se porque ¡Ahhh! Nos siguen golpeando. Lo se porque ya he visto a demasiados padres tener que alabar a los asesinos de sus hijos. Si no me desnuco, la asfixia... lo he visto demasiadas veces, el cuerpo se mueve violentamente. Lo peor es que es lenta, lo se porque lo he visto, porque desde niños nos obligan a verlo. Ella me advirtió, me dijo que era peligroso, pero lo hice. Nos arrojan al suelo y ¡Ahh! Nos dan patadas. Siento el dolor en las costillas. ¡Por favor parad! No aguanto el dolor. Intento protegerme pero cadenas me sujetan por pies y manos. No puedo respirar. Me agarran por el brazo que me han roto. ¡Ahh!El dolor es insoportable. Antes tenía la muerte a unos diez metros, hemos caminado unos pasos, pero no se si estamos más cerca. Ella me dijo que no debía hacerlo, pero no la escuché. La primera vez que hablamos fue a través de Internet. Internet existe hace escaso tiempo aquí, debí desconfiar.. -¡Caminad perros!- parecía una buena persona. Hablamos muchísimo, me sentía bien hablando con él. -Vamos asquerosos, subid!- Subo unos escalones de madera, ya he llegado. ¡ZAS! Una soga tensándose. Ruido de uñas rotas, de manos despellejándose desesperadas por aferrarse a algo, de piernas moviéndose compulsivamente, de vanos intentos por respirar. Me sentía bien hablando con él, me ¡ZAS! Encantaba. Creo que me había enamorado. Pero ¡Ahhh! Apenas se puede respirar con esta maldita bolsa. Era un policía. ¡ZAS! ¿Por que no hice caso de lo que ella me había dicho? Era de la policía religiosa. ¡ZAS! La policía entró en la casa. La lapidaron a ella. Me obligaron a verlo, me ¡ZAS! Metieron en un camión y me trajeron a este lugar. Dicen que en los países de Occidente no nos persiguen, ¡ZAS! Sería maravilloso, pero no se is será verdad. ¡ZAS! Dicen que en Occidente las mujeres tienen los mismo derechos que los hombres, que ¡ZAS! Pueden estudiar, vestir como quieran, incluso dicen que es delito ¡ZAS! que sus maridos las peguen. Las cuerdas cada vez ¡ZAS! suenan más cerca. No quiero morir. Nadie quiere morir. Mis pobres padres tendrán ¡ZAS! Que verlo. No es justo. No creo haberle hacho daño a nadie. No he hecho nada malo. Tengo miedo. ¡ZAS! No quiero morir. -¡Coged a ese!- La cuerda pasa por mi cara. La siento bajo la bolsa que me cubre la cabeza. La aprietan. El esparto me hiere el cuello. No puedo respirar, me duele todo el cuerpo, oigo algo, la trampilla que tengo bajo mis pies se abre ¡ZAS! Caigo, el dolor recorre todo mi cuerpo, me ahoga, duele, intento sujetarme a algo, se que es imposible, no puedo respirar, me ahogo, me rompo las uñas tratando de partir la soga, en inútil, me ahogo, el dolor es terrible, no puedo respirar, no puedo respirar, no pued..."

viernes, 10 de septiembre de 2010

Stay hungry, Stay foolish

Podría explicar lo que esta frase significa. Pero creo que hay alguien que podrá hacerlo mejor que yo. Todos los que escuchan este discurso de Steve Jobs (creador de Apple) Coinciden en decir que es el mejor que han escuchado nunca. Curiosamente no habla de Política, ni de economía, ni de arte ni de ciencia ni de nada parecido. Simplemente habla de la vida, del destino y por encima de todo de la esperanza. De no caer. De no rendirse. De no tener miedo.
(Clik para ver el video)

jueves, 9 de septiembre de 2010

Fotografías

Me apasiona la fotografía. Siempre que puedo deambulo por la ciudad en busca de buenas imágenes. Es la mejor forma de capturar cada instante y cada suspiro de esta ciudad. Estas son algunas de las que he ido haciendo a lo largo del año. Espero que os gusten.

















































lunes, 6 de septiembre de 2010

Knoking on the heaven´s doors

Mi canción favorita y que siempre logra arrancarme una lágrima. Compuesta por el gran maestro Dylan y subtitulada en Inglés. De una manera u otra, todos estamos llamando a las puertas del cielo.

(Clik aqui para escuchar la canción)

San Juan

1981

Los zapatos de Romain, curtidos de cuero desgastado y marrón, aplastaban con sus pasos las piedrecillas de un camino demasiado acostumbrado a la soledad de los días sin caminantes como para mostrar un aspecto minimamente cuidado. Con la única ayuda del bastón que esgrimía su mano derecha, el enjuto anciano trataba de desafiar a su edad avanzando por aquel inhóspito camino. A cada paso temblaba su huesudo cuerpo amedrentado por el terrible cansancio. Era su único aliado el nublado cielo de nubes cubierto que le protegía del azote del sol de inicios del verano. Poco apoco, sin embargo, sus modestos pasos le hacían llegar a su destino. Podría haber elegido otro camino, asfaltado y nuevo. Pero prefirió recorrer aquel que ya conocía, aquel en el que ya antes había tatuado sus huellas, y que el tiempo ya se había llevado. Se imaginó a si mismo recorriendo aquella aplastada tierra décadas atrás. No pudo evitar aquella horda de sentimientos agolpándose en su mente. Una vida entera lidiando con ellos era demasiado. Quizás por eso había regresado a aquel pueblo en el que solamente había pasado un día hacía más tiempo del que era sano recordar. Allí, donde todo había empezado. Desconocía la razón por la que había terminado aquel viaje. Desconocía que le había impulsado a ir allí. Estar en paz con sigo mismo, quizá. La necesidad de hacer lo que hacía años debía haber hecho, ahora, antes de morir.
Mientras su mente trataba de esquivar estas cavilaciones llegó a una curva del empedrado que le permitió ver en la lejanía. Solo se veía el mar. Era enorme. De infinita quietud. Eterno, idéntico, el mismo mar que había contemplado tanto tiempo atrás, desde aquel mismo lugar. A sus pies, una pequeña mancha gris y rojiza se agazapaba en un borde. Era el pueblo.

