miércoles, 25 de agosto de 2010

Presentación.

Hola a todos y bienvenidos a mi nuevo (y, por ahora, primer) Blog.  Desde que era pequeño sabía que quería ganarme la vida escribiendo y nunca he dejado de intentarlo. Estos son algunos de mis relatos. Espero que disfrutéis leyéndolos tanto como yo escribiéndolos.
Por cierto, si os queréis poner en contacto conmigo podéis escribirme esta dirección:

gijhevia@gmail.com

¡Un abrazo a todos!

Maria Perfecta Por: Roberto H. Roquer.

(Ganador concurso literario Rosario Acuña 2009)


En mitad del áspero calor que azota sin piedad las horas centrales del estío castellano avanzaba por su férreo cauce un rápido tren de línea que, haciendo gala de una puntualidad propia de las antípodas de Gran Bretaña, llegaba a una pequeña estación situada con exactitud sobre el polo magnético de ninguna parte. Del otro lado de las puertas que se abrían automáticamente sólo salió una persona, el joven Pepe Rey. Era éste un muchacho con el típico aspecto que caracteriza a los jóvenes que ahora moldean las universidades, con esa mirada y ese comportamiento que refleja a la perfección una idiosincrasia progresista en la que el carácter es domado por una lógica tan inteligente como pueril. Cuando, en mitad de una estruendosa nube de polvo, el tren se alejó, Pepe sacó del bolsillo de su pantalón su teléfono móvil para solamente comprobar la ausencia absoluta de cobertura en aquel  paraje. Tras unos minutos de espera se percató de que en el horizonte se perfilaba la inequívoca silueta de un coche que avanzaba entre las piedras de un camino que pretendía imitar una carretera. Este vehículo se detuvo justamente tras aquella edificación que el báculo del tiempo se había encargado de deteriorar a conciencia, mientras Pepe se aventuraba a dejar su refugio en la sombra para introducirse en su interior. Ya dentro, su mirada se cruzó con la de Rosario, una joven de igual aspecto que Pepe. A los dos les habría gustado charlar amenamente, pero el asfixiante calor que impedía respirar les obligó a dejar aquel lugar lo más rápidamente posible, dejando solamente espacio para un corto saludo acompañado por un beso.
Ya pasadas las soporíferas horas de la tarde de aquel sábado, en las que el calor únicamente invita a reposar con una siesta los alimentos digeridos con anterioridad, el pueblo de Orbajosa comenzaba a desperezarse. Se escuchaba su despertar, anunciado con el ruido de motores de coches que se reunían en la plaza central. Era ésta una de las típicas plazas que se desperdigan por tantos puntos de la geografía española, en cuyo centro se había colocado años atrás una estatua en conmemoración de cierto escritor que otrora se había inspirado en ese pueblo para una novela o algo así y que uno de los habitantes del lugar había tenido la feliz idea de tirar con la intención de aprovechar el podio para la colocación de una antena parabólica que permitiese recibir la señal de televisión en las casas con absoluta nitidez, y presidida por los restos de lo que antaño fuese una iglesia y que ahora apenas servía para dar en las mañanas de los domingos cobijo a los pocos fíeles que todavía se reunían para escuchar misa. Pero la mayor parte de los habitantes de Orbajosa dedicaban esas mañanas al reposo de los excesos de la noche anterior, ritual que con la máxima escrupulosidad se respetaba cada sábado al oscurecerse el cielo, y consistía éste en la reunión de los mozos y las mozas del lugar en la ya mencionada plaza. Formábanse entonces dos grupos, uno compuesto de una marabunta de coches tuneados y terriblemente estruendosos que rugían al capricho de sus dueños, muchachos uniformados con sudaderas en los días invernales que daban paso a camisetas de no muy grandes tallas al aproximarse el calor veraniego. A la par de este grupo surgía otro, en el cual las mozas del lugar, que bien de invierno o de verano se permitían lucir al descubierto sus carnes, que más que partes del cuerpo, daban la impresión a quien lo viere de tratarse de género a la venta. Mantenían ellos conversaciones sobre temas que en verdad no eran insustanciales, pues para que una conversación sea insustancial ha de al menos existir, y en cambio ellos se limitaban a pronunciar una larga retahíla de frases inacabadas que hacían vaga referencia a su trabajo en la cooperativa agraria “OrbaAjos”, empresa que empleaba a un amplio sector de la juventud de Orbajosa. Era el “jefe” de este grupillo un muchacho cuyo nombre importa poco, pero que bien por sus modales, bien por ciertos vicios o negocios poco lustrosos, había recibido el sobrenombre de Caballuco. Nuestro amigo Caballuco alardeaba de unos modales propios de cualquier miembro de la sociedad Bovina del lugar. A lo largo de los años habían prendido en él las enseñanzas de los hombres de Orbajosa, para los que era criticable y muestra de un peligroso afeminamiento el masticar con la boca cerrada, hablar correctamente, mostrar algún resquicio de sensibilidad, emplear la cabeza para algo que no fuese el llevar gorra y otras muchas cosas más propias de aquellos imbéciles desgraciados de las ciudades que de los jóvenes de Orbajosa, que consideraban que por mantenerse al margen de estas corrientes imperantes eran libres y mejores que los otros. Por el otro grupo, el femenino, cabía destacar a la joven Inocencia (casualmente hermana de Caballuco), que años atrás se había proclamado la jefa del grupo y había establecido importantes reglas de convivencia (ninguna joven podía estar más guapa o mejor arreglada que ella, ninguna podía estar convenientemente arreglada con ningún mozo si ella se encontraba sola, Inocencia tenía preferencia a la hora de encontrar pareja, etc.) que si bien no estaban escritas sí eran férreamente respetadas. Hablaban estas muchachas conversaciones que no por tener una mejor estructura comunicativa mostraban un más interesante contenido. La mayor parte del tiempo se dedicaban a recrear las conversaciones que habían tenido con sus novios, rememorar los momentos más impactantes de las emisiones televisivas del día anterior, o, las más veces, criticar a aquellas que se encontraban ausentes. La fauna de aquella plaza se completaba con pequeños grupos de niños que jugaban a fútbol en improvisadas porterías y grupos de ancianas que desempolvaban viejos recuerdos de tiempos mejores, mientras la cantina comenzaba a recibir la afluencia de los hombres del lugar. Cuando comenzaba a oscurecer, los dos grupos arriba mencionados se reunían y los muchachos, acompañados por sus respectivas, iban en sus coches a un polígono industrial situado en las cercanías de la gran ciudad que se levantaba algunos kilómetros más allá. Allí, como cada semana, los jóvenes echaban las horas tomando alcohol (en el mejor de los casos) y manteniendo actitudes y comportamientos que si tanto por obvios como por poco decorosos no será conveniente mencionar. Pero en aquella tarde de sábado, un tema concreto había atraído como un imán las plomizas conversaciones de los mozos y las mozas de Orbajosa. Al parecer, la joven Rosario, una muchacha que años atrás se había ido del pueblo para estudiar en la universidad y que se había instalado definitivamente en Madrid había vuelto para pasar unas semanas de verano con su madre. María Perfecta, y lo que era peor, con ella venía un novio que había conocido mientras estudiaba. Esto había prendido las iras de todos los habitantes del lugar. Ellos no paraban de repetir los prejuicios que tenían contra todo aquel nacido más allá de su pueblo “-Seguro que es…un…un Joder, qué asco que me dan esa gente-” “-Solo pensar en ese imbécil y es que… que… que… me se calienta la sangre-” mientras que ellas elucubraban sobre lo que había podido pasarle a la pobre Rosario “Ya desde pequeña esa cabra tiraba al monte, se la veía venir” “Yo no sé qué ven en los de fuera, ella es de Orbajosa y ha de buscar a un chico de Orbajosa, es lo normal, y seguro que luego dice que está muy bien la muy… Querrá darnos envidia” “-Pero al tiempo, que en menos de dos días esa viene aquí con el rabo entre las piernas, te lo digo yo ¡Pues en mi casa que no entre!” Cabe destacar que entre todos los allí presentes el más enfurecido era Caballuco, pues para pocos era secreto que aquel provocador aire de mujer cosmopolita y moderna que desde siempre había tenido Rosario, y que en los últimos años había eclosionado convirtiéndola en una mujer diferente de las demás mozas de Orbajosa, nunca le había dejado indiferente, pero esta era la primera vez que ni su fuerza bruta, ni el que su padre fuese el dueño de la mitad de las tierras de Orbajosa, le podían dar aquello que quería. La aparición en el horizonte del coche de Rosario calló de inmediato todas las voces de los jóvenes. Dando muestra de la enorme práctica que con los años habían ido forjando en el arte de la hipocresía, recibieron a la pareja con ciertas muestras de afecto, si bien no era necesario un gran observador para apreciar que muchos sonreían apretando los dientes. Cuando del coche se hubo detenido en medio de la plaza y sus dos ocupantes descendieron, se formó un gran círculo alrededor de los dos recién llegados, quienes se habían convertido en el centro de atención de todos los allí presentes. Pero el colmo para los mozos de Orbajosa fue que al declinar la tarde los dos recién llegados se negasen a acompañarles en su ritual semanal. Si alguna vez existió alguna posibilidad de que se pudiese dar un conato de paz entre Pepe y el pueblo de Orbajosa, desapareció en aquel momento.
María Perfecta, madre de Rosario, era el vivo reflejo de lo que serían la mayoría de las muchachas de Orbajosa en veinte años y de lo que su abuela había sido cincuenta años atrás. Cierto es que algunas cosas habían cambiado, pero en esencia todo se mantenía. El lugar que había dejado la antigua educación, lo ocupaban ahora los programas de corazón y la telebasura, lo que antes eran las mañanas de los domingos eran ahora las noches de los sábados, pero todo seguía diseñado de tal manera que se evitaba la molesta tarea de pensar. Pero volvamos con María Perfecta, que estaba ahora maldiciendo el momento en el que dejó a su hija irse a Madrid. La viuda estaba encantada de que Rosario pudiese estudiar, pero no podía soportar los cuchicheos que hacían a sus espaldas sus vecinas, quienes se esmeraban en que María Perfecta no fuese ajena a sus comentarios. Huelga decir que estos cuchicheos se dispararon en el momento en el que Rosario y Pepe entraron en la casa de ésta. En el interior del lugar, María perfecta no cejó en su empeño por menospreciar a Pepe. Siempre que la conversación se lo permitía, soltaba algún comentario de esos especialmente dañinos que caracterizan a quienes tienen práctica en el herir sobre las cualidades de los jóvenes de Orbajosa, en especial aquello que era alabar las virtudes de Caballuco, pues cualquier madre de Orbajosa desearía que su hija se casase con quien tiene en herencia casi la mitad de los campos. Ni a Pepe ni a Rosario se les escaparon estos comentarios, pero no quisieron reparar en ellos. Esto enfureció terriblemente a María Perfecta, que no estaba acostumbrada a que nadie hiciese caso omiso de sus ataques. Durante todo ese tiempo, sin embargo, Pepe no pudo evitar que las manifiestas hostilidades que durante todo el día había viniendo sufriendo le afectasen en el ánimo, eliminando en él cualquier conato de ganas de permanecer en aquel lugar más de lo necesario. Esta sensación aumentó cuando, llegada la noche, María Perfecta le indicó a Pepe que; para su mayor comodidad, evitase el tener que compartir con Rosario la minúscula cama en la que dormía cuando era pequeña, y pasase aquella noche durmiendo en el incómodo sofá de la sala principal. Así pasó la noche, sin demasiados sobresaltos, mientras María Perfecta se mordía ansiosa las uñas en la cama y Caballuco intentaba ahogar la rabia en el alcohol.
A la mañana siguiente toda Orbajosa era caldo de cultivo de habladurías y comentarios. Puntuales como un reloj, todas las vecinas se reunieron en la plaza para chismorrear sobre la nueva noticia. Habría sido imposible contar todo el número de mentiras y embustes que en aquel día se vertieron sobre Pepe Rey. Pero mientras las invenciones volaban de aquí para allá, Inocencia trataba de calmar a su hermano.
-No lo soporto, es que, no lo… Mierda, mierda. A ese tengo que cogerlo un día y… Darle un susto, sólo eso, para que se vaya caliente.
-Deja de decir idioteces, ¿En qué estás pensando?
-Nada, solamente… Darle un buen susto, lo que merece
- ¿Por qué no tratas de usar por una vez la cabeza?
- 0ye, a mí no me hables así, que soy tu hermano
-Tranquilízate, ya me encargaré yo de que María Perfecta la meta en cintura y de que ese ponga pies en polvorosa.
Así las cosas, Inocencia acudió aquella misma mañana, aprovechando que Rosario y Pepe estaban fuera, a la casa de María Perfecta. En pocos momentos pasaron de ser pocos a ser muchos, y toda Orbajosa luego, quienes estaban pendientes de esta conversación. En el fondo, el odio mutuo que en todos los habitantes del lugar había surgido con el paso de los años causaba que nadie desease que aquel conflicto se solucionase favorablemente para la vieja señora, pero era más fuerte el odio al recién llegado. En el interior de la casa, Inocencia empleaba todas las artimañas para envenenar los oídos de María Perfecta sobre Pepe Rey, involucrándole en todo tipo de comportamientos deleznables, negocios turbios y otros muchos improperios. Si María Perfecta se creía estas patrañas o simplemente las quería creer, nunca nadie lo sabrá, pero lo cierto es que de aquella casa salió Inocencia con una mueca de satisfacción en su rostro que daba poco espacio a las conjeturas. Esa misma tarde, cuando Rosario y Pepe llegaron a la casa de la madre, ésta se mostraba arisca, es decir, más arisca de lo común. Rehuía con ágiles reflejos cualquier tipo de conversación y cortaba cualquier conato de diálogo por medio de algún seco monosílabo. Todo tenía que ir según lo planeado. En mitad de aquella calurosísima y somnolienta tarde de domingo, mano anónima introdujo en la casa una nota dirigida a Pepe. Por lo ilegible se sus caracteres y lo peculiar de su ortografía era evidente que la había escrito uno de los muchachos de Orbajosa. En ella se “invitaba” a Pepe Rey a marcharse dejando en el pueblo a Rosario. María Perfecta no apreció en el joven ningún gesto, simplemente se deshizo del papel sin darle aparentemente mayor importancia. La vieja se retorcía las manos, le habían dado a ese bastardo su oportunidad y la había arrugado y tirado a la basura. No cabía otra opción. Era inevitable. Aquella misma tarde, salió de casa con alguna tonta excusa para dirigirse a la casa de Inocencia y Caballuco. Explicó la situación y, con una admirable resolución, los tres se dispusieron a hacer aquello que habían acordado. Esperaron a la noche. Caballuco apuñalaba las horas comiendo, bebiendo y preparando su escopeta de caza mientras que las dos mujeres guardaban silencio, maquinando sobre aquello que iban a hacer. Finalmente se fue el sol, y los tres salieron de la casa. No era secreto alguno para muchos de los habitantes de Orbajosa lo que iba a ocurrir, pero no tenían la menor intención de impedirlo. Silenciosamente entraron en la casa. Caminaron a lo largo del oscuro y angosto pasillo. La madera chillaba con cada paso. Parecía tratar de alertar a alguien. Los tres se acercaron a la puerta. Caballuco extendió la mano para accionar la manilla. La puerta de la estancia en la que Pepe dormía se abrió. Los tres se acercaron al sofá, Caballuco apuntó con la mano más férrea que la ocasión le permitía hacia la oscuridad. María Perfecta encendió las luces. Entonces se encontraron aquellos tres personajes con lo único que jamás se habrían esperado encontrar. En el lugar en el que debía estar durmiendo Pepe Rey solamente había un libro, “Doña Perfecta” era su título, de un tal “Benito Pérez Galdós”. AI parecer, Pepe y Rosario estaban ya a kilómetros de Orbajosa, rumbo a Madrid. Fue en aquel preciso instante cuando Caballuco, María Perfecta e Inocencia descubrieron el grandísimo valor que tiene la literatura.

