miércoles, 25 de agosto de 2010

La creación del doctor Samuelsson Por: Roberto H. Roquer.

(Ganador del concurso literario Rosario Acuña 2008)


1
A pesar de la relativa oscuridad de la sala en la que se encontraba, la anciana mente de Erick Samuelsson podía ver con claridad el recuerdo de aquel soleado día de primavera en el que conoció a Valentina. La primera vez que estuvieron solos, en un precioso campo de rosas, común en los jardines de Wingene, un pequeño pueblo situado al sur de Brujas. En aquel bermejo mar ambos pasaron cortas horas, sin que las espinas o la suciedad les importunasen. Podía sentir la caricia del sol en su rostro (sensación bastante infrecuente en Bélgica), la sensación de aceleramiento que sentía en su corazón al juntar los labios de Valentina con los suyos, el estado en el que se encontraba su mente, casi sicodélico, la armonía de su alma…
-¡Señor, venga enseguida, la señora ha sufrido otro ataque!- La voz de la joven Bernadette, la nueva criada de la casa, retumbó como un trueno en los tímpanos de Erick, sacándole de sus cavilaciones. Con toda la agilidad que le permitía su vetusto y nunca muy fuerte cuerpo subió las chirriantes escaleras de madera que llevaban al dormitorio principal de la casa. Sobre la gran cama de roble una pequeña y anciana mujer se retorcía de dolores mientras no cesaba de gritar. Erick no pudo contener un escalofrío que le recorrió de pies a cabeza. A pesar de que ya contaba dos años que su esposa tenía aquella extraña enfermedad, no lograba acostumbrarse a permanecer impasible ante el sufrimiento de Valentina, la persona a la que más quería en este mundo. Ya se encontraban en aquel lugar dos de sus criados, intentando aliviar su dolor. Erick se sacó de uno de los bolsillos de su polvorienta chaqueta una jeringuilla que contenía un extraño líquido verde. En un momento, todo su dolor se transformó en decisión y con un gesto imperativo totalmente desacorde con lo enjuto de su cuerpo, apartó a los criados y clavó en el cuello de la anciana la aguja. Tras unos interminables segundos, los espasmos de Valentina se desvanecieron y el dolor pasó a ser una agradable sensación de “semirrealidad”, como la que se siente en lo profundo de un sueño. Tras esto, las rodillas de Erick fallaron y se desplomó en el suelo de la estancia desmayado. Los criados le colocaron con cariño junto a su esposa. Le tenían afecto, era un buen hombre, comprensivo y amable, además, con él la paga era tan puntual como el más preciso de los relojes.
Se despertó dos horas después, con un fuerte dolor en el pecho. A su lado pudo ver a su esposa, durmiendo plácidamente. Se levantó con algún esfuerzo y se sentó junto a ella. Valentina no tardó en recobrar la consciencia.
-Me muero, Erick, no hay solución- dijo mientras abría los ojos.
-Se que tu enfermedad es rara, aún no la he podido diagnosticar totalmente, pero bastará con que investigue un poco más para…-
-No. Sabes tan bien como yo que no hay remedio. Los ataques son cada día más fuertes y la dosis tranquilizante casi no me hace efecto. No intentes darme falsas esperanzas-
Erick recordó como al poco tiempo de casarse Valentina le confesó que deseaba estudiar. Lejos de disgustarle (como habría sido lógico en un caballero de mediados del siglo XIX), el señor Samuelsson se tomó de muy buen talante la noticia, pues estimaba en grado sumo la sabiduría. Su decisión provocó gran conmoción en todos los Clubes de sociedad, salones de ocio, y demás agrupaciones de esta clase, en las cuales, sus miembros consideraron que lo libérrimo de la idiosincrasia del doctor Samuelsson era insultante, o cuanto menos, inadecuada para un individuo de su categoría social. Y si continuaban dirigiéndole la palabra, si no con total amabilidad, si con una mínima cortesía, era por el mero hecho de que Samuelsson era el mejor científico del país y uno de los mejores de Europa, y en una pugna con la muerte no habría en todos los clubes o salones caballero que no quisiere tenerle de su lado.
