miércoles, 25 de agosto de 2010

El Sendero de los Muertos. Por: Roberto Hevia.


(Ganador del concurso literario Rosario Acuña 2007)
¡Ay de mí!, ¡ay de mi desdichada ánima!, que sin saberlo nació ya condenada. Mas qué triste liberación es la muerte, dulce penuria, que al ser con todos los hombres justa, actúa ella con injusticia.  
                                                                           
Todavía paréceme sentir entre mis dedos la espesa sangre de aquel desdichado lechón abandonando, junto a la vida y al calor, el inerte cuerpo que yo mismo mutilé miembro a miembro ante la atenta mirada de Marte. Cientos de veces había hecho yo este ritual, práctica común entre los legionarios romanos, con igual cuidado, mas nunca con tal devoción, sabía que la muerte me acechaba con disfraz de hombre y ojos de ambición.
Llevaba yo una vida tranquila en Tartelium, una pequeña villa cercana a la ciudad de Genua(1). En ese lugar nací, crecí y conocí a Valeria. No sabría decir cuando comenzó esta nefasta relación, pero maldigo con toda mi alma la hora en que la enfermedad del amor germinó en mi interior. Vivía complacido con mi vida, esforzándome por ser eficaz en el trabajo y juntarme despues con mis amistades y pasear, hablando de insustanciales temas y caminando a la par que otro grupo formado en exclusiva por las féminas de mi villa, intercambiando ocasionalmente ciertas miradas y compartiendo en los últimos coletazos de la noche cortas conversaciones.
De esta forma fue surgiendo entre Valeria y yo, Cornelio Máximus Grato, el sentimiento del amor, si ese nombre es el que se le puede dar a lo que al menos yo sentía. Lo cierto es que me agradaba su compañía y sentía cierta atracción carnal por Valeria, mas no reconocía entre mis sentimientos hacia la joven ninguno mayor que el de la simple amistad, algo que distaba mucho del amor que un hombre puede llegar a sentir hacia una mujer. Siendo sincero, nunca había yo sentido especial atracción hacia Valeria hasta antes de nuestro noviazgo, y nunca significó ella para mí el ideal de mujer, pero el azar nos había unido y yo no tenía motivos de queja, ya que si bien estaba mi alma condenada a vivir en un infeliz matrimonio, no sería mi suerte muy diferente a la de el resto de habitantes de Tartelium, incluidos mis padres.
Por aquel entonces eran esos todos mis motivos de cavilación, pues las campañas de Aníbal por tierras Romanas sonaban en mi villa como algo lejano (nada más lejos de la realidad), pero el destino me tenía reservado un macabro papel.
Llegó a mi aldea un emisario del Senado romano llamado Astinus Ambrosianus con la intención de reclutar hombres para el ejército de Publio Cornelio Escipión, y quiso la fortuna, dama caprichosa, que dicho emisario posase su mirada sobre Valeria. Deseando por todos los medios desembarazarse de mi presencia, incluyó mi nombre en la lista de reclutados (a pesar de que era yo demasiado joven) para las tropas.
Como un rayo cruzaron estas cavilaciones mi mente en mitad del sacrificio, pero sabía que no podía distraerme de mi empeño, ya que mañana sería partícipe del más trascendental capítulo de la historia de Roma. No habría mañana lugar para los cobardes, pues tendría lugar algo más importante que la vida y la muerte, más importante que el infierno y la tierra, porque lo que mañana tendría lugar era algo superior a la vida y a la muerte, era algo superior al infierno y a la tierra, aquello sería la batalla de Zama. 
Mentiría si dijera que no sentí temor en repetidas ocasiones, a pesar de que la centuria a la que yo pertenecía se hallaba bastante lejos del centro de la batalla. Mi papel, mejor dicho, nuestro papel era sencillo, en caso de victoria, sólo tendríamos que colocarnos a la derecha de los soldados cartagineses que huyesen y apresarlos o matarlos y en caso de que el desarrollo de la batalla fuese negativo para las tropas romanas, nuestro papel sería interponernos entre los soldados que huyesen y los cartagineses y dar la vida por ahorrarle bajas al Senado.