La creación del doctor Samuelsson Por: Roberto H. Roquer.

(Ganador del concurso literario Rosario Acuña 2008)


1
A pesar de la relativa oscuridad de la sala en la que se encontraba, la anciana mente de Erick Samuelsson podía ver con claridad el recuerdo de aquel soleado día de primavera en el que conoció a Valentina. La primera vez que estuvieron solos, en un precioso campo de rosas, común en los jardines de Wingene, un pequeño pueblo situado al sur de Brujas. En aquel bermejo mar ambos pasaron cortas horas, sin que las espinas o la suciedad les importunasen. Podía sentir la caricia del sol en su rostro (sensación bastante infrecuente en Bélgica), la sensación de aceleramiento que sentía en su corazón al juntar los labios de Valentina con los suyos, el estado en el que se encontraba su mente, casi sicodélico, la armonía de su alma…
-¡Señor, venga enseguida, la señora ha sufrido otro ataque!- La voz de la joven Bernadette, la nueva criada de la casa, retumbó como un trueno en los tímpanos de Erick, sacándole de sus cavilaciones. Con toda la agilidad que le permitía su vetusto y nunca muy fuerte cuerpo subió las chirriantes escaleras de madera que llevaban al dormitorio principal de la casa. Sobre la gran cama de roble una pequeña y anciana mujer se retorcía de dolores mientras no cesaba de gritar. Erick no pudo contener un escalofrío que le recorrió de pies a cabeza. A pesar de que ya contaba dos años que su esposa tenía aquella extraña enfermedad, no lograba acostumbrarse a permanecer impasible ante el sufrimiento de Valentina, la persona a la que más quería en este mundo. Ya se encontraban en aquel lugar dos de sus criados, intentando aliviar su dolor. Erick se sacó de uno de los bolsillos de su polvorienta chaqueta una jeringuilla que contenía un extraño líquido verde. En un momento, todo su dolor se transformó en decisión y con un gesto imperativo totalmente desacorde con lo enjuto de su cuerpo, apartó a los criados y clavó en el cuello de la anciana la aguja. Tras unos interminables segundos, los espasmos de Valentina se desvanecieron y el dolor pasó a ser una agradable sensación de “semirrealidad”, como la que se siente en lo profundo de un sueño. Tras esto, las rodillas de Erick fallaron y se desplomó en el suelo de la estancia desmayado. Los criados le colocaron con cariño junto a su esposa. Le tenían afecto, era un buen hombre, comprensivo y amable, además, con él la paga era tan puntual como el más preciso de los relojes.
Se despertó dos horas después, con un fuerte dolor en el pecho. A su lado pudo ver a su esposa, durmiendo plácidamente. Se levantó con algún esfuerzo y se sentó junto a ella. Valentina no tardó en recobrar la consciencia.
-Me muero, Erick, no hay solución- dijo mientras abría los ojos.
-Se que tu enfermedad es rara, aún no la he podido diagnosticar totalmente, pero bastará con que investigue un poco más para…-
-No. Sabes tan bien como yo que no hay remedio. Los ataques son cada día más fuertes y la dosis tranquilizante casi no me hace efecto. No intentes darme falsas esperanzas-
Erick recordó como al poco tiempo de casarse Valentina le confesó que deseaba estudiar. Lejos de disgustarle (como habría sido lógico en un caballero de mediados del siglo XIX), el señor Samuelsson se tomó de muy buen talante la noticia, pues estimaba en grado sumo la sabiduría. Su decisión provocó gran conmoción en todos los Clubes de sociedad, salones de ocio, y demás agrupaciones de esta clase, en las cuales, sus miembros consideraron que lo libérrimo de la idiosincrasia del doctor Samuelsson era insultante, o cuanto menos, inadecuada para un individuo de su categoría social. Y si continuaban dirigiéndole la palabra, si no con total amabilidad, si con una mínima cortesía, era por el mero hecho de que Samuelsson era el mejor científico del país y uno de los mejores de Europa, y en una pugna con la muerte no habría en todos los clubes o salones caballero que no quisiere tenerle de su lado.
Pero ahora se arrepentía de que su querida esposa hubiese estudiado medicina, y de que hubiese llegado a ser tan buena como él (si no mejor), pues si careciese de dichos conocimientos, sería más fácil tranquilizarla.
-Es mi momento, ¿qué le vamos ha hacer? He disfrutado de una larga y feliz vida con el mejor hombre del mundo, ¿Qué más puedo pedir? Repetía Valentina una y otra vez, más para tratar de tranquilizar a su marido que para autoconvencerse.