Pero ahora se arrepentía de que su querida esposa hubiese estudiado medicina, y de que hubiese llegado a ser tan buena como él (si no mejor), pues si careciese de dichos conocimientos, sería más fácil tranquilizarla.
-Es mi momento, ¿qué le vamos ha hacer? He disfrutado de una larga y feliz vida con el mejor hombre del mundo, ¿Qué más puedo pedir? Repetía Valentina una y otra vez, más para tratar de tranquilizar a su marido que para autoconvencerse.

Días enteros dedicó Samuelsson a la investigación de aquella extraña enfermedad, pero no obtenía resultado alguno. Anuló todas sus conferencias, todas sus consultas, todas sus reuniones. Su prestigio descendía tan rápido como su capital, pero esto no le importaba, pues el dinero que hoy perdiese podría ganarlo mañana, y en lo que respecta a la imagen que los demás tenían de él, lo cierto es que nunca le había importado demasiado. Pero en cambio, si ahora perdía a Valentina nunca más la podría recuperar.
Muy a su pesar, cada nueva prueba realizada era tan infructuosa como la anterior. No existía cura posible para aquel mal. 
Desesperado, veía como uno tras otro, los experimentos que tras horas de trabajo había ideado se desvanecían como las hileras de humo se desvanecen en el cielo tras un incendio. Todas aquellas reglas que durante el transcurso de su vida había elaborado (pues para Samuelsson la medicina no era más que un conjunto de reglas) se volvían ahora contra él, traicionándole e impidiendo que pudiese alcanzar su objetivo. 
No fue hasta una fría y oscura tarde de Jueves cuando comprendió que la única manera de salvar a su amor era infringiendo aquellas reglas.
Con la excitación propia de quien está a punto de hacer algo ilícito, Samuelsson bajó al húmedo y descuidado sótano de su casa. Por desgracia, la oscuridad era tan profunda que apenas atinaba a ver las formas de aquella reducida estancia. Tras unos pocos pasos, tropezó con una estructura metálica. El agudo repicar de su acero iluminó el interior de Erick, ¡La había encontrado!
Pocas horas después el sótano ya estaba totalmente iluminado. Ante Erick se levantaba una gigantesca mole de acero y bronce compuesta por una innumerable cantidad de ruedas, rodamientos, muelles y cojinetes, como si de un enorme mecanismo de reloj se tratase, sostenido sobre cuatro inmensas patas. La parte inferior del aparato estaba compuesta de una serie de tubos y conductos que daban en dos recipientes, uno de gran tamaño en el que se podía introducir sin dificultad a una persona y otro de tamaño bastante más reducido.
Tras echarle una amplia ojeada a la máquina, se dirigió hacia una gran palanca que la humedad y el tiempo habían pintado de oxido. Intentó girarla de manera impetuosa, pero le fue imposible, por lo que decidió girarla más lentamente (respirando hondo, apretando con fuerza lo que quedaba del metal y dando cortos pero efectivos golpes) Tras unos minutos repitiendo este ejercicio, pudo ver como unas grandes placas de metal se movían entre siniestros chirridos. Finalmente, el gigantesco mecanismo de reloj comenzó a funcionar como activado por resorte mágico. Erick sonrió para sus adentros.