Poco habían cambiado las calles a lo largo de medio siglo. No le costó trabajo orientarse. Reconoció cada pétrea fachada, cada hogar y cada acera. Un impulso que no supo controlar le llevó a la plaza mayor. De envidiable tamaño, iglesia, ayuntamiento y viejos edificios de rostro ennegrecido flanqueaban tres de los cuatro lados, dejando en del sur para en azul del mar. Nada rompía la armonía del lugar salvo una cosa. Romain tardó unos instantes en percatarse de la presencia de una masa de madera en el centro del lugar. Sabía demasiado bien la poca vida que le quedaba a aquella leña. Su corazón se aceleró. Sus recuerdos malditos volvieron a sangrar. Ver aquella madera le hacía volver a vivir, volver a sufrir...
Acelerando el paso llegó a la bahía. Era lo que más había cambiado de todo el pueblo. Un ejercito de férreos penachos de humo habían sustituido a las blancas velas. Cortaba el mar una gigantesca cicatriz de hormigón donde los diminutos cascos se agolpaban. A su izquierda, no obstante, encontró una calle que le era familiar. Hacía años la había observado desde la lejanía. Pero no la pisó. La pisaba ahora por primera vez en su vida. No pisarla cuando pudo, cuando debía, aquel fue su mayor error. Allí su vida expiró. Permaneció unos instantes quieto, sin pensar en nada más que en el nudo que oprimía su garganta y apastaba su pecho impidiéndole respirar. Miró a su alrededor. No sabía a donde ir. No sabía ni siquiera la razón de estar allí, mucho menos donde ir. Cuando ya empezaba a asfixiarse bajo el peso de remordimientos y preguntas sin respuesta reparó en un papel que había pegado en una farola. Era una esquela. Tenía ya unos meses de antigüedad y el húmedo azote del viendo del mar casi lo había arrancado por completo. Al principio no pudo creer lo que sus ojos le susurraban. Una mirada más próxima y certera eliminó todo atisbo de duda. Era inconcebible, pero posible al fin y al cabo, y lo estaba contemplando. No había duda. En aquella esquela un nombre estaba claramente grabado. Carmen Herrero.


1927

Aquel pequeño pueblo era la última parada. Romain y sus amigos lo sabían y ya se comenzaba a respirar un inusitado optimismo. No pesaban ya nada los bártulos y cajas abarrotadas por los más diversos y rocambolescos artefactos. Como una procesión de pesonajillos salidos de un cuento aquellos individuos de fantasía, cubiertos de piel pintada, coloridos y asimétricos ropajes, relojes y adornos desproporcionados y mirada con locura contenida serpenteaban por un pequeño aunque cuidado camino que moría en una mancha del horizonte con contorno de muros chimeneas y tejados. Hacía tan solo unos meses atrás Romain habría abominado de acercarse a aquella caravana de esperpentos, más ahora se refería a ellos como su “segunda familia”. No fue fácil encontrar un lugar apropiado, pero ahora aquel grupo de feriantes le ofrecía una perfecta protección, al menos por el momento. El calor de los inicios de verano, ya había salido al paso de los caminantes haciendo tortuoso su fantástico peregrinar. Mientras el sol se ocultaba decidieron los compañeros de Romain asentarse en una generosa explanada situada a la entrada de la villa. Desembalar y montar casetones, estantes y tenderetes fue todo uno. Lo cierto es que al caer la noche ya todo estaba dispuesto. Romain era con mucho el más ocupado y a la vez el más liberado de todo el grupo. No era feriante de profesión, sino que el simple azar le había llevado hasta aquella explanada. Decidió separarse unos instantes del grupo. El notable ajetreo hizo que nadie notara su ausencia. Todo su equipaje se reducía a unos papeles y un par de lápices. Unos pasos indecisos y perdidos le llevaron a un lago que se acurrucaba entre unos frondosos arboles. Aprovechó uno de ellos para sentarse y comenzó a escribir en sus papeles. En aquel momento agradeció Romain el haberse criado en una familia no demasiado mala, lo suficiente amenos como para que le permitiera conocer a las grandes aventuras de Verne, Salgari, Humborzt y otros tantos. Rememorar las tardes que en su niñez había empleado en recorrer el mundo contenido en aquellas páginas le permitía ahora poder juntar unas pocas palabras con mínima decencia. No le costó trabajo ser aceptado entre los feriantes que le acompañaban. Hacía poco que la muerte se había llevado a su anciano escritor y necesitaban a alguien que dijera a los actores de su teatrillo móvil lo que habían de recitar. La verdad era que la función tenía pocas variantes de un pueblo a otro. Siempre solía ser la misma historia, el mismo rey medieval, el mismo brujo malvado separando al mismo aventurero y aguerrido valiente de su deseada dama y siempre triunfando este sobre la adversidad. La gente aplaudía, chillaba, se cerraba el telón y los mismos personajes, las mismas aventuras se acomodaban en los carruajes y ponían rumbo al pueblo más cercano. Sin mas titubeo, el lápiz de Romain comenzó a rasgar los quebradizos papeles. Pronto dejó terminada la obra con todos los retoque necesarios. Aprovechando que el sol todavía le dejaba unos minutos de visión, se sacó del bolsillo del pantalón una cuartilla en blanco y dejó a su mano narrar. Lo que comenzó siento una simple tontería terminó acelerando su pulso. Palabras insospechadas en su vocabulario comenzaron a brotar. Amor, deseo, pasión, y otras de igual calaña. Romain se sorprendió. Se dijo a si mismo que no se explicaba la naturaleza de aquellas palabras y se guardo la hoja sin más. Así pasaron un par de horas. Cuando el escritor regresó a donde sus amigos le aguardaban impacientes les dio los papeles. Ahora todo dependía de ellos. No había problema, tenían buena memoria, en media hora todo estaría listo. Así, Romain deambuló entre el colorido y musical espectáculo. Una infinidad de antorchas daban luz al lugar mientras de aquellas estatuas siniestras y misteriosas que las chimeneas dibujaban sobre la noche empezaban a escupir pequeños grupos de extraños y curiosos que se acercaban a los tenderetes, preludio de que la noche sería generosa. La cálida y agradable brisa de las noches de verano, traída hasta allí por obra del mar, inundaba toda la feria con un mágico aroma. Las gentes se afanaban en ver aquellos hombres ataviados como los hechiceros de otras eras haciendo malabares con mazas incendiadas, mujeres cubiertas de brillantes escamas haciendo imposibles ejercicios de contorsionismo, música arrancada de las leyendas de los niños. Trucos de magia tan siniestros como espectaculares. Miles de imágenes, olores y sensaciones huérfanas de palabras que las nombraran.
La gente chillaba, vibraba y se maravillaba cuando en sus ojos se reflejaba lo inverosímil hecho realidad, mientras los niños emulaban con ramas de árbol a los guerreros de antaño. Esquivando como podía al creciente gentío, Romain avanzó hasta plantarse delante de una multitud que silenciosa observaba unos acordes que la imaginación dibujaba en las estrellas de la noche. Unos pocos pasos al frente le sirvieron a Romain para contemplar el origen de aquella armonía. Una guitarra forjada de madera casi negra hacía puntear sobre si unos dedos que con su hacer contoneaban un cuerpecito recubierto de volantes y lunares. Una melena negra como el carbón y una piel morena delataban lo que el resto de rasgos no ocultaban, una ascendencia española, quizá portuguesa, aireada con la alegría de una danza levemente desconocida para los de aquel lado del mar. Desbordaban la cara dos ojos oscuros que hacían invisible su estatura recatada mientras sus pies descalzos golpeaban la tarima con un ritmo que enloquecía a quienes la contemplaban y la sumergía en un mar de aplausos. No supo Romain cuanto tiempo permaneció petrificado ante aquella fina y frágil silueta. Solo tras un largo lapso se percató de que su mano se aferraba con fuerza al papel que había ocultado en su bolsillo.


