miércoles, 25 de agosto de 2010

Maria Perfecta Por: Roberto H. Roquer.

(Ganador concurso literario Rosario Acuña 2009)


En mitad del áspero calor que azota sin piedad las horas centrales del estío castellano avanzaba por su férreo cauce un rápido tren de línea que, haciendo gala de una puntualidad propia de las antípodas de Gran Bretaña, llegaba a una pequeña estación situada con exactitud sobre el polo magnético de ninguna parte. Del otro lado de las puertas que se abrían automáticamente sólo salió una persona, el joven Pepe Rey. Era éste un muchacho con el típico aspecto que caracteriza a los jóvenes que ahora moldean las universidades, con esa mirada y ese comportamiento que refleja a la perfección una idiosincrasia progresista en la que el carácter es domado por una lógica tan inteligente como pueril. Cuando, en mitad de una estruendosa nube de polvo, el tren se alejó, Pepe sacó del bolsillo de su pantalón su teléfono móvil para solamente comprobar la ausencia absoluta de cobertura en aquel  paraje. Tras unos minutos de espera se percató de que en el horizonte se perfilaba la inequívoca silueta de un coche que avanzaba entre las piedras de un camino que pretendía imitar una carretera. Este vehículo se detuvo justamente tras aquella edificación que el báculo del tiempo se había encargado de deteriorar a conciencia, mientras Pepe se aventuraba a dejar su refugio en la sombra para introducirse en su interior. Ya dentro, su mirada se cruzó con la de Rosario, una joven de igual aspecto que Pepe. A los dos les habría gustado charlar amenamente, pero el asfixiante calor que impedía respirar les obligó a dejar aquel lugar lo más rápidamente posible, dejando solamente espacio para un corto saludo acompañado por un beso.
Ya pasadas las soporíferas horas de la tarde de aquel sábado, en las que el calor únicamente invita a reposar con una siesta los alimentos digeridos con anterioridad, el pueblo de Orbajosa comenzaba a desperezarse. Se escuchaba su despertar, anunciado con el ruido de motores de coches que se reunían en la plaza central. Era ésta una de las típicas plazas que se desperdigan por tantos puntos de la geografía española, en cuyo centro se había colocado años atrás una estatua en conmemoración de cierto escritor que otrora se había inspirado en ese pueblo para una novela o algo así y que uno de los habitantes del lugar había tenido la feliz idea de tirar con la intención de aprovechar el podio para la colocación de una antena parabólica que permitiese recibir la señal de televisión en las casas con absoluta nitidez, y presidida por los restos de lo que antaño fuese una iglesia y que ahora apenas servía para dar en las mañanas de los domingos cobijo a los pocos fíeles que todavía se reunían para escuchar misa. Pero la mayor parte de los habitantes de Orbajosa dedicaban esas mañanas al reposo de los excesos de la noche anterior, ritual que con la máxima escrupulosidad se respetaba cada sábado al oscurecerse el cielo, y consistía éste en la reunión de los mozos y las mozas del lugar en la ya mencionada plaza. Formábanse entonces dos grupos, uno compuesto de una marabunta de coches tuneados y terriblemente estruendosos que rugían al capricho de sus dueños, muchachos uniformados con sudaderas en los días invernales que daban paso a camisetas de no muy grandes tallas al aproximarse el calor veraniego. A la par de este grupo surgía otro, en el cual las mozas del lugar, que bien de invierno o de verano se permitían lucir al descubierto sus carnes, que más que partes del cuerpo, daban la impresión a quien lo viere de tratarse de género a la venta. Mantenían ellos conversaciones sobre temas que en verdad no eran insustanciales, pues para que una conversación sea insustancial ha de al menos existir, y en cambio ellos se limitaban a pronunciar una larga retahíla de frases inacabadas que hacían vaga referencia a su trabajo en la cooperativa agraria “OrbaAjos”, empresa que empleaba a un amplio sector de la juventud de Orbajosa. Era el “jefe” de este grupillo un muchacho cuyo nombre importa poco, pero que bien por sus modales, bien por ciertos vicios o negocios poco lustrosos, había recibido el sobrenombre de Caballuco. Nuestro amigo Caballuco alardeaba de unos modales propios de cualquier miembro de la sociedad Bovina del lugar. A lo largo de los años habían prendido en él las enseñanzas de los hombres de Orbajosa, para los que era criticable y muestra de un peligroso afeminamiento el masticar con la boca cerrada, hablar correctamente, mostrar algún resquicio de