Días enteros dedicó Samuelsson a la investigación de aquella extraña enfermedad, pero no obtenía resultado alguno. Anuló todas sus conferencias, todas sus consultas, todas sus reuniones. Su prestigio descendía tan rápido como su capital, pero esto no le importaba, pues el dinero que hoy perdiese podría ganarlo mañana, y en lo que respecta a la imagen que los demás tenían de él, lo cierto es que nunca le había importado demasiado. Pero en cambio, si ahora perdía a Valentina nunca más la podría recuperar.
Muy a su pesar, cada nueva prueba realizada era tan infructuosa como la anterior. No existía cura posible para aquel mal. 
Desesperado, veía como uno tras otro, los experimentos que tras horas de trabajo había ideado se desvanecían como las hileras de humo se desvanecen en el cielo tras un incendio. Todas aquellas reglas que durante el transcurso de su vida había elaborado (pues para Samuelsson la medicina no era más que un conjunto de reglas) se volvían ahora contra él, traicionándole e impidiendo que pudiese alcanzar su objetivo. 
No fue hasta una fría y oscura tarde de Jueves cuando comprendió que la única manera de salvar a su amor era infringiendo aquellas reglas.
Con la excitación propia de quien está a punto de hacer algo ilícito, Samuelsson bajó al húmedo y descuidado sótano de su casa. Por desgracia, la oscuridad era tan profunda que apenas atinaba a ver las formas de aquella reducida estancia. Tras unos pocos pasos, tropezó con una estructura metálica. El agudo repicar de su acero iluminó el interior de Erick, ¡La había encontrado!
Pocas horas después el sótano ya estaba totalmente iluminado. Ante Erick se levantaba una gigantesca mole de acero y bronce compuesta por una innumerable cantidad de ruedas, rodamientos, muelles y cojinetes, como si de un enorme mecanismo de reloj se tratase, sostenido sobre cuatro inmensas patas. La parte inferior del aparato estaba compuesta de una serie de tubos y conductos que daban en dos recipientes, uno de gran tamaño en el que se podía introducir sin dificultad a una persona y otro de tamaño bastante más reducido.
Tras echarle una amplia ojeada a la máquina, se dirigió hacia una gran palanca que la humedad y el tiempo habían pintado de oxido. Intentó girarla de manera impetuosa, pero le fue imposible, por lo que decidió girarla más lentamente (respirando hondo, apretando con fuerza lo que quedaba del metal y dando cortos pero efectivos golpes) Tras unos minutos repitiendo este ejercicio, pudo ver como unas grandes placas de metal se movían entre siniestros chirridos. Finalmente, el gigantesco mecanismo de reloj comenzó a funcionar como activado por resorte mágico. Erick sonrió para sus adentros.
2
Emmanuel Poulsen, que en toda su vida no había hecho mayor ejercicio que el de tomar notas de aquellos polvorientos libros de los que solía estar rodeado y, a lo sumo, dar pequeñas carreras entre una interminable sarta de quejidos cuando la situación lo requería, era la única persona cercana a Samuelsson que le continuaba teniendo un sincero afecto, pero no porque en su cabeza bullesen ideas más liberales que en las de los demás habitantes de Bélgica, sino porque sinceramente, a Emmanuel aquello no le importaba. Admiraba a Samuelsson porque era el mejor, y buscaba emularle en todos los aspectos (no en vano, era uno de sus mejores discípulos). Tras sentarse unos momentos en el suelo con la intención se recuperarse de la fatiga que invadía implacable su obeso cuerpo y secarse con un pañuelo de seda los goterones de sudor que poblaban su frente, cogió las enormes y pesadas cajas y reanudó su marcha. No lograba entender por qué Samuelsson le había encargado que recogiera aquello, pero Emmanuel estaba dispuesto a obedecer ciegamente a su ídolo.
En la carta, Samuelsson le decía que estaba dispuesto a compartir con él una experiencia increíble siempre y cuando aceptase recoger de la gran sede del Banco Belga el contenido de la caja 111. El Doctor Samuelsson ya había informado debidamente al gerente del banco de esta circunstancia y todo estaba preparado para que se perdiese el menor tiempo posible en inútiles trámites e informes en los que únicamente se repara para asegurar su existencia. Tras unos minutos, logró llegar a la casa del doctor samuelsson. Apenas golpeó la puerta con sus nudillos cuando uno de los criados la abrió raudamente y le hizo pasar. Tras quitarse el abrigo, bajó al sótano de la casa acompañado, al igual que en el camino que le había llevado hasta ese lugar, por las pesadas cajas. Samuelsson le recibió con escatimada efusividad y con la misma avidez con la que un animal se dirige a por su comida. Tras esto, sacó de dichas cajas unas grandes placas de metal macizo que colocó en lugares estratégicos del mecanismo de reloj mediante oxidados soportes (no fue hasta ese momento cuando Emmanuel se percató de la existencia de dicho artefacto). Tras unos instantes que le fueron necesarios a Emmanuel para tomar conciencia del tamaño total de aquella estructura, decidió preguntarle su función a Samuelsson. La respuesta no fue otra que esta curiosa historia:
Hace ahora cuarenta años, comencé una investigación sobre el efecto de los campos electromagnéticos en los seres vivos, para lo cual hice un experimento que consistía en encerrar plantas y pequeños animales en jaulas totalmente rodeadas de potentes imanes. Por desgracia, al poco tiempo de empezar estas investigaciones un incendio asoló el pequeño estudio en el que las llevaba a cabo, de manera que todo el material quedó inservible. En aquella época mis medios económicos no eran tan desahogados como los que disfruto hoy en día, pues aunque mi nombre empezaba a ser conocido en las más altas esferas, no era ni con mucho el sinónimo de respetabilidad y admiración que es hoy en día entre las clases más altas de la sociedad,* por lo que me era imposible reconstruir el experimento. Quiso la fortuna que un gran amigo mió ya fallecido tuviese cierta relación con un chatarrero que aseguraba poseer unos grandes imanes que estaba dispuesto a vender a muy buen precio. Su argumento era que dichas piezas estaban malditas, pues todos sus anteriores poseedores habían desaparecido misteriosamente. Sin pensármelo dos veces, decidí adquirir aquellas placas de metal imantado (las mismas con las que usted ha ido cargando desde el banco). Aquel mismo día, las coloqué adecuadamente formando una cúpula alrededor de una flor, (creo que era una rosa) y las dejé toda la noche en dicha posición.