1981

A Romain le era casi imposible avanzar en contra de la corriente. Una interminable hilera de personas descendía por la empinada calle de adoquines con destino a la pila de madera que antes había observado. El tibio y anaranjado sol que todavía iluminaba desde la lejana llanura permitía ver a gentío portando decenas de antorchas, cantando canciones y bebiendo. Romain era el único en aquel pueblo que subía adoquines arriba. A los pocos minutos llegó a un lugar en donde la algarabía, amedrentada, parecía haberse disuelto. El cementerio. Sus zapatos recorrieron la hierba recién segada hasta chocar con la contemplación de una lápida. Una nube de luciérnagas irradiantes había tomado el lugar marcándolo con su fluorescencia. La brillante luz permitió a Romain leer con total claridad lo que la lapida tenía que contarle. No era otro nombre que el que esperaba. Se acercó, esperando, rezando para que su mirada le hubiera engañado, clamando para que su locura le hubiera dominado. Nadie le escuchó. Las letras permanecieron inmutables en la pétrea pared. Soltó su bastón. Calló de rodillas. Lloró. Miró la luna y ella le devolvió la mirada. Y se marchó.


1927

Romain había madrugado aquel día. La ausencia de quehaceres le tentó para recorrer el pueblo. Parecía un lugar agradable. Una interminable formación de casas de piedra nadaba entre el aroma de agua salada y los gritos de los niños jugando. Cuando llegó a la bahía se quedó maravillado contemplando el mar. Solo unas pocas veces lo había contemplado antes. Veces demasiado lejanas como para recordar adecuadamente aquella inmensidad. Nunca desde que se había marchado de su hogar. Un enjambre de cascos de madera coronados por sus plegadas alas de tela chirriaban con el constante repicar de listones y sogas. Ante aquella magia, aquella maravilla, Romain olvido todas sus palabras. Simplemente espiró. Cerró lo ojos y se sintió libre. Se sintió vivir.
Pronto, tras despegarse del mar, los ojos de Romain repararon en otra obra de magia. La bailarina. La que tanto le había maravillado, tomaba un café sentada en una silla ante el imponente paisaje. En la mente de Romain se sucedieron una y otra vez las veces que el la había contemplado desde que trabajaba en la feria. Y las tantas que queriendo pronunciar palabra no había podido. Con un nudo en la garganta se acercó a saludar. Ella le recibió con inigualable sonrisa. Romain se olvidó del mar. No veía más que dos inmensos ojos negros, que su propio miedo a contemplarla demasiado, que su corazón acelerándose. Solo su liviana risa le hacía respirar, solo cuando accidentalmente sus pieles se rozaban Romain podía imaginar lo que era vivir. Se sentía pequeño, enjuto a su lado. Y sin embargo en ningún otro lado podría sentirse mayor. Unas horas después ambos caminaban de regreso a la feria. Las palabras cruzadas sobre temas intrascendentes eran una excusa perfecta para que Romain pudiera escuchar su voz. Más de una vez se había decidido a decirle algo distinto. Y siempre que lo había intentado había caído, había enmudecido. Llegó a odiarse a si mismo, a su cobardía. No soportaba más arder por dentro cada vez que se cruzaba con ella. Pero cada noche, cuando de nuevo terminaba la función, tenía que soportar ver como se marchaba a su tienda. Sin él. Una noche más.
Mientras paseaban ambos contemplaron una pila de madera en mitad de la plaza. Solo en aquel momento se percataron del día en el que habitaban. Preludio de la noche de San Juan.

La tarde se hizo corta. La preparación de todos los artificios para ocasión tan peculiar requería tiempo. Romain ayudaba en el montaje del teatrillo. Mientras se alejaba para disfrutar de un cigarrillo descubrió algo que le sobresaltó. Desde una carretera de montaña ondulante y elevada que daba en el pueblo descendía un vehículo. Negro y gris, de ruido asfixiante y humareda insoportable cruzaba la llanura hasta la puerta del pueblo. Romain se cercioró en el momento en que le vio. Era él. Era el que le estaba buscando. Los que querían atraparle. Instintivamente se ocultó entre la maleza. Una vez el coche hubo abandonado su visión, Romain corrió hacia su tienda. Recogió con avidez cada uno de sus enseres y se preparó para retomar su constante huida. Mientras salía se detuvo precipitadamente. Sacó de su chaqueta un papel. Estaba escrito. A un margen anotó algo.