El desarrollo de la batalla fue demasiado complejo como para describir las maniobras de ambos bandos. Cuando mis ojos vieron que las águilas romanas aplastaban a las tropas de Aníbal, se llenó mi cuerpo de un profundo y mágico bienestar, como el que siente un criminal al eludir la justicia o un enfermo al ver un amanecer. Al fin, llegó nuestro momento y  tengo que admitir que me sentí invadido por un inconmensurable placer, gozando de estar con vida como nunca antes lo había sentido. Ya en la retaguardia de los cartagineses, comenzamos a hacer el papel que nos había sido asignado para la batalla. Más que una contienda, aquello era una carnicería. Los soldados enemigos, que habían arrojado sus armas y armaduras para poder huir más raudamente, eran totalmente vulnerables ante nuestras poderosas gladius. Pero entonces, el centurión que nos lideraba se percató de que había cometido un error imperdonable. La euforia de la victoria le había hecho atacar a los desertores antes de que la formación cartaginesa principal hubiese caido completamente y ahora, los restos de ésta atacaban a nuestra centuria. En vano, formamos en tortuga, pero ésto no detuvo a los soldados de Aníbal, que cargaron violentamente contra nosotros. Apenas pudimos ofrecer alguna resistencia antes de que las tropas de Aníbal acabasen con nosotros. Yo luché hasta los confines de mis fuerzas, hasta que mis músculos dejaron de responderme, luché de forma tal que no sería comprensible por nadie que nunca hubiese luchado para salvar la propia vida.
 Pero los cartagineses nos superaban en número y poco pude hacer antes de que aquella informe masa de espadas y escudos nos aniquilasen. En el momento en que el frío metal penetró en mi costado izquierdo sentí como mis energías me abandonaban y me desplomé sobre el áspero suelo. 
Me sería imposible recordar con exactitud cuanto tiempo permanecí sin conocimiento, mas presumo que no sería mucho, pues cuando desperté las tropas de Escipión aun no habían entrado en Cartago.
Lo primero que vi al recobrar la consciencia fue un extraño vendaje que desde mi hombro derecho bajaba hasta mi costado izquierdo, taponando así la herida, que lejos de dolerme, apenas me escocía. Apenas habíame yo percatado de que me encontraba en una tienda de campaña similar a las que usaban las tribus que habitaban las cercanías de Cartago, cuando se corrieron las finas sedas que envolvían mi lecho y apareció ante mi una presencia que cautivó mi atención. A decir verdad, esperaba encontrarme en ese lugar a uno de esos altos y negros habitantes de la sabana, o incluso a un nubio, pero en su lugar me encontré ante una bella joven de tez pálida, castaños cabellos y esbelto cuerpo. A pesar de mi asombro, ella me saludó alegremente en perfecto latín y raudamente comenzó a urgar en mi herida untándola con diferentes potingues. Tras finalizar ella esta tarea, comenzó a conversar conmigo, al igual que antes, en perfecto latín.
Fue entonces cuando supe que la desconocida que velaba por mi vida no era Cartaginesa ni nubia, ni siquiera Africana. Había nacido en una ciudad cercana a Mesopotamia, pero a la muerte de sus padres, y aun siendo una niña, se fue con un familiar a Roma, mas al poco tiempo volvió a viajar, esta vez a Cartago. Y no fue en la ciudad Africana, sino entre las tribus que la rodeaban en donde Haileena, que así se llamaba la joven, encontró la felicidad. Alli, la muchacha era considerada como la hija de toda la tribu y era tratada con gran amor. Junto a la joven (no pasaba de la veintena) pasé yo mucho tiempo, aun después de haberme curado, y puedo decir sin temor a equivocarme que aquellos momentos fueron los más felices de mi vida. Lo cierto es que yo no habría cambiado ni por todo el oro del mundo uno solo de aquellos preciados segundos. Es probable que junto a Haileena  sintiese por primera vez ese sentimiento que llaman amor, pero aunque yo prefiero pensar que en efecto, estuve enamorado, no podría asegurarlo, pues ese sentimiento era desconocido para mi y por supuesto totalmente distinto a lo que sentía cuando estaba con Valeria.