A la mañana siguiente comprobé que no había ningún cambio en el experimento, y a los pocos días me encontré una flor muerta y putrefacta. Achaqué esta muerte a la ausencia de luz solar y lo único reseñable que descubrí fue un extraño líquido que impregnaba las placas imantadas. Desilusionado, me deshice de la flor y con un viejo pañuelo limpié el nuevo líquido (cuya aparición expliqué con varias teorías, todas ellas intrascendentes). La sorpresa llega ahora. A la mañana siguiente me percaté de que de mi pañuelo habían brotado una serie de hojas y pequeñas ramas con algún petalillo. Tras el lógico sobresalto, comencé a investigar con mayor ímpetu. De las consiguientes investigaciones extraje que: a) Este fenómeno sólo se daba con dichos imanes, tal vez esto se debiese a una impureza en lo más profundo de su composición químico-extructural o a que el mineral extraído para su elaboración provenía de una montaña bendecida por algún santo**. b) La muerte del sujeto estaba total e indiscutiblemente ligada a la extracción de la “esencia” (nunca he estado totalmente satisfecho con este nombre, pero creo que es el más apropiado para hablar de esta sustancia), tal vez la extracción de dicha esencia de estas criaturas provocase la desaparición de la vida, no lo se. c) La duración de la metamorfosis no era permanente ya que la esencia añadida se desvanecía con el tiempo, probablemente si se consiguiese una muestra de extraordinaria calidad se conseguiría una metamorfosis permanente. d) Para conseguir una muestra de gran calidad, era necesario alinear de tal forma los imanes que la fuerza magnética fuese de uno a otro de igual manera que viaja la luz de un espejo a otro en esas estructuras en las que los cristales reflectantes se encuentran colocados en tal ángulo que todos presentan una imagen semejante. Conseguir el ángulo perfecto es una de las funciones de esta máquina.
Por desgracia, diversas circunstancias*** provocaron que me fuera imposible continuar con las investigaciones hasta el día de hoy, en el que las retomo por causa de fuerza mayor.
-¿Y por qué me ha avisado a mi?- Preguntó impresionado Emmanuel.
-Porque usted es el único caballero en este condenado país que me guarda algún respeto, además del científico más capaz al que nunca he formado.-
No fue necesario mucho tiempo para que ambos científicos comenzasen las investigaciones. Primero realizaron los experimentos con plantas, introduciendo las macetas en el mayor de los recipientes y dejando que tuviese lugar (con resultados satisfactorios) la extracción de la “esencia”. Pero no tardaron en dar el paso siguiente. Sin estar totalmente seguro de hacer lo correcto, Erick introdujo en el primero de los recipientes un gato abandonado que había recogido días atrás. Aunque los primeros resultados no fueron positivos, a los pocos días el gato perdió la vida espontáneamente y su esencia no tardó en filtrarse por los conductos situados al otro lado del mecanismo. La pésima calidad de aquella sustancia fue decepcionante para los dos investigadores, pero Samuelsson no tardó en percatarse de que esto se debía a que el ángulo de los imanes era el apropiado para una planta, pero no para un gato. Tras noches enteras realizando los adecuados cálculos matemáticos, por fin encontró la posición correcta para que cada una de las placas reflectase en la siguiente a la perfección la esencia del sujeto. Tras colocar con precisión milimétrica cada una de las ruedas del mecanismo, repitió el experimento con otro gato y el resultado fue excelente, pues al ser aplicado este ungüento a una pequeña tabla de madera no sólo comenzó a brotar pelo negro azabache de ésta, sino que su morfología comenzó a cambiar dando una imagen similar a la de un felino, y lo que era más importante, cuando se pasaron los efectos de la esencia, la tabla continuó conservando indefinidamente el aspecto de un gato y unos pocos mechones de pelo. De esta experiencia se extrajo que : a) Cuanto más complejo era el sujeto, de más calidad era la muestra, b) Una muestra de gran calidad podía alterar permanentemente el cuerpo en el que era aplicada.
Las sucesivas pruebas que ambos científicos hicieron confirmaron estas hipótesis. Por desgracia el tiempo se acababa y a ojos de Erick la investigación no avanzaba suficientemente rápido. Los ataques de Valentina eran cada vez más fuertes y los medicamentos apenas le hacían ya efecto. Una de aquellas crisis detuvo el corazón de la anciana durante más de veinte segundos. Dentro de poco, Valentina se iría para siempre y su esencia se perdería para toda la eternidad. Tenía que hacer algo ya o la máquina no podría salvar a su amada esposa. Cierto era que sus investigaciones estaban contribuyendo en grado sumo en el avance de la ciencia, pero Valentina se moría y la ciencia no la estaba salvando. Esa misma noche, Samuelsson se decidió a cruzar la última de las puertas.
3
El doctor Samuelsson intentó agarrar con la mayor fuerza posible el pesado candelabro de bronce que alumbraba el dormitorio con su mano derecha, pero se encontró con que su extremidad había perdido toda clase de sensibilidad. Tras atribuir esta dolencia a la tensión que vivía en aquellos días, decidió dejar a un lado la diestra para abarcar el pesado objeto con la siniestra, pues encontrábase ésta en mucho mejor estado. Ya desde hacía días había hablado Samuelsson con Emmanuel sobre su intención de comenzar a experimentar con humanos, a lo cual su compañero se negaba en rotundo. Cada vez que Erick sacaba a la luz sus intenciones, la aguda voz de Poulsen le clavaba en los tímpanos la misma respuesta:- ¡Por Dios señor Samuelsson, somos científicos, no asesinos, y si usted se empeña en continuar con este plan absurdo, yo se lo impediré! No había elección, aquella era la única salida. 
El seco golpe del frió metal en la nuca fue menos ruidoso de lo que Samuelsson se habría podido imaginar. Por supuesto, el golpe no acabó con su vida, pues muerto, Emmanuel no le era a Samuelsson de ninguna utilidad (además, la escasa fuerza de su anciano brazo no se lo habría permitido) pero si le había arrebatado la consciencia. Tras esto, utilizó las pocas energías que habitaban su débil cuerpo para introducir a su excompañero en el primero de los recipientes. Debido a lo enorme de la corpulencia de Poulsen, esta tarea le resultó especialmente trabajosa a Samuelsson.
Una vez llevado a cabo el trabajo, y tras dedicar unos instantes a recuperar el aliento, Erick comenzó a recalibrar los imanes según los planos geométricos que había diseñado días atrás. Después de realizar los ajustes necesarios para adecuar la posición de las ruedas al peso y estatura del nuevo sujeto para captar una esencia de insuperable calidad, comenzó a deleitarse ante la esperanza de que su plan pudiese funcionar. Por primera vez en mucho tiempo en su mente hubo algo más que tristeza y dolor, hubo esperanza. Después de cerrar con varios cerrojos la mohosa puerta del sótano se encaminó hacia los dormitorios con aparente serenidad. Meses atrás, el haber provocado la muerte de una persona le habría llenado de horror, pero ahora sentía únicamente indiferencia hacia el crimen que acababa de cometer. Era como si la parte de la conciencia destinada a crear los fantasmas del remordimiento, como si las neuronas que, en lo más profundo y recóndito de su mente, diferenciaban entre lo correcto y lo incorrecto hubiesen desaparecido junto con la sensibilidad de su brazo derecho. Cuando entró en la estancia, se encontró con el pequeño y estilizado cuerpo de Bernadette sentado a los pies de la cama de roble llorando desconsoladamente en el hombro de uno de los criados que se encargaba primordialmente de cuidar de Valentina. En ese momento, los ojos de las tres personas de aquella habitación mantuvieron un silencioso dialogo más comunicativo de lo que hubiese sido cualquier concatenación de palabras.