sensibilidad, emplear la cabeza para algo que no fuese el llevar gorra y otras muchas cosas más propias de aquellos imbéciles desgraciados de las ciudades que de los jóvenes de Orbajosa, que consideraban que por mantenerse al margen de estas corrientes imperantes eran libres y mejores que los otros. Por el otro grupo, el femenino, cabía destacar a la joven Inocencia (casualmente hermana de Caballuco), que años atrás se había proclamado la jefa del grupo y había establecido importantes reglas de convivencia (ninguna joven podía estar más guapa o mejor arreglada que ella, ninguna podía estar convenientemente arreglada con ningún mozo si ella se encontraba sola, Inocencia tenía preferencia a la hora de encontrar pareja, etc.) que si bien no estaban escritas sí eran férreamente respetadas. Hablaban estas muchachas conversaciones que no por tener una mejor estructura comunicativa mostraban un más interesante contenido. La mayor parte del tiempo se dedicaban a recrear las conversaciones que habían tenido con sus novios, rememorar los momentos más impactantes de las emisiones televisivas del día anterior, o, las más veces, criticar a aquellas que se encontraban ausentes. La fauna de aquella plaza se completaba con pequeños grupos de niños que jugaban a fútbol en improvisadas porterías y grupos de ancianas que desempolvaban viejos recuerdos de tiempos mejores, mientras la cantina comenzaba a recibir la afluencia de los hombres del lugar. Cuando comenzaba a oscurecer, los dos grupos arriba mencionados se reunían y los muchachos, acompañados por sus respectivas, iban en sus coches a un polígono industrial situado en las cercanías de la gran ciudad que se levantaba algunos kilómetros más allá. Allí, como cada semana, los jóvenes echaban las horas tomando alcohol (en el mejor de los casos) y manteniendo actitudes y comportamientos que si tanto por obvios como por poco decorosos no será conveniente mencionar. Pero en aquella tarde de sábado, un tema concreto había atraído como un imán las plomizas conversaciones de los mozos y las mozas de Orbajosa. Al parecer, la joven Rosario, una muchacha que años atrás se había ido del pueblo para estudiar en la universidad y que se había instalado definitivamente en Madrid había vuelto para pasar unas semanas de verano con su madre. María Perfecta, y lo que era peor, con ella venía un novio que había conocido mientras estudiaba. Esto había prendido las iras de todos los habitantes del lugar. Ellos no paraban de repetir los prejuicios que tenían contra todo aquel nacido más allá de su pueblo “-Seguro que es…un…un Joder, qué asco que me dan esa gente-” “-Solo pensar en ese imbécil y es que… que… que… me se calienta la sangre-” mientras que ellas elucubraban sobre lo que había podido pasarle a la pobre Rosario “Ya desde pequeña esa cabra tiraba al monte, se la veía venir” “Yo no sé qué ven en los de fuera, ella es de Orbajosa y ha de buscar a un chico de Orbajosa, es lo normal, y seguro que luego dice que está muy bien la muy… Querrá darnos envidia” “-Pero al tiempo, que en menos de dos días esa viene aquí con el rabo entre las piernas, te lo digo yo ¡Pues en mi casa que no entre!” Cabe destacar que entre todos los allí presentes el más enfurecido era Caballuco, pues para pocos era secreto que aquel provocador aire de mujer cosmopolita y moderna que desde siempre había tenido Rosario, y que en los últimos años había eclosionado convirtiéndola en una mujer diferente de las demás mozas de Orbajosa, nunca le había dejado indiferente, pero esta era la primera vez que ni su fuerza bruta, ni el que su padre fuese el dueño de la mitad de las tierras de Orbajosa, le podían dar aquello que quería. La aparición en el horizonte del coche de Rosario calló de inmediato todas las voces de los jóvenes. Dando muestra de la enorme práctica que con los años habían ido forjando en el arte de la hipocresía, recibieron a la pareja con ciertas muestras de afecto, si bien no era necesario un gran observador para apreciar que muchos sonreían apretando los dientes. Cuando del coche se hubo detenido en medio de la plaza y sus dos ocupantes descendieron, se formó un gran círculo alrededor de los dos recién llegados, quienes se habían convertido en el centro de atención de todos los allí presentes. Pero el colmo para los mozos de Orbajosa fue que al declinar la tarde los dos recién llegados se negasen a acompañarles en su ritual semanal. Si alguna vez existió alguna posibilidad de que se pudiese dar un conato de paz entre Pepe y el pueblo de Orbajosa, desapareció en aquel momento.