 Pero yo sabía que vivía en una utopía y que tarde o temprano tendría que volver a mi hogar, pues el hogar es como el sol, aunque no puedas verlo sigue brillando. Asi se lo expliqué a Haileena, ella lo aceptó con sorprendente facilidad, quizás porque la muchacha ya estaba acostumbrada a que la abandonasen, no lo sé. Lo único que sé es que al día siguiente me embarqué en un pequeño barco hacia tierras romanas. Mi embarcación atracó en un puerto muy cercano a Genua, de donde me encaminé hasta Tartelium. No dejo de maldecirme por haber tomado aquella decisión, pues cuando llegué a lo que fue mi hogar me encontré con un desolador panorama. Valeria se había olvidado por completo de mí y estaba prometida a Astinus Ambrosianus, el emisario que me había enviado a morir a Cartago. Desolado, decidí presentarme ante ella y pedir explicaciones, pero cuando me vio, de su boca no salió una sola palabra, de sus músculos no se desprendió un solo gesto, únicamente me miró como el arrogante rey mira al pobre mendigo. Apenas tuve yo tiempo de percatarme de esa reacción cuando de los labios de Astinus salió una orden -¡llevaos a este hombre!- dijo arrogantemente el maldito emisario. Al oirla me sentí confuso, pues entre las personas que esa noche estaban reunidas en la plaza de mi villa no había ningún soldado, pero entonces dos de mis amigos me prendieron como a un criminal y me arrojaron a las afueras de la villa.
 Entonces maldije a todo el planeta, maldije a Astinus por matarme, maldije a Valeria por haber olvidado que estuve muerto, maldije a mis amigos por haberme enterrado, maldije a todo el mundo, maldije a todas y cada una de las almas que pueblan la tierra, excepto a Haileena, a mi amada Haileena, y fue entonces cuando comprendí que mi hogar no estaba en Tartelium, sino en las cercanías de Cartago. Exasperado, crucé nuevamente el mar mediterraneo en busca de mi verdadero hogar, pero cuando llegué a la antagonista(2)  me percaté de que del puerto de la explendorosa ciudad que conocí sólo quedaban algunas cenizas y escasos escombros, y cuando me acerqué al lugar en donde estaba la tribu de Hailleena sólo pude ver los escasos restos de lo que antaño habían sido tiendas de campaña. Era evidente que las tropas de Escipión habían arrasado los asentamientos de las tribus que rodeaban la ciudad de Cartago. Entonces sentí como si millones de lanzas me atravesasen el alma. Entonces volví a maldecir, pero no maldije a Valeria ni a Astinus, sino que maldije a las águilas de la legión, maldije a Escipión y al Senado, maldije a Roma, maldije a Aníbal, y a Cartago, maldije a todos y cada uno de los soldados que participaron en esta contienda.  
Casi un año dista ya de ese macabro episodio de mi vida y la cicatriz de mi alma aun no se ha curado, pues estas cicatrices sólo se curan con las heridas del cuerpo. Ya finalizada la tarea de redactar esta parte de mi vida, me encamino a mi último viaje, y espero encontrarme al final de éste con Haileena. Amado pugio(3), preciosa llave, introdúcete en la cerradura de mi cuerpo y ábreme las puertas de la felicidad que en el momento de mi nacimiento me fue negada.
(1)     Actual Génova.
(2)     Es decir, Cartago.
(3)     Daga romana.                                                        

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