Dos días después se celebró el funeral. Ante la sorpresa de los asistentes, quienes consideraban aquella reunión como simplemente uno más de aquellos actos de sociedad en los que los caballeros buscaban la creación de nuevos negocios y las damas presumir de sus esplendorosas joyas, el señor Samuelsson no apareció. Esto se debía a que esa misma noche había perdido la sensibilidad en las piernas y no podía caminar. Pero los criados de la casa se sorprendieron terriblemente cuando Erick no se lamentó de no poder acudir al entierro. Lo cierto es que su indiferencia no estaba fundada en la búsqueda de un estoicismo fingido con la única intención de mostrar una inexistente fuerza, sino que realmente no le importaba demasiado la muerte. Cierto es que hubiese preferido que Valentina siguiese viviendo, pero su fallecimiento no era causa suficiente como para dejar de lado la importante investigación que estaba llevando a cabo, y más ahora, que el éxito se encontraba “ad portas”.
Al mismo tiempo, la policía había tenido notificación de la desaparición de Poulsen y ya habían comenzado las pesquisas. 
Un mes después de ambas muertes, y ayudado por una silla de ruedas, Erick regresó al sótano. Continuaba teniendo esa insensibilidad, pero ahora estaba acompañada por unos extraños sudores que no cesaban nunca. El hedor a podredumbre en aquel sótano era insoportable. En el gran recipiente de la máquina se encontraba un oscurecido esqueleto. A Samuelsson no le costó trabajo arrojarlo en la carbonera. Tras esto, comprobó que una gran cantidad de esencia se había depositado en el segundo recipiente. Al verter esta sustancia en una tabla de madera, una espectacular metamorfosis tuvo lugar ante la fría mirada del investigador. Paulatinamente, la tabla fue adquiriendo una forma extraña. Además, el olor que ahora desprendía era muy similar al de Emmanuel, rancio y sudoso, y lo que era más importante, a los ojos de Samuelsson ocurrió algo sorprendente. Ni con todas las palabras del diccionario habría podido explicar aquella sensación, pero podía sentir que aquella tabla de madera tenia algo más que una morfología y un olor característico. Tenía algo más de lo que tenían las demás muestras. Tenía vida.
Durante horas, Samuelsson había estado absorto en esa experiencia, pero al cernirse sobre el cielo la noche, pasó por su mente una terrible idea. Ya conocía la causa de su enfermedad. No era ningún virus, ni ninguna infección. Al estar tanto tiempo en contacto con los imanes y sin protección alguna, la extracción de su propia esencia había comenzado. Desesperado, buscó alguna manera de salvarse, pero al poco tiempo comprendió que había comenzado un camino en el que no existía posibilidad de dar un paso atrás. Su corazón se agitaba con tanta fuerza que su acartonado pecho apenas podía mantener su consistencia. Tras hacer acopio de toda la resignación y estoicismo que guardaba en su interior, aceptó que estaba condenado a vivir una vida eterna, a ser inmortal. Con las escasas fuerzas que le quedaban en su brazo izquierdo escribió una nota en la que contaba todo lo sucedido con la esperanza de que alguien pudiese encontrarla algún día. Tras esto, se acomodó en el mayor de los recipientes y se embarcó en un sueño del que no estaba destinado a despertar. 
Días más tarde, un testigo confirmó que la última vez que había visto a Poulsen, éste acababa de entrar en la casa de Samuelsson para trabajar durante horas (como cada día) en el sótano. Los investigadores entraron por la fuerza en la casa ante el desconcierto del servicio, (quienes pensaban que el señor estaba de viaje). Al llegar al sótano, uno de los agentes leyó la carta en voz alta ante la estupefacción de los allí presentes, que no pudieron contener su asombro, asombro que se vio multiplicado por el hallazgo de un recipiente que contenía un extraño líquido. Tras unos minutos, se decidió unánimemente prenderle fuego a todo el laboratorio. Se elaboró una cuidadosa mentira para explicar las desapariciones de Emmanuel y Erick.
No se redactó informe alguno sobre lo sucedido en aquel oscuro lugar, la verdad quedó para siempre encerrada en la memoria de los agentes de policía Marcus Demeter, Thiermo Bah y Eduard Ernest Page.
* Líneas antes se dice que Samuelsson no era un ejemplo de respetabilidad por parte de las clases altas. Es evidente el uso del sarcasmo por parte del doctor.
**Samuelsson únicamente considera veraz la primera explicación, la segunda no es más que un nuevo sarcasmo que da a entender la escasa afinidad del doctor por la iglesia.
***Probablemente, temor a descubrir algo cuyas consecuencias pudiesen ser fatales.