2
Emmanuel Poulsen, que en toda su vida no había hecho mayor ejercicio que el de tomar notas de aquellos polvorientos libros de los que solía estar rodeado y, a lo sumo, dar pequeñas carreras entre una interminable sarta de quejidos cuando la situación lo requería, era la única persona cercana a Samuelsson que le continuaba teniendo un sincero afecto, pero no porque en su cabeza bullesen ideas más liberales que en las de los demás habitantes de Bélgica, sino porque sinceramente, a Emmanuel aquello no le importaba. Admiraba a Samuelsson porque era el mejor, y buscaba emularle en todos los aspectos (no en vano, era uno de sus mejores discípulos). Tras sentarse unos momentos en el suelo con la intención se recuperarse de la fatiga que invadía implacable su obeso cuerpo y secarse con un pañuelo de seda los goterones de sudor que poblaban su frente, cogió las enormes y pesadas cajas y reanudó su marcha. No lograba entender por qué Samuelsson le había encargado que recogiera aquello, pero Emmanuel estaba dispuesto a obedecer ciegamente a su ídolo.
En la carta, Samuelsson le decía que estaba dispuesto a compartir con él una experiencia increíble siempre y cuando aceptase recoger de la gran sede del Banco Belga el contenido de la caja 111. El Doctor Samuelsson ya había informado debidamente al gerente del banco de esta circunstancia y todo estaba preparado para que se perdiese el menor tiempo posible en inútiles trámites e informes en los que únicamente se repara para asegurar su existencia. Tras unos minutos, logró llegar a la casa del doctor samuelsson. Apenas golpeó la puerta con sus nudillos cuando uno de los criados la abrió raudamente y le hizo pasar. Tras quitarse el abrigo, bajó al sótano de la casa acompañado, al igual que en el camino que le había llevado hasta ese lugar, por las pesadas cajas. Samuelsson le recibió con escatimada efusividad y con la misma avidez con la que un animal se dirige a por su comida. Tras esto, sacó de dichas cajas unas grandes placas de metal macizo que colocó en lugares estratégicos del mecanismo de reloj mediante oxidados soportes (no fue hasta ese momento cuando Emmanuel se percató de la existencia de dicho artefacto). Tras unos instantes que le fueron necesarios a Emmanuel para tomar conciencia del tamaño total de aquella estructura, decidió preguntarle su función a Samuelsson. La respuesta no fue otra que esta curiosa historia:
Hace ahora cuarenta años, comencé una investigación sobre el efecto de los campos electromagnéticos en los seres vivos, para lo cual hice un experimento que consistía en encerrar plantas y pequeños animales en jaulas totalmente rodeadas de potentes imanes. Por desgracia, al poco tiempo de empezar estas investigaciones un incendio asoló el pequeño estudio en el que las llevaba a cabo, de manera que todo el material quedó inservible. En aquella época mis medios económicos no eran tan desahogados como los que disfruto hoy en día, pues aunque mi nombre empezaba a ser conocido en las más altas esferas, no era ni con mucho el sinónimo de respetabilidad y admiración que es hoy en día entre las clases más altas de la sociedad,* por lo que me era imposible reconstruir el experimento. Quiso la fortuna que un gran amigo mió ya fallecido tuviese cierta relación con un chatarrero que aseguraba poseer unos grandes imanes que estaba dispuesto a vender a muy buen precio. Su argumento era que dichas piezas estaban malditas, pues todos sus anteriores poseedores habían desaparecido misteriosamente. Sin pensármelo dos veces, decidí adquirir aquellas placas de metal imantado (las mismas con las que usted ha ido cargando desde el banco). Aquel mismo día, las coloqué adecuadamente formando una cúpula alrededor de una flor, (creo que era una rosa) y las dejé toda la noche en dicha posición.
