Tres veces en toda nuestra vida nos cruzamos Gillermo Bermejo y yo. Nunca llegamos a intercambiar palabra. Solo una vez nos miramos a los ojos. Murió sin conocer mi nombre. No hay, sin embargo, otras dos pesonas en el mundo que hayan tenido un vinculo mayor.
Todo comenzó hace ya tanto tiempo que no merece la pena recordarlo. Era por aquel entonces un simple muchacho, con demasiadas metas y ambiciones en la vida como para seguir un camino. Una mañana como otra cualquiera acababa de desallunar y dejaba pasar las pesadas horas deambulando entre edificios que menospreciaba, en las cercanías de la facultad de Bellas Artes cuando el azar hizo cruzarse conmigo a una mujer. Aunque mentiría si negase que era bastante atractiva, sería otro error no decir que yo no era la clase de joven que se dejaba guiar por los meros impulsos. No sabría explicar la razón por la que me decidí a caminar sobre sus pasos ni lo que esperaba obtener a ciencia cierta siguiendolos. Solamente caminaba, sin pensar ni bacilar, hasta que llegamos a un edificio que parecía algo más antiguio que el resto. Había un grupo no muy reducido de personas a la entrada de aquella marmorea y gris edificación, enmascarada por cientos de trepadoras que escalaban por las petreas paredes. La razón de aquella concurrencia había que buscarla en la celebración por parte de algunos de los estudiantes de una exibición de sus capacidades. Nunnca hubo razón para que yo estubiera alli, ni tampoco para que entrase, y sin embargo no pude resistir la tentación de hacerlo, igual que no pude contener el impulso de seguir a aquella mujer a la que jamás he vuelto a ver.
Desde un incomodo asiento podía apreciar como, uno tras otro, aparecian un montón de jovenes que daban rienda suelta a sus pretensiones, pero de entre todos mi memoria solamente reseñó a uno. Entre el oscuro silencio del anfiteatro subió a una tarima en la que no había más colocado que un lienzo totalmente blanco. Colocó ante si unos tarros rebosantes de pintura. Primero con pinceles finos comenzó a dibujar. Siluetas de cuantos colores puedan imaginarse, sombras que parecían salidas de una alucinación y que desde el otro lado del cuadro parecían querer mirarnos. Aquel pundo blanco perdido entre la oscuridad era demasiado fuerte, demasiado poderoso, por alguna razón era imposible separar la mirada. Luegó paso a utilizar pinceles mucho más gruesos. Ya no medía los trazos ni las mezclas, ahora solo se dejaba llevar. Parecía dominado, poseido. Se podía escuchar nítidamente como los pinceles chocaban con la tela, como los pigmentos se estremecían contra las fibras. Tras esto, arrojó los pinceles y pasó a dibujar con sus propias manos. Lanzaba la pintura, la esparcía. Sus dedos eran los que creaban, no necesitaban de intermediarios. Usaba todo su cuerpo para manejar la masa, amorfa, mounstruosa. Se lanzaba contra el lienzo, lo cubría con su piel. Era imposible diferenciar uno de otro. Dos cuerpos, solo dos cuerpos había en aquel lugar, unidos por la misma naturaleza, por el mismo objetivo, por el mismo destino, aquel lienzo y aquel hombre, que parecía arrancado del mundo que había surgido de su mente. Finalmente, aquello no fué suficiente. Así, el hombre arremetió contra su obra. La rompió, la golpeó, al rasgó, la quebró. Por todo el anfiteatro volaron los vestigios de aquello que había sido un cuadro momentos antes. Solo había ahora un hombre, impregnado por la pintura, postrado de rodillas como un angel caido o un soldado herido. En el suelo clavado, respirando con toda la fuerza, mirando al infinito que había dibujado en las manchas de su piel. Solo el silencio más sepulcral clamó en aquel lugar. Nadie habló, si susurró ni aplaudió hasta varios minutos después de finalizada la escena. Solamente acuchilló el silencio gélido una palabra, brotada de los labios del artista. :-"Presentación"- Dijo. Eso y nada más.