1981

El anciano viudo tenía una casa incomprensiblemente alta. Los agudos ventanales del piso superior arrojaban luz a toda la edificación, inundandola de sombras y formas inimaginables para mente cuerda alguna. Los góticos relojes, con su maquinaria al aire, parecían espectros mecánicos observando a los perturbadores de su descanso. Las vigas de madera ennegrecida rechinaban con cada brizna con la que el viento las sacudía. La silueta del anciano viudo se acercó portando dos tazas hasta conde Romain estaba sentado. Era su aspecto el de un verdadero espectro, coronado por un rostro que parecía curtido por las mismas paredes pintadas de humedades de aquella casa. Los pocos y grisáceos mechones que poblaban su cabellera cubrían una tez pálida y llorosa de rasgos oscurecidos. Tras disculparse vagamente por el desorden iniciaron una discreta conversación. :- ¿Entonces, de qué conocía usted a mi esposa? Verá, durante un tiempo Carmen y yo trabajamos juntos, hasta poco antes de venir a este pueblo. A decir verdad, desconocía la triste noticia. Supongo que habrá sido especialmente difícil.- Era una esposa perfecta. Cualquier hombre la había deseado. Recuerdo el primer día que la vi. Estaba frente al mar, en plena noche de San Juan. Parecía triste. La reconocí de la feria. Me acerqué para hablar con ella, por simple compasión en un principio, luego bailamos, luego... Nos casamos- La voz del Anciano viudo se detuvo para contener en llanto. Cada palabra se clavaba en el alma de Romain como un puñal. -Lo siento, discúlpeme- El anciano viudo se incorporó con rápida dificultad y se fue a la estancia anexa. Romain hizo lo que desde hacía ya un rato deseaba. Caminó con calma hasta un joyero. Desgastado el cuero en las esquinas, su estado revelaba su edad. Introdujo la combinación que creía recordar. Entre feriantes no había secretos. La cerradura cedió. Abrir la tapa superior le sobresaltó. No había joyas en su interior, no documentos ni dinero. Solo un papel. Un pequeño papel. Romain lo reconoció. Retrocedió varios pasos sobresaltado. A su espalda, el anciano viudo observaba con quietud. :- Ya lo ha descubierto. Yo me sentí igual hace cincuenta años, cuando se lo dejó abierto. Era una buena esposa, una buena mujer, por ello nunca le dije nada. Ni nada le reproché. Pero nunca olvidé ese papel. Nunca lo olvidé. No se quien era. Pero se que le amaba. Alguna noche la sorprendía leyéndolo. Ella me daba excusas que yo quería creer. Al fin y al cabo fuimos felices muchos años. Últimamente, cuando la enfermedad avanzaba, cuando las fiebres la dominaban y transformaban la realidad en delirios hablaba de él. De un hombre que había estado en su grupo de feriantes. Escribía pequeños teatrillos para ganarse el pan y un día desapareció sin más. Nunca la escuche pronunciar su nombre.- Romain no reaccionó, no supo como. Recogió el papel y se marchó. Incluso olvidó su bastón. Nada le dijo el anciano viudo. Temía que aquel hombre simplemente había recogido algo que siempre había sido suyo. Con lentitud, recogió las tazas y se retiró.


1927

La noche había caído y las llamas se habían levantado. Los trapecistas, músicos, y faquires de la noche anterior habían dado paso a la danza del gentío ante la gran hoguera. Decenas de negras siluetas saltaban ante la luz de la madera ardiendo. Los gritos y canciones derramadas junto al vino inundaban cada resquicio de las calles. Romain corría entre el gentío. Con cada mirada trataba de reconocer a las personas que le rodeaban, temeroso de ver en ellos a sus infatigables perseguidores. Su correr le llevó hasta un refugio del ruido y la fiesta. Era este el mejor lugar, a salvo de perseguidores y extraños. Caminó en círculos unos instantes. No sabía que hacer. Solo sabía que tenía que escapar. Otra vez. Como cuando llegó huyendo a la feria. Volver a huir. Quizá en uno de aquellos barcos, como polizonte, hasta un puerto cercano. Desde allí, quien sabe, Alemania, Italia, España, o América quizá. No lo sabía. Instintivamente, y mientras caminaba compulsivamente de un lado para otro, sus ojos chocaron con una figura. De pie, ante la quietud del mar nocturno, Carmen, la bailarina, contemplaba la lejanía. Romain la miraba. Sus músculos apenas podían reaccionar. Avanzó un par de pasos. Quiso ir hacia ella. Quiso correr, volar hacia ella. Y no lo hizo. Frenó en seco al verla, con su busto perfecto, con sus ojos inundados de luz en medio de la noche. No, no podía. No podía condenarla a una vida como fugitiva, a la que sería su vida. Había cometido errores. Había obrado mal. Ahora pagaba las consecuencias. Aquel era su martirio. No condenaría a la persona que mas quería a sufrirlo. No podía. Se volvió y caminó hacia uno de los barcos. Se repetía esas palabras a si mismo una y otra vez. Se introdujo en uno que estaba a punto de zarpar agracias al despiste de los marineros. El barco zarpó. Por última vez pasó ante la bahía. Por última vez contempló a la mujer que más había amado y que más amaría. Al verla, tan maravillosa desde su maloliente escondite no pudo evitar ver como sus frases se desmoronaban antes incluso de que las pronunciara. Era verdad que se odiaría a si mismo por arrastrarla a la vida de fugitiva, pero incluso ese precio hubiera aceptado de no ser por otro mayor. Ella, la primera de todas las mujeres, aquella mujer de sonrisa eterna, de calor en la noche más fría, de luz en la oscuridad, aquella mujer preciosa y encantadora, aquella mujer que podría elegir a cualquier hombre de este mundo, ¿por que arriesgaría su vida por un fugitivo sin destino? Por ello zarpó Romain con su barco. Y por ello no volvió a verla. Y por ello deseó no volver a amar. Porque no quería volver a perder. Mientras el fuego devoraba la silueta de Carmen en el horizonte Romain arrojó al mar lágrimas que la profundidad devoró para siempre.