A la mañana siguiente comprobé que no había ningún cambio en el experimento, y a los pocos días me encontré una flor muerta y putrefacta. Achaqué esta muerte a la ausencia de luz solar y lo único reseñable que descubrí fue un extraño líquido que impregnaba las placas imantadas. Desilusionado, me deshice de la flor y con un viejo pañuelo limpié el nuevo líquido (cuya aparición expliqué con varias teorías, todas ellas intrascendentes). La sorpresa llega ahora. A la mañana siguiente me percaté de que de mi pañuelo habían brotado una serie de hojas y pequeñas ramas con algún petalillo. Tras el lógico sobresalto, comencé a investigar con mayor ímpetu. De las consiguientes investigaciones extraje que: a) Este fenómeno sólo se daba con dichos imanes, tal vez esto se debiese a una impureza en lo más profundo de su composición químico-extructural o a que el mineral extraído para su elaboración provenía de una montaña bendecida por algún santo**. b) La muerte del sujeto estaba total e indiscutiblemente ligada a la extracción de la “esencia” (nunca he estado totalmente satisfecho con este nombre, pero creo que es el más apropiado para hablar de esta sustancia), tal vez la extracción de dicha esencia de estas criaturas provocase la desaparición de la vida, no lo se. c) La duración de la metamorfosis no era permanente ya que la esencia añadida se desvanecía con el tiempo, probablemente si se consiguiese una muestra de extraordinaria calidad se conseguiría una metamorfosis permanente. d) Para conseguir una muestra de gran calidad, era necesario alinear de tal forma los imanes que la fuerza magnética fuese de uno a otro de igual manera que viaja la luz de un espejo a otro en esas estructuras en las que los cristales reflectantes se encuentran colocados en tal ángulo que todos presentan una imagen semejante. Conseguir el ángulo perfecto es una de las funciones de esta máquina.
Por desgracia, diversas circunstancias*** provocaron que me fuera imposible continuar con las investigaciones hasta el día de hoy, en el que las retomo por causa de fuerza mayor.
-¿Y por qué me ha avisado a mi?- Preguntó impresionado Emmanuel.
-Porque usted es el único caballero en este condenado país que me guarda algún respeto, además del científico más capaz al que nunca he formado.-
No fue necesario mucho tiempo para que ambos científicos comenzasen las investigaciones. Primero realizaron los experimentos con plantas, introduciendo las macetas en el mayor de los recipientes y dejando que tuviese lugar (con resultados satisfactorios) la extracción de la “esencia”. Pero no tardaron en dar el paso siguiente. Sin estar totalmente seguro de hacer lo correcto, Erick introdujo en el primero de los recipientes un gato abandonado que había recogido días atrás. Aunque los primeros resultados no fueron positivos, a los pocos días el gato perdió la vida espontáneamente y su esencia no tardó en filtrarse por los conductos situados al otro lado del mecanismo. La pésima calidad de aquella sustancia fue decepcionante para los dos investigadores, pero Samuelsson no tardó en percatarse de que esto se debía a que el ángulo de los imanes era el apropiado para una planta, pero no para un gato. Tras noches enteras realizando los adecuados cálculos matemáticos, por fin encontró la posición correcta para que cada una de las placas reflectase en la siguiente a la perfección la esencia del sujeto. Tras colocar con precisión milimétrica cada una de las ruedas del mecanismo, repitió el experimento con otro gato y el resultado fue excelente, pues al ser aplicado este ungüento a una pequeña tabla de madera no sólo comenzó a brotar pelo negro azabache de ésta, sino que su morfología comenzó a cambiar dando una imagen similar a la de un felino, y lo que era más importante, cuando se pasaron los efectos de la esencia, la tabla continuó conservando indefinidamente el aspecto de un gato y unos pocos mechones de pelo. De esta experiencia se extrajo que : a) Cuanto más complejo era el sujeto, de más calidad era la muestra, b) Una muestra de gran calidad podía alterar permanentemente el cuerpo en el que era aplicada.
Las sucesivas pruebas que ambos científicos hicieron confirmaron estas hipótesis. Por desgracia el tiempo se acababa y a ojos de Erick la investigación no avanzaba suficientemente rápido. Los ataques de Valentina eran cada vez más fuertes y los medicamentos apenas le hacían ya efecto. Una de aquellas crisis detuvo el corazón de la anciana durante más de veinte segundos. Dentro de poco, Valentina se iría para siempre y su esencia se perdería para toda la eternidad. Tenía que hacer algo ya o la máquina no podría salvar a su amada esposa. Cierto era que sus investigaciones estaban contribuyendo en grado sumo en el avance de la ciencia, pero Valentina se moría y la ciencia no la estaba salvando. Esa misma noche, Samuelsson se decidió a cruzar la última de las puertas.