María Perfecta, madre de Rosario, era el vivo reflejo de lo que serían la mayoría de las muchachas de Orbajosa en veinte años y de lo que su abuela había sido cincuenta años atrás. Cierto es que algunas cosas habían cambiado, pero en esencia todo se mantenía. El lugar que había dejado la antigua educación, lo ocupaban ahora los programas de corazón y la telebasura, lo que antes eran las mañanas de los domingos eran ahora las noches de los sábados, pero todo seguía diseñado de tal manera que se evitaba la molesta tarea de pensar. Pero volvamos con María Perfecta, que estaba ahora maldiciendo el momento en el que dejó a su hija irse a Madrid. La viuda estaba encantada de que Rosario pudiese estudiar, pero no podía soportar los cuchicheos que hacían a sus espaldas sus vecinas, quienes se esmeraban en que María Perfecta no fuese ajena a sus comentarios. Huelga decir que estos cuchicheos se dispararon en el momento en el que Rosario y Pepe entraron en la casa de ésta. En el interior del lugar, María perfecta no cejó en su empeño por menospreciar a Pepe. Siempre que la conversación se lo permitía, soltaba algún comentario de esos especialmente dañinos que caracterizan a quienes tienen práctica en el herir sobre las cualidades de los jóvenes de Orbajosa, en especial aquello que era alabar las virtudes de Caballuco, pues cualquier madre de Orbajosa desearía que su hija se casase con quien tiene en herencia casi la mitad de los campos. Ni a Pepe ni a Rosario se les escaparon estos comentarios, pero no quisieron reparar en ellos. Esto enfureció terriblemente a María Perfecta, que no estaba acostumbrada a que nadie hiciese caso omiso de sus ataques. Durante todo ese tiempo, sin embargo, Pepe no pudo evitar que las manifiestas hostilidades que durante todo el día había viniendo sufriendo le afectasen en el ánimo, eliminando en él cualquier conato de ganas de permanecer en aquel lugar más de lo necesario. Esta sensación aumentó cuando, llegada la noche, María Perfecta le indicó a Pepe que; para su mayor comodidad, evitase el tener que compartir con Rosario la minúscula cama en la que dormía cuando era pequeña, y pasase aquella noche durmiendo en el incómodo sofá de la sala principal. Así pasó la noche, sin demasiados sobresaltos, mientras María Perfecta se mordía ansiosa las uñas en la cama y Caballuco intentaba ahogar la rabia en el alcohol.
A la mañana siguiente toda Orbajosa era caldo de cultivo de habladurías y comentarios. Puntuales como un reloj, todas las vecinas se reunieron en la plaza para chismorrear sobre la nueva noticia. Habría sido imposible contar todo el número de mentiras y embustes que en aquel día se vertieron sobre Pepe Rey. Pero mientras las invenciones volaban de aquí para allá, Inocencia trataba de calmar a su hermano.
-No lo soporto, es que, no lo… Mierda, mierda. A ese tengo que cogerlo un día y… Darle un susto, sólo eso, para que se vaya caliente.