Nadie supo encontrar una explicación clara para lo que acababan de ver y oir. Nadie supo imaginar lo que podía habitar dentro de la mente de aquel hombre. Intranquilo, quise achacarlo a las meras ansias de aquel artista por impactar, a su necesidad de destacar y generar una indeleble impresión entre todos los que le contemplabamos.
Pararon horas, días, semanas, meses y años. Quise olvidarme de lo alli visto y finalmente lo logré. Comenzé y termine con cierto éxito estudios superiores. Empecé a trabajar y fundé mi propia familia. Aquellas ansias de cambiar el mundo, aquellos esteriles sueños de ser alguien diferente a lo que el mundo tenía preparado para mi, y que me habían llevado a presenciar el más grotesco espectáculo se difuminaron en la memoria junto con el recuerdo de aquel hombre. Solo en ciertas ocasiones, cuando el ruido de una vida cotidiana se disipaba y mi mente quedaba en quietud podía escuchar aquela voz, gutural y llena de ira :-Presentación-. Solo cuando no tenía ningún sitio al que mirar me peseguia la oscuridad de aquel anfiteatro, la visión de aquel lienzo destruido, solo cuando no había nada ese recuerdo lo dominaba todo.
Acababa de celebrar mi cuadragésimo cumpleaños. Era un día gris y bastante lluvioso, parecía que el agua eliminaría cualquier traza de recuerdo de una tarde que parecía gemela de otras tantas destinadas al olvido, pero no fue aquel un día que pueda llegar a olvidar algún día. Azares que no vienen al caso habían puesto en mis manos un pase para la actuación, en una biblioteca molestamente lejana, de un artista, un tal Gillermo Bermejo. Recuerdo con un sabor de agria nostalgia que aquella fue una de las últimas veces que salí con aquella mujer con la que solía engañar a mi mujer. Asistí, más para dar esquinazo a la rutina que porque esperase gran cosa del evento. Mientras esperaba junto a un amplio grupo de personas que me recordaba amargamente lo similar que era al resto del mundo saltó sobre mi una incontenible impresión. De entre todos los alli presentes salió un individuo, un hombre que ya creía olvidado. Aquel hombre que había destruido su propia obra ante mis ojos años atrás. Su mirada había envegecido, se había curtido, parecía sufrir. Se colocó ante el gentío y solo pronunció una palabra :-"Nudo". La gente se miraba entre si con total extrañeza. Solo yo podía intuir lo que pasaría, solo yo experimentaba ese setimiento de absoluta impotencia, solo era mi corazón el que se aceleraba y mis piernas las que temblaban, el que presentía lo inminente. Hubiese sido absurdo tratar de advertir a los asistentes de lo que iban a ver, ni yo mismo sabía a ciencia cierta el orien de mi temor. Tras un largo lapso de silencio, Gillermo Bermejo se sacó un mechero y lo lanzo contra una de las estanterías. El polvorín de páginas alli recopiladas comenzó a arder mientras la gente huia despavorida. Solo yo permanecí. Solo yo pude ver como los servicios de seguridad se lo llevaban. No oponía resistencia. No había resignación en sus ojos. Solo miraba las llamas que inutilmente trataban de ser sofocadas. Sus pupilas se nimetizaban con el reflejo del fuego, los dos hacían uno. Varios dias duró el eco periodistico de aquella acción, catalogada desde lo obsceno y bandálico hasta lo vanguardista. Trate de seguir las peripecias legales de aquel hombre. Fue condenado a un año de prisión que se conmutó por el pago de una elevada multa. Nunca más supe de él. Me dediqué a buscarle en todas las exposiciones de arte, convenciones, universidades... Nada. No hera capaz de encontrarle. Todas las noches me oprimía el mismo recuerdo, el recuerdo del lienzo destrozado, el recuerdo de los libros ardiendo, aquella mirada eternamente perdida y, sobre todo, aquellas palabras, separadas por veinte años de distancia "Presentación" "Nudo". Ahora tenía algo parecido a un sentido. Cada día me sorprendía aguardando el "Desenlace" ¿Que final podía tener aquello? No podía morir sin saberlo. Aquellas dos palabras fueron los cimientos de mi obsesión. Otra vez pasó el tiempo. Esta vez no trajeron olvido, sino resignación forzosa. Unos amigos llegaron, otros se fueron. Años, meses, semanas, días y horas se sucedieron. El divorció me resultó menos traumatico de lo que esperaba. Ahora creo descubrir que qizás cometí el error de no ser un buen marido. La vegez enseña a admitir las cuestiones de la vida tal y como son, sin tener que añadir inutiles apellidos como "bueno" o "malo". Por desgracia, eso es algo que se aprende demasiado tarde. Temía ya no volver a encontrarme con un "Desenlace". Cada día que pasaba sin noticias de Guillermo Bermejo suponía una nueva razón para temer que jamás llegaría a ver culminada aquella compleja obra que había comenzado años atrás. Un día, repentinamente, estaba mareando un café mientras esperaba a que aterrizase el avion en el que regresaba la hija de mi segunda mujer cuando leí en el periodico algo que me atrapó "...y el polémico artista Guillermo Bermejo dará una charla hoy en el museo..." ¿Era aquello posible? No hubo tiempo para dudas. En aquel museo estaba a la hora señalada por el diario.