3
El doctor Samuelsson intentó agarrar con la mayor fuerza posible el pesado candelabro de bronce que alumbraba el dormitorio con su mano derecha, pero se encontró con que su extremidad había perdido toda clase de sensibilidad. Tras atribuir esta dolencia a la tensión que vivía en aquellos días, decidió dejar a un lado la diestra para abarcar el pesado objeto con la siniestra, pues encontrábase ésta en mucho mejor estado. Ya desde hacía días había hablado Samuelsson con Emmanuel sobre su intención de comenzar a experimentar con humanos, a lo cual su compañero se negaba en rotundo. Cada vez que Erick sacaba a la luz sus intenciones, la aguda voz de Poulsen le clavaba en los tímpanos la misma respuesta:- ¡Por Dios señor Samuelsson, somos científicos, no asesinos, y si usted se empeña en continuar con este plan absurdo, yo se lo impediré! No había elección, aquella era la única salida. 
El seco golpe del frió metal en la nuca fue menos ruidoso de lo que Samuelsson se habría podido imaginar. Por supuesto, el golpe no acabó con su vida, pues muerto, Emmanuel no le era a Samuelsson de ninguna utilidad (además, la escasa fuerza de su anciano brazo no se lo habría permitido) pero si le había arrebatado la consciencia. Tras esto, utilizó las pocas energías que habitaban su débil cuerpo para introducir a su excompañero en el primero de los recipientes. Debido a lo enorme de la corpulencia de Poulsen, esta tarea le resultó especialmente trabajosa a Samuelsson.
Una vez llevado a cabo el trabajo, y tras dedicar unos instantes a recuperar el aliento, Erick comenzó a recalibrar los imanes según los planos geométricos que había diseñado días atrás. Después de realizar los ajustes necesarios para adecuar la posición de las ruedas al peso y estatura del nuevo sujeto para captar una esencia de insuperable calidad, comenzó a deleitarse ante la esperanza de que su plan pudiese funcionar. Por primera vez en mucho tiempo en su mente hubo algo más que tristeza y dolor, hubo esperanza. Después de cerrar con varios cerrojos la mohosa puerta del sótano se encaminó hacia los dormitorios con aparente serenidad. Meses atrás, el haber provocado la muerte de una persona le habría llenado de horror, pero ahora sentía únicamente indiferencia hacia el crimen que acababa de cometer. Era como si la parte de la conciencia destinada a crear los fantasmas del remordimiento, como si las neuronas que, en lo más profundo y recóndito de su mente, diferenciaban entre lo correcto y lo incorrecto hubiesen desaparecido junto con la sensibilidad de su brazo derecho. Cuando entró en la estancia, se encontró con el pequeño y estilizado cuerpo de Bernadette sentado a los pies de la cama de roble llorando desconsoladamente en el hombro de uno de los criados que se encargaba primordialmente de cuidar de Valentina. En ese momento, los ojos de las tres personas de aquella habitación mantuvieron un silencioso dialogo más comunicativo de lo que hubiese sido cualquier concatenación de palabras.

Dos días después se celebró el funeral. Ante la sorpresa de los asistentes, quienes consideraban aquella reunión como simplemente uno más de aquellos actos de sociedad en los que los caballeros buscaban la creación de nuevos negocios y las damas presumir de sus esplendorosas joyas, el señor Samuelsson no apareció. Esto se debía a que esa misma noche había perdido la sensibilidad en las piernas y no podía caminar. Pero los criados de la casa se sorprendieron terriblemente cuando Erick no se lamentó de no poder acudir al entierro. Lo cierto es que su indiferencia no estaba fundada en la búsqueda de un estoicismo fingido con la única intención de mostrar una inexistente fuerza, sino que realmente no le importaba demasiado la muerte. Cierto es que hubiese preferido que Valentina siguiese viviendo, pero su fallecimiento no era causa suficiente como para dejar de lado la importante investigación que estaba llevando a cabo, y más ahora, que el éxito se encontraba “ad portas”.