-Deja de decir idioteces, ¿En qué estás pensando?
-Nada, solamente… Darle un buen susto, lo que merece
- ¿Por qué no tratas de usar por una vez la cabeza?
- 0ye, a mí no me hables así, que soy tu hermano
-Tranquilízate, ya me encargaré yo de que María Perfecta la meta en cintura y de que ese ponga pies en polvorosa.
Así las cosas, Inocencia acudió aquella misma mañana, aprovechando que Rosario y Pepe estaban fuera, a la casa de María Perfecta. En pocos momentos pasaron de ser pocos a ser muchos, y toda Orbajosa luego, quienes estaban pendientes de esta conversación. En el fondo, el odio mutuo que en todos los habitantes del lugar había surgido con el paso de los años causaba que nadie desease que aquel conflicto se solucionase favorablemente para la vieja señora, pero era más fuerte el odio al recién llegado. En el interior de la casa, Inocencia empleaba todas las artimañas para envenenar los oídos de María Perfecta sobre Pepe Rey, involucrándole en todo tipo de comportamientos deleznables, negocios turbios y otros muchos improperios. Si María Perfecta se creía estas patrañas o simplemente las quería creer, nunca nadie lo sabrá, pero lo cierto es que de aquella casa salió Inocencia con una mueca de satisfacción en su rostro que daba poco espacio a las conjeturas. Esa misma tarde, cuando Rosario y Pepe llegaron a la casa de la madre, ésta se mostraba arisca, es decir, más arisca de lo común. Rehuía con ágiles reflejos cualquier tipo de conversación y cortaba cualquier conato de diálogo por medio de algún seco monosílabo. Todo tenía que ir según lo planeado. En mitad de aquella calurosísima y somnolienta tarde de domingo, mano anónima introdujo en la casa una nota dirigida a Pepe. Por lo ilegible se sus caracteres y lo peculiar de su ortografía era evidente que la había escrito uno de los muchachos de Orbajosa. En ella se “invitaba” a Pepe Rey a marcharse dejando en el pueblo a Rosario. María Perfecta no apreció en el joven ningún gesto, simplemente se deshizo del papel sin darle aparentemente mayor importancia. La vieja se retorcía las manos, le habían dado a ese bastardo su oportunidad y la había arrugado y tirado a la basura. No cabía otra opción. Era inevitable. Aquella misma tarde, salió de casa con alguna tonta excusa para dirigirse a la casa de Inocencia y Caballuco. Explicó la situación y, con una admirable resolución, los tres se dispusieron a hacer aquello que habían acordado. Esperaron a la noche. Caballuco apuñalaba las horas comiendo, bebiendo y preparando su escopeta de caza mientras que las dos mujeres guardaban silencio, maquinando sobre aquello que iban a hacer. Finalmente se fue el sol, y los tres salieron de la casa. No era secreto alguno para muchos de los habitantes de Orbajosa lo que iba a ocurrir, pero no tenían la menor intención de impedirlo. Silenciosamente entraron en la casa. Caminaron a lo largo del oscuro y angosto pasillo. La madera chillaba con cada paso. Parecía tratar de alertar a alguien. Los tres se acercaron a la puerta. Caballuco extendió la mano para accionar la manilla. La puerta de la estancia en la que Pepe dormía se abrió. Los tres se acercaron al sofá, Caballuco apuntó con la mano más férrea que la ocasión le permitía hacia la oscuridad. María Perfecta encendió las luces. Entonces se encontraron aquellos tres personajes con lo único que jamás se habrían esperado encontrar. En el lugar en el que debía estar durmiendo Pepe Rey solamente había un libro, “Doña Perfecta” era su título, de un tal “Benito Pérez Galdós”. AI parecer, Pepe y Rosario estaban ya a kilómetros de Orbajosa, rumbo a Madrid. Fue en aquel preciso instante cuando Caballuco, María Perfecta e Inocencia descubrieron el grandísimo valor que tiene la literatura.

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