1981

Romain estaba petrificado ante la hoguera. Nada había cambiado desde 1927. Era el mismo fuego, iluminando las mismas danzas. Siluetas embrujadas, formas solamente soñadas hasta aquel día suelos hechos de carne, música y sudor. Romain estaba impasible. Nada en el vivía. Nada podía sentir. Su acartonada mano sujetó un papel. Un papel en el que un día había escrito palabras como “amor, deseo, pasión”. Al margen, una frase, una frase que había escrito poco antes de escapar. Una frase en la que le decía a una mujer que le aguardara, que esperara por el en mitad de la noche, junto a su hoguera, que estarían juntos para siempre. Una cita a la que no pudo ir. Una promesa que no pudo cumplir. Una vida que no pudo vivir. Se acercó a la hoguera. Imaginó a Carmen leyendo por la noche aquella carta. Preguntando por un hombre que nunca apareció. Llorando. Llorando por su culpa. Por su cobardía. No se perdonó hacerla llorar. Romain maldijo, maldijo aquellas palabras que nunca dijo, todas aquellas que nunca se atrevió a decir, que nunca brotaron de sus labios, gritó, gritó por aquella vida que no se atrevió a vivir, aquella mujer que no se atrevió amar, aquel dolor que nunca pudo olvidar. Con un movimiento seco lanzó el papel al fuego. Contempló aquellas palabras arder. Miró como la hoguera de San Juan devoraba su alma por segunda vez en su vida. Miró como el resto del mundo era ajeno a su dolor, se sintió solo en el mundo. Y, mientras el fuego devoraba los últimos restos de recuerdos, las palabras arrancadas del alma, Romain se marchó.
          

Iupinam Por: Roberto H. Roquer



Mamadou.

Como cada día desde hacía ya meses el sol asfixiaba a cuantos se atrevían a colocarse bajo él. Entre el apestoso olor de excrementos y animales muertos del camino que cruzaba aquel desierto solamente rompía el silencio la nube de polvo que levantaba la camioneta destartalada de Mamadou. Las ruedas sostenían apenas un oxidado y chirriante armazón que, avanzando más con pena que con gloria, era el único punto de referencia del paisaje que ofrecía la llanura Sudanesa. Mamadou conducía, si así se le puede llamar, aquel artefacto sin prestar atención a la inmensidad de tierra árida y espejismos que le rodeaban, reaccionando solamente cuando el sudor de su cara se deslizaba hasta sus ojos cegándole. Es por ello que solamente pudo reparar en la figura que al borde del camino le hacía señas cuando ya casi estaba sobre ella. Frenando improvisadamente trató de colocarse a su vera. No por querer interesarse por lo que aquel desconocido tuviera que decirle. No porque algún tipo de curiosidad se lo impusiera. Sino por la silueta que desfallecía sobre los brazos de aquel hombre. A pesar de las duras condiciones habría Mamadou jurado sobre la tumba de sus antepasados que aquel bulto correspondía al cuerpo de un niño. Pudo constatar su sospecha cuando descendió del vehículo y observó una cara ensangrentada de nueve, diez años, a lo sumo, mirándole con unos ojos casi cerrados. Las moscas se habían hecho multitud entorno a una herida abierta en su pecho desesperadamente tapada con hojas y trapos. El rojo había cubierto casi todo su cuerpo, por el sol y la arena quemado. Mamadou trató sin éxito de limpiar su cara. Obtuvo por respuesta un leve movimiento de ojos del pequeño antes de que estos se cerraran lentamente. Solo tras esto se percató de que todavía no había reparado en el individuo que sostenía al pequeño. Levantó su mirada para contemplar una cara sombría, de sudor totalmente atestada, en la que yacían ojos caídos y esquivos. Tras este nimio lapso el hombre preguntó a Mamadou por la ruta que llevaba y si iba a pasar por una aldea llamada Ngala. Tras contestar que pensaba pasar cerca y podía desviarse para dejarles alli, ambos hombres llevaron al niño a la parte trasera de la camioneta. Pocos minutos después, ya había Mamadau reemprendido su camino. Fueron estas las únicas palabras que a lo largo del viaje Mamadau y el hombre cruzaron. El chirriar de motor, hierros y piedras solamente se violaba por la entrecortada, casi inexistente, respiración del niño. De vez en cuando, un pequeño tosido que escapaba de aquellos pequeños labios resonaba en el metal de la camioneta alegrando y entristeciendo al tiempo a los que allí estaban.

El pequeño grupo cruzó el día hasta que la noche les obligó a parar. La fortuna les obsequió con una vieja cabaña abandonada en la que pasar la noche con una cierta comodidad. Las paredes, casi totalmente derruidas y solamente sustentadas por algunos montones de piedras que apenas se cubrían con un techo de paja prácticamente inexistente ofrecían un refugio. Con cuidado, Mamadou colocó al niño en un lecho improvisado con algunos trapos sucios que llevaba en su camioneta. Tras contemplar unos instantes el escuálido cuerpo herido y delirante que a cada segundo trataba de luchar por seguir respirando se dispuso a dejarlo en la calmada oscuridad de aquel rincón cuando sintió algo en su mano. Una muy ligera presión parecía apretar sus dedos mientras tiraba de su brazo. Mamadau se giró sobre sus tobillos y descubrió como el delgado brazo del niño se aferraba al suyo. En ese momento Mamadau se acercó y descubrió los ojos del muchacho. Nunca los había visto tan de cerca, ni tampoco tan grandes. Le miraban fijamente. Parecían temerosos, asustados. La respiración del pequeño se volvió frenética y entrecortada. La mano cada vez apretaba con fuerza mayor. En ese momento Mamadau descubrió que no le miraban a él aquellos ojos, sino que miraban al infinito, a la oscuridad. Estaba teniendo una pesadilla despierto. Probablemente estuviera alucinando o delirando. Era algo habitual cuando las heridas como aquella se infectaban. La boca del niño trataba enloquecidamente de pronunciar algo. Mamadou no logró entenderlo. Simplemente siguió allí, apretando la esquelética manita contra su pecho. Al poco el rapto había terminado y se había desvanecido en un tenue sueño. Mamadau dedico unos segundo a contemplar como se cerraban aquellos ojos que solo instantes antes le habían mirado enloquecidos y temerosos viendo en el sabe Dios que horror. Mientras dejaba al niño, descubrió algo en su piel. Bajo uno de los plieges de su ropa había algo escrito. Con una mano trémula y tratando por todos los medios de no asustar ni desvelar los sueños del niño aparto su prenda para descubrir algo que le sobrecogió.