Y ante nosotros, Gillermo Bermejo. Veinticinco años envegecido desde la última vez. Al verle no pude evitar que un escalofrío galopase por mi espalda. Aquel hombre, otrora joven, estaba reducido a canas y piel arrugada. Pude ver en su vejed la firma que en mi mismo habría dejado el paso del tiempo. El y yo habíamos caminado con similares pasos. Casi toda mi vida había sido la persecución de aquel artista y su obra. No sabía que me impulsaba, que me orpimia el pecho cuando trataba de desistir, cual era el nacimiento de aquella obsesión, de aquella necesidad. Pero fuere lo que fuere, en ese lugar, en ese momento tendría que terminar.
Los espectadores estabamos en silencio. Mi mente me hizo palpar una ferrea tensión. Los sudores frios empapaban mi ropa. Mi respiración entrecortada parecía predecir lo que se avecinaba. Creia notar el olor de algún tipo de sustancia, un aspero regusto a gasolina. Lo achaqué a mi estado de tensión. Guillermo Bermejo, tras unos minutos de total silencio gritó :-¡Desenlace!. Dicho esto, solo hizo otra cosa antes de morir. Un instante antes, mi mirada y la suya se cruzaron. Le comprendí, comprendí su alma y su obra. Todo era destrucción. La destrucción de su propia obra primero, de su obra y de si mismo, la destrucción de su alma, ese era el primer paso. Veinte años después quemó el resto del mundo. No ardieron solo unos libros, sino sus escritores y lectores, los mundos que describía los lenguajes que tegían. Todo cuanto representaban, el mundo entero, se consumía en llamas. Ya solo quedaba un único paso. Nuestros ojos mantubieron la mirada. No se si me reconoció, solo se lo que vi en sus ojos, no resignación, no derrota, no temor, solo el deseo de culminar el trabajo de su vida. En aquel momento estaba demasiado aturdido para pensar, ahora creo que en mi mirada iba un sentimiento de aprobación, de comprensión y casi de amistad. Por eso permanecí tranquilo y sentado mientras el resto de la gente corría para infructuosamente evitar que la cerilla que raudo encendió llegase a tocar su ropa, impregnada en gasolina. Aquel era el desenlace. La destrucción absoluta. La destrucción de la propia destrucción, la mera y simple destrución, primaria, elemental, la destrucción que hace brotar los instintos, la destrucción de una vida. De su propia vida. No se pudo hacer nada por el. Creo que, aunque los medicos le hubiesen podido salvar, no habría sido lo correcto.
Habrian estropeado su gran obra. Obra que había durado cuarentaicinco años, y de la cual yo había sido el único espectador, el único que jamás podría llegar a entenderla. Había alcanzado aquello que en secreto todo artista anhela, su vida, su muerte y su obra eran todo uno. Ahora la imagen de aquel hombre me acompaña, día y noche se manifiesta, infatigable, cuando cierro los ojos. Ya no la temo, ni trato de olvidar. Solo la miro con compasión, compasión por la parte de mi vida que se consumió con la de Guillermo Bermejo.



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