jueves, 12 de mayo de 2011

Ijabaren.

A quien pueda leer esto, mi nombre, mi verdadero nombre, es Ijjabaren, aunque muchos quieran llamarme Mathew Wilkinson Waltermountain, hijo de la familia de Waltermountain de Gales, emparentada con la mismísima Reina de Inglaterra. Tuareg. Antes de leer estas líneas has de saber, seas quien seas, que no me arrepiento de nada de lo que he hecho, y en esta la hora de mi muerte ni me achico ni me oculto. He encontrado mi camino, pocas personas pueden decir eso con pleno convencimiento, y si ahora he de morir, no puedo más que aceptarlo.
A quien pueda leer esto, mi nombre, mi verdadero nombre, es Ijjabaren, aunque