El hombre había prendido un pequeño fuego empleando los restos de lo que alguna vez había sido los marcos de unas ventanas. A la luz de la hoguera la edificación parecía todavía más espectral. Las ondulantes sombras de las llamas dibujaban sobre la pared lenguas oscuras y siniestras que parecían acechar a los que allí indefensos estaban. La luz de la luna se colaba por entre las grietas de las paredes cortando la noche como un cuchillo de plata mientras la arena levantada por el viento de fuera rodeaba y azotaba el refugio. Mamadou se aproximó al hombre y, sin siquiera sentarse, comenzó a interrogarle:- El niño, tiene sobre su piel su nombre escrito, lo he leído, trae “Iupinam”- -Bueno,- Contestó el hombre -Supongo que en su aldea esa tradición será común- -No me mienta, se demasiado bien lo que ese tipo de tatuajes significan, yo mismo me hice uno hace mucho tiempo, asi que dime la verdad ahora mismo o te dejaré aquí y me iré- -¿Que verdad quieres que te diga, amigo? Si tu mismo tienes uno entonces ya sabes lo que significa. Ese niño era, es, un soldado.

Mamadau estaba tenso. La mera idea de haber compartido su camioneta con miembros de algún ejercito le horripilaba. Si alguien lo descubría, podía significar su muerte y la de toda su familia. Tenía miedo. Ya había perdido demasiado en la guerra años atrás. No perdería ahora. Mataría al hombre allí mismo, en plena noche, en cuanto al niño...
-No tienes por que temer nada, nuestra guerra está muy lejos de aquí.- -¿Entonces, por que recorríais ese camino? ¿Que os traía a estas tierras?- Nada, simplemente trataba de ser un buen hombre.-
Mamadou quedó perplejo ante semejante contestación. Se acercó al hombre. Observó como el vacío de su negra mirada se quemaba en el brillo de la hoguera. Se sentó a su lado.
-Creo que imagino lo que ocurrió. Él y tu erais amigos. Amigos de armas. Compañeros. Pero un día él recibió un balazo, y tú quieres llevarle a algún lugar antes de que muera. Es eso, ¿Verdad?-

Los ojos del hombre apenas podían permanecer abiertos. Se habían alejado del fuego de la hoguera y ahora se dirigían hacia el simple infinito de la oscura noche colocada al otro lado del hueco de la puerta.
-Antes de... antes de perder el conocimiento. Justo cuando había recibido el disparo. Cu...Cuando le fui a recoger estaba ensangrentado. Las balas me rodeaban, pero yo no me percaté de ello. Simplemente le dejé en un lugar resguardado. Entonces me miró y me dijo la única palabra que ha pronunciado desde entonces. Acercó su boca a mi oído y me dijo “Ngala” Yo, yo conocía esa aldea. Hacía algún tiempo había estado allí. Luego... nada más. Emprendí el camino. Juré que moriría en su hogar. Aunque fuera lo último que hiciera en mi vida.

Mamadou bajo su mirada. Se avergonzaba de haber amenazado a un hombre como aquel. Tras un prolongado silencio, Mamadou se incorporó y se aproximó a donde Iupinam descansaba. Se acomodó en una esquina. Cerró los ojos. Y dijo:- Será mejor que duermas algo, mañana tendremos que partir pronto-.

Apenas permitieron que las primeras agujas del alba se adelantasen a ello. Los dos hombres y el niño iniciaron con la mayor prontitud su viaje. Esperaban llegar al pueblo lo antes posible. Tenían que hacerlo. O no habría ya razón para llegar. A cada minuto, segundo que pasaba El pequeño cuerpo de Iupinam estaba más débil. Desde la noche anterior había empezado a sudar desproporcionadamente. Su respiración era violenta e irregular. Sus ojos no habían vuelto a abrirse desde la noche anterior y su pecho apenas latía ahora. Parecía mascullar en sueños algunas palabras. Mamadau se percató de ello. Deseó que los delirios de Iupinam le trajesen a su familia. A sus seres queridos. Deseó qué amenos en sus últimas horas pudiera estar en paz y feliz. Al otro lado el compañero de travesía de Iupinam conducía con toda la velocidad que la camioneta daba de si. Atravesaba las cicatrices de la desértica llanura en mitad de una tormenta de arena y tierra. Mientras los jinetes se afanaban en dejar atrás el horizonte Iupinam deliraba, tosía, sangraba. Moría.


Iupinam.