Al mismo tiempo, la policía había tenido notificación de la desaparición de Poulsen y ya habían comenzado las pesquisas. 
Un mes después de ambas muertes, y ayudado por una silla de ruedas, Erick regresó al sótano. Continuaba teniendo esa insensibilidad, pero ahora estaba acompañada por unos extraños sudores que no cesaban nunca. El hedor a podredumbre en aquel sótano era insoportable. En el gran recipiente de la máquina se encontraba un oscurecido esqueleto. A Samuelsson no le costó trabajo arrojarlo en la carbonera. Tras esto, comprobó que una gran cantidad de esencia se había depositado en el segundo recipiente. Al verter esta sustancia en una tabla de madera, una espectacular metamorfosis tuvo lugar ante la fría mirada del investigador. Paulatinamente, la tabla fue adquiriendo una forma extraña. Además, el olor que ahora desprendía era muy similar al de Emmanuel, rancio y sudoso, y lo que era más importante, a los ojos de Samuelsson ocurrió algo sorprendente. Ni con todas las palabras del diccionario habría podido explicar aquella sensación, pero podía sentir que aquella tabla de madera tenia algo más que una morfología y un olor característico. Tenía algo más de lo que tenían las demás muestras. Tenía vida.
Durante horas, Samuelsson había estado absorto en esa experiencia, pero al cernirse sobre el cielo la noche, pasó por su mente una terrible idea. Ya conocía la causa de su enfermedad. No era ningún virus, ni ninguna infección. Al estar tanto tiempo en contacto con los imanes y sin protección alguna, la extracción de su propia esencia había comenzado. Desesperado, buscó alguna manera de salvarse, pero al poco tiempo comprendió que había comenzado un camino en el que no existía posibilidad de dar un paso atrás. Su corazón se agitaba con tanta fuerza que su acartonado pecho apenas podía mantener su consistencia. Tras hacer acopio de toda la resignación y estoicismo que guardaba en su interior, aceptó que estaba condenado a vivir una vida eterna, a ser inmortal. Con las escasas fuerzas que le quedaban en su brazo izquierdo escribió una nota en la que contaba todo lo sucedido con la esperanza de que alguien pudiese encontrarla algún día. Tras esto, se acomodó en el mayor de los recipientes y se embarcó en un sueño del que no estaba destinado a despertar. 
Días más tarde, un testigo confirmó que la última vez que había visto a Poulsen, éste acababa de entrar en la casa de Samuelsson para trabajar durante horas (como cada día) en el sótano. Los investigadores entraron por la fuerza en la casa ante el desconcierto del servicio, (quienes pensaban que el señor estaba de viaje). Al llegar al sótano, uno de los agentes leyó la carta en voz alta ante la estupefacción de los allí presentes, que no pudieron contener su asombro, asombro que se vio multiplicado por el hallazgo de un recipiente que contenía un extraño líquido. Tras unos minutos, se decidió unánimemente prenderle fuego a todo el laboratorio. Se elaboró una cuidadosa mentira para explicar las desapariciones de Emmanuel y Erick.
No se redactó informe alguno sobre lo sucedido en aquel oscuro lugar, la verdad quedó para siempre encerrada en la memoria de los agentes de policía Marcus Demeter, Thiermo Bah y Eduard Ernest Page.
* Líneas antes se dice que Samuelsson no era un ejemplo de respetabilidad por parte de las clases altas. Es evidente el uso del sarcasmo por parte del doctor.
**Samuelsson únicamente considera veraz la primera explicación, la segunda no es más que un nuevo sarcasmo que da a entender la escasa afinidad del doctor por la iglesia.
***Probablemente, temor a descubrir algo cuyas consecuencias pudiesen ser fatales.

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