El Sendero de los Muertos. Por: Roberto Hevia.


(Ganador del concurso literario Rosario Acuña 2007)
¡Ay de mí!, ¡ay de mi desdichada ánima!, que sin saberlo nació ya condenada. Mas qué triste liberación es la muerte, dulce penuria, que al ser con todos los hombres justa, actúa ella con injusticia.  
                                                                           
Todavía paréceme sentir entre mis dedos la espesa sangre de aquel desdichado lechón abandonando, junto a la vida y al calor, el inerte cuerpo que yo mismo mutilé miembro a miembro ante la atenta mirada de Marte. Cientos de veces había hecho yo este ritual, práctica común entre los legionarios romanos, con igual cuidado, mas nunca con tal devoción, sabía que la muerte me acechaba con disfraz de hombre y ojos de ambición.
Llevaba yo una vida tranquila en Tartelium, una pequeña villa cercana a la ciudad de Genua(1). En ese lugar nací, crecí y conocí a Valeria. No sabría decir cuando comenzó esta nefasta relación, pero maldigo con toda mi alma la hora en que la enfermedad del amor germinó en mi interior. Vivía complacido con mi vida, esforzándome por ser eficaz en el trabajo y juntarme despues con mis amistades y pasear, hablando de insustanciales temas y caminando a la par que otro grupo formado en exclusiva por las féminas de mi villa, intercambiando ocasionalmente ciertas miradas y compartiendo en los últimos coletazos de la noche cortas conversaciones.
De esta forma fue surgiendo entre Valeria y yo, Cornelio Máximus Grato, el sentimiento del amor, si ese nombre es el que se le puede dar a lo que al menos yo sentía. Lo cierto es que me agradaba su compañía y sentía cierta atracción carnal por Valeria, mas no reconocía entre mis sentimientos hacia la joven ninguno mayor que el de la simple amistad, algo que distaba mucho del amor que un hombre puede llegar a sentir hacia una mujer. Siendo sincero, nunca había yo sentido especial atracción hacia Valeria hasta antes de nuestro noviazgo, y nunca significó ella para mí el ideal de mujer, pero el azar nos había unido y yo no tenía motivos de queja, ya que si bien estaba mi alma condenada a vivir en un infeliz matrimonio, no sería mi suerte muy diferente a la de el resto de habitantes de Tartelium, incluidos mis padres.
Por aquel entonces eran esos todos mis motivos de cavilación, pues las campañas de Aníbal por tierras Romanas sonaban en mi villa como algo lejano (nada más lejos de la realidad), pero el destino me tenía reservado un macabro papel.
Llegó a mi aldea un emisario del Senado romano llamado Astinus Ambrosianus con la intención de reclutar hombres para el ejército de Publio Cornelio Escipión, y quiso la fortuna, dama caprichosa, que dicho emisario posase su mirada sobre Valeria. Deseando por todos los medios desembarazarse de mi presencia, incluyó mi nombre en la lista de reclutados (a pesar de que era yo demasiado joven) para las tropas.
Como un rayo cruzaron estas cavilaciones mi mente en mitad del sacrificio, pero sabía que no podía distraerme de mi empeño, ya que mañana sería partícipe del más trascendental capítulo de la historia de Roma. No habría mañana lugar para los cobardes, pues tendría lugar algo más importante que la vida y la muerte, más importante que el infierno y la tierra, porque lo que mañana tendría lugar era algo superior a la vida y a la muerte, era algo superior al infierno y a la tierra, aquello sería la batalla de Zama. 
Mentiría si dijera que no sentí temor en repetidas ocasiones, a pesar de que la centuria a la que yo pertenecía se hallaba bastante lejos del centro de la batalla. Mi papel, mejor dicho, nuestro papel era sencillo, en caso de victoria, sólo tendríamos que colocarnos a la derecha de los soldados cartagineses que huyesen y apresarlos o matarlos y en caso de que el desarrollo de la batalla fuese negativo para las tropas romanas, nuestro papel sería interponernos entre los soldados que huyesen y los cartagineses y dar la vida por ahorrarle bajas al Senado.
El desarrollo de la batalla fue demasiado complejo como para describir las maniobras de ambos bandos. Cuando mis ojos vieron que las águilas romanas aplastaban a las tropas de Aníbal, se llenó mi cuerpo de un profundo y mágico bienestar, como el que siente un criminal al eludir la justicia o un enfermo al ver un amanecer. Al fin, llegó nuestro momento y  tengo que admitir que me sentí invadido por un inconmensurable placer, gozando de estar con vida como nunca antes lo había sentido. Ya en la retaguardia de los cartagineses, comenzamos a hacer el papel que nos había sido asignado para la batalla. Más que una contienda, aquello era una carnicería. Los soldados enemigos, que habían arrojado sus armas y armaduras para poder huir más raudamente, eran totalmente vulnerables ante nuestras poderosas gladius. Pero entonces, el centurión que nos lideraba se percató de que había cometido un error imperdonable. La euforia de la victoria le había hecho atacar a los desertores antes de que la formación cartaginesa principal hubiese caido completamente y ahora, los restos de ésta atacaban a nuestra centuria. En vano, formamos en tortuga, pero ésto no detuvo a los soldados de Aníbal, que cargaron violentamente contra nosotros. Apenas pudimos ofrecer alguna resistencia antes de que las tropas de Aníbal acabasen con nosotros. Yo luché hasta los confines de mis fuerzas, hasta que mis músculos dejaron de responderme, luché de forma tal que no sería comprensible por nadie que nunca hubiese luchado para salvar la propia vida.