Cuando el ardiente mediodía inundaba la llanura y asesinaba cada resquicio de sombra, despreciando la extrema aridez del del mediodía, la camioneta se detuvo a un lado del camino. Iupinam descendió por medio de la ayuda de los dos hombres. Habían llegado a Ngala. Iupinam abrió teunemente los ojos solo para descubrir que aquel lugar ya había dejado de serlo hacía mucho tiempo. De las casas y cabañas que componían la mayor parte del paisaje ya solo quedaban escombros, algunos todavía humeantes. En el suelo, desangrándose sobre los pozos de agua, estaban los cuerpos de lo que alguna vez fueron los animales de los pastores. Iupinam trató de caminar por su propio pie sin éxito. Sus débiles rodillas fallaron y se habría precipitado contra el áspero suelo si Mamadou no lo hubiera impedido sujetándole en el último instante. Los tres caminaron durante un trecho por aquellas calles desérticas invadidas por el silencio y la tierra encharcada con sangre y basura. Iupinam apenas podía comprender lo que sus ojos contemplaban. Los restos de los edificios que todavía pervivían, ennegrecidos, supervivientes de innumerables incendios, parecían las caras siniestras y tristes de testigos de lo que allí había sucedido y que callaban por no poder olvidar. Tras avanzar algunos metros, Iupinam volvió a desfallecer. No recobró el sentido hasta no ser llevado al interior de una de las casas que mejor se conservaban. Mamadou y el hombre que hasta allí le había llevado le colocaron sobre un colchón rajado. Allí le dieron a beber unas gotas de agua. Las últimas que llegaría a probar. Durante algunos minutos la única reacción fue un leve movimiento de parpados, más reflejo que voluntario. Mamadou salió de la estancia. No soportaba el aire viciado y agobiante que allí se respiraba. Miró a su alrededor y descubrió una pequeña capilla que presumió como el centro religioso de Ngala. Al acercarse, le golpeó en las narices el asqueroso hedor que le era tan desgarradoramente familiar. Entre las pequeñas hileras de humo que todavía emanaban desde el edificio pudo reconocer el olor de la carne humana quemada. Su mente imaginó decenas de almas, pieles, brazos, cabezas, dentro del edificio, sepultadas por las llamas. Mientras su mano se acercaba a la puerta pudo oír los ahogados gritos de las madres por sus hijos, de los hombres por sus esposas, de los niños por sus hermanos. Sus dedos rozaron el picaporte de la enorme puerta. Vio cientos de uñas rasgando desesperadas, locas, la piedra. Impulsó ligeramente la puerta. Se preparó para verse rodeado por todo aquello... No pudo ir más allá. Simplemente se alejó.
Cuando regresó a la casa Iupinam parecía estar algo más repuesto. Sus ojos estaban casi abiertos, sus brazos tenían algún pequeño movimiento. El sudor casi había cesado. No así la sangre. Trataba de pronunciar una retahíla de palabras inaudibles para los allí presentes mientras sus ojos erraban, nerviosos, entre las paredes de la pequeña estancia. Los sonidos se agolpaban en su boca mientras su minúsculo cuerpecillo se retorcía compulsivamente presa del delirio. Su respiración, fatigada, mataba frenéticamente el silencio de la derruida casa. Pero, de repente, algo diferente ocurrió. Iupinam apretó la mano de Mamadou con las pocas fuerzas que le quedaban. Trató de contener su respiración. Permaneció unos momentos es silencio, para luego girarse hacia su improvisado amigo. Mamadou descubrió en los pequeños y oscuros ojos que le miraban desconcierto, miedo, frió. Le miraba fijamente. Aunque sabía perfectamente que no le veía. No importaba. Entonces Iupinam pronunció unas palabras. Lo hizo de maneras más lenta y pausada que las anteriores. -Mama. Mama. ¿eres tu?- Aquellos ojos que desconcertados se deslizaban a través de los contornos de la estancia tratando de adivinar una figura familiar se posaban alternamente sobre los rostros de los dos hombres.-Mama, no te veo bien, ¿Eres tu?- Mamadou se acercó al oído de Iupinam lentamente. Su voz temblaba. -Mama, he vuelto, ¿Estás bien? ¿Eres tu? Entrecortadamente, luchando por no dejar escapar las lágrimas, Mamadou susurró al oído del niño:-Soy yo, Iupinam, hijo.- Mama, ves, he.. he vuelto- -Lo se hijo, lo se. Ahora trata de dormir un poco- Y, mientras se dibujaba una mueca en su cara en la que Mamadou quiso ver el atisbo de una sonrisa, mientras la respiración se pausaba y contenía, suave y diáfana, mientras los ojos se cerraban henchidos de paz, mientras sus manos, sin fuerzas, se dejaban caer al vacío, Iupinam se durmió.

El largo camino y la velocidad excesiva habían pasado factura a la anciana camioneta que, entre oxidados chirridos soportaba los haceres de Mamadou entre sus metálicas entrañas. Ya estaba lista para continuar avanzando. El viaje era largo, no había tiempo que perder. Y había sido demasiado desviarse hasta aquel lugar para... Había que partir.
Mamadou decidió despedirse de su compañero de viaje antes de irse de aquel lugar para siempre. Tras deambular en su busca por las calles le encontró en las inmediaciones de la iglesia. La sombra de la mole le cubría como una capa de oscuridad mientras se afanaba por hacer un hoyo en la tierra. Mamadou se le acercó. No sabía que decir. No sabía como dejar atrás a un hombre como aquel, como olvidar una situación como aquella, como alejar a los ojos de Iupinam de los suyos. Aquella imagen, la de un hombre cavando una tumba que debería ser la suya le era demasiado familiar. Demasiado. Finalmente, Mamadou simplemente pronunció un tenue “Adiós”.
Mientras la camioneta dejaba atrás a Iupinam, al hombre cavando, a los edificios derruidos, a Ngala, quedando a su paso tan solo una lengua de arena, trató de ver le pueblo por última vez. Le fue imposible.


Ousmane.