 Pero los cartagineses nos superaban en número y poco pude hacer antes de que aquella informe masa de espadas y escudos nos aniquilasen. En el momento en que el frío metal penetró en mi costado izquierdo sentí como mis energías me abandonaban y me desplomé sobre el áspero suelo. 
Me sería imposible recordar con exactitud cuanto tiempo permanecí sin conocimiento, mas presumo que no sería mucho, pues cuando desperté las tropas de Escipión aun no habían entrado en Cartago.
Lo primero que vi al recobrar la consciencia fue un extraño vendaje que desde mi hombro derecho bajaba hasta mi costado izquierdo, taponando así la herida, que lejos de dolerme, apenas me escocía. Apenas habíame yo percatado de que me encontraba en una tienda de campaña similar a las que usaban las tribus que habitaban las cercanías de Cartago, cuando se corrieron las finas sedas que envolvían mi lecho y apareció ante mi una presencia que cautivó mi atención. A decir verdad, esperaba encontrarme en ese lugar a uno de esos altos y negros habitantes de la sabana, o incluso a un nubio, pero en su lugar me encontré ante una bella joven de tez pálida, castaños cabellos y esbelto cuerpo. A pesar de mi asombro, ella me saludó alegremente en perfecto latín y raudamente comenzó a urgar en mi herida untándola con diferentes potingues. Tras finalizar ella esta tarea, comenzó a conversar conmigo, al igual que antes, en perfecto latín.
Fue entonces cuando supe que la desconocida que velaba por mi vida no era Cartaginesa ni nubia, ni siquiera Africana. Había nacido en una ciudad cercana a Mesopotamia, pero a la muerte de sus padres, y aun siendo una niña, se fue con un familiar a Roma, mas al poco tiempo volvió a viajar, esta vez a Cartago. Y no fue en la ciudad Africana, sino entre las tribus que la rodeaban en donde Haileena, que así se llamaba la joven, encontró la felicidad. Alli, la muchacha era considerada como la hija de toda la tribu y era tratada con gran amor. Junto a la joven (no pasaba de la veintena) pasé yo mucho tiempo, aun después de haberme curado, y puedo decir sin temor a equivocarme que aquellos momentos fueron los más felices de mi vida. Lo cierto es que yo no habría cambiado ni por todo el oro del mundo uno solo de aquellos preciados segundos. Es probable que junto a Haileena  sintiese por primera vez ese sentimiento que llaman amor, pero aunque yo prefiero pensar que en efecto, estuve enamorado, no podría asegurarlo, pues ese sentimiento era desconocido para mi y por supuesto totalmente distinto a lo que sentía cuando estaba con Valeria.
 Pero yo sabía que vivía en una utopía y que tarde o temprano tendría que volver a mi hogar, pues el hogar es como el sol, aunque no puedas verlo sigue brillando. Asi se lo expliqué a Haileena, ella lo aceptó con sorprendente facilidad, quizás porque la muchacha ya estaba acostumbrada a que la abandonasen, no lo sé. Lo único que sé es que al día siguiente me embarqué en un pequeño barco hacia tierras romanas. Mi embarcación atracó en un puerto muy cercano a Genua, de donde me encaminé hasta Tartelium. No dejo de maldecirme por haber tomado aquella decisión, pues cuando llegué a lo que fue mi hogar me encontré con un desolador panorama. Valeria se había olvidado por completo de mí y estaba prometida a Astinus Ambrosianus, el emisario que me había enviado a morir a Cartago. Desolado, decidí presentarme ante ella y pedir explicaciones, pero cuando me vio, de su boca no salió una sola palabra, de sus músculos no se desprendió un solo gesto, únicamente me miró como el arrogante rey mira al pobre mendigo. Apenas tuve yo tiempo de percatarme de esa reacción cuando de los labios de Astinus salió una orden -¡llevaos a este hombre!- dijo arrogantemente el maldito emisario. Al oirla me sentí confuso, pues entre las personas que esa noche estaban reunidas en la plaza de mi villa no había ningún soldado, pero entonces dos de mis amigos me prendieron como a un criminal y me arrojaron a las afueras de la villa.
 Entonces maldije a todo el planeta, maldije a Astinus por matarme, maldije a Valeria por haber olvidado que estuve muerto, maldije a mis amigos por haberme enterrado, maldije a todo el mundo, maldije a todas y cada una de las almas que pueblan la tierra, excepto a Haileena, a mi amada Haileena, y fue entonces cuando comprendí que mi hogar no estaba en Tartelium, sino en las cercanías de Cartago. Exasperado, crucé nuevamente el mar mediterraneo en busca de mi verdadero hogar, pero cuando llegué a la antagonista(2)  me percaté de que del puerto de la explendorosa ciudad que conocí sólo quedaban algunas cenizas y escasos escombros, y cuando me acerqué al lugar en donde estaba la tribu de Hailleena sólo pude ver los escasos restos de lo que antaño habían sido tiendas de campaña. Era evidente que las tropas de Escipión habían arrasado los asentamientos de las tribus que rodeaban la ciudad de Cartago. Entonces sentí como si millones de lanzas me atravesasen el alma. Entonces volví a maldecir, pero no maldije a Valeria ni a Astinus, sino que maldije a las águilas de la legión, maldije a Escipión y al Senado, maldije a Roma, maldije a Aníbal, y a Cartago, maldije a todos y cada uno de los soldados que participaron en esta contienda.  
Casi un año dista ya de ese macabro episodio de mi vida y la cicatriz de mi alma aun no se ha curado, pues estas cicatrices sólo se curan con las heridas del cuerpo. Ya finalizada la tarea de redactar esta parte de mi vida, me encamino a mi último viaje, y espero encontrarme al final de éste con Haileena. Amado pugio(3), preciosa llave, introdúcete en la cerradura de mi cuerpo y ábreme las puertas de la felicidad que en el momento de mi nacimiento me fue negada.
(1)     Actual Génova.
(2)     Es decir, Cartago.
(3)     Daga romana.