Pocas veces, recordaba Ousmane, haber estado en lugares como aquel. Cuando las tropas preparaban el asalto a aquella ciudad, desde hacía meses bastión del ejercito nacional de liberación, no se pudo siquiera imaginar lo que encontraría allí. El ejercito enemigo se había hecho fuerte en los enclaves estratégicos haciendo casi imposible el control de la zona. Desde las alturas llovían ráfagas de proyectiles que atravesaban sin piedad los cuerpos de cuantos se atrevían a cruzar aquellas calles. Los cadáveres, amontonados sobre los suelos mezclaban su sangre con la tierra generando a su alrededor una capa de barro bermejo y espeso. Algunos miembros mutilados se esparcían en el interior de casas destartaladas por la violencia del intercambio de proyectiles. Las tropas rebeldes empleaban a los civiles como escudos humanos, haciendo de mujeres y niños indefensos las primeras y más abundantes victimas. Los rugidos de los metralleos solo se ocultaban por los gritos de quienes eran asesinados. Ousname, junto con el resto de su compañía, se encargaron de abrir el paso del grueso de las tropas hacia el centro de la ciudad a través de una callejuela. Los disparos se sucedían desde las altas ventanas de los edificios haciendo inútil cualquier intento de defensa. Las respuestas de Ousname y sus compañeros no se hacían esperar, ametrallando cada ventana, cada resquicio por el que se adivinaba una boca amenazante. Tras la refriega inicial Ousname y algunos de los supervivientes se resguardaron en la parte baja de uno de los edificios. Los ojos del soldado buscaron a los que allí estaban. Dedicó unos instantes a capitular sobre los que habían caído. Algunos eran sus amigos. Este pensamiento se vio truncado por una ráfaga proveniente de la parte superior de las escaleras. Ousname contestó con idénticas palabras hasta que un cadáver se deslizó por los ensangrentados escalones. El grupo subió al piso superior en donde fueron recibidos por una nueva ráfaga de disparos. Uno de los disparos alcanzó al hombre que estaba al lado de Ousname, desparramando sus sesos por toda la estancia. Solo unos muebles viejos y los restos de algunas paredes fueron capaces de ofrecer refugio a los hombres de Ousname mientras trataban de sobrevivir a la masacre. Cuando las ráfagas de disparos cesaban algunos de los rebeldes atacaban a los soldados con machetes mientras estos respondían de igual manera con cuchillos. Ousname avanzó todos los metros hasta que pudo entrar en la habitación contigua a la que estaba teniendo lugar la batalla. Allí se resguardó del fuego enemigo y recargó su arma mientras descubrió que no estaba solo en ese lugar. En la reducida habitación, apretada contra una esquina, una mujer de avanzada edad trataba de consolar a un bebé que yacía entre sus brazos llorando. Una mueca de absoluto horror se pintó en sus facciones al ver a Osname. Este no contestó. No reaccionó. Tras unos instantes paralizado ante semejante estampa simplemente hizo un pequeño gesto de espíritu tranquilizador que poco o nada ayudó tranquilizar a la mujer. Dándose la vuelta, y desde un boquete situado en el otro extremo del cuarto, el soldado abrió fuego contra el grupo rebelde que, ignorante de esta nueva posición del enemigo, no se había cubierto. Una ráfaga bastó para generar un verdadero estrago entre los rebeldes. Los disparos que, llenos de rabia, trataron de sesgar a Ousmane, chocaron contra la inerte pared. Mientras tanto los otros soldados, diezmados pero no vencidos, contraatacaron con incontenible furia abalanzarse sobre los sorprendidos enemigos. La lluvia de disparos apenas tuvo contestación. Tras los fusiles, cuchillos y machetes irrumpieron sobre los enemigos.

A través de la ventana, Ousmane pudo ver como uno a uno los enemigos caían. Edificio por edificio, planta por planta, habitación por habitación, eran masacrados. Mientras observaba esto, Ousmane se percató de que uno de sus compañeros entraba en la habitación desde la que el había cambiado el curso de la batalla. Resonaron entonces los desesperados gritos de la anciana rogando e implorando hasta que una detonación de un arma hizo germinar en todo el edificio un silencio solo roto por un llanto de bebe.
Por las calles el alcohol y el odio se dieron rienda suelta en los vencedores, que a gritos se afanaban en descuartizar los cuerpos de los vencidos, alguno de ellos todavía gimiente, mientras gritaban presa de un loco frenesí. Todo el que era encontrado por los soldados, sin atender a si era rebelde, o simplemente civil, era sin piedad asesinado bajo una lluvia de golpes y machetazos, salvándose solo las niñas de entre diez y quince años, que eran llevadas por los pelos hasta los edificios en los que los soldados las esperaban. Ousmane no podía contemplar esto. Había estado en demasiadas batallas. Había visto las mismas locuras una y otra vez. No podía llamarse a si mismo inocente, ni podía decir que nunca lo había hecho. Pero volver a soportar todo aquello era algo con lo que no podía. Decidió perderse entre las calles aprovechando la oscuridad que pronto empezaría a cernerse sobre la ciudad, compensada por el brillo deslumbrante de las decenas de edificios que las llamas consumían. Apenas reparaba mientras caminaba en lo montones de cuerpos ensangrentados que bajo un mar de ávidas moscas se esparcían por cada lugar al que llegaba la vista, ni en aquel olor, mezcla de cadáveres pudriéndose al sol, sangre, sudor y carne quemada. No le era a su olfato desconocido aquel hedor. Nada de lo que encontraba a su paso le sorprendía.
Sin percatarse de que sus pasos le llevaban, errante, hasta un callejón oscuro, Ousmane reparó en algo que acababa de escuchar. Sin tiempo para volverse, una ráfaga de disparos le sacudió dándole el tiempo justo para saltar a la parte trasera de un muro sin tener que lamentar nada más que una herida leve en el hombro. Como por acto reflejo echó mano de la pistola que llevaba al cinturón y disparó contra la callejuela de la que habían venido los disparos repetidas veces hasta que un ahogado chillido le hizo parar. Avanzó, sin viajar el arma, hasta el lugar del que había surgido el grito. Allí, rodeado por un charco de sangre, yacía un niño de nueve o diez años, al lado de un arma probablemente robada a algún muerto. Una bala se había incrustado en su pecho haciéndole casi imposible respirar. Sobre su piel, solo un tatuaje el el que se leía Iupinam. Ousmane se acercó a él. Desecho todo tipo de precaución o miedo cuando descubrió la irreversible profundidad de la herida. Iupinam estaba cerrando los ojos. Sus labios se movían vagamente, como escupiendo algunas palabras inconexas. Ousmane acercó su oído a los labios de Iupinam. Tras unos efimeramente largos instantes pudo distinguir una palabra. “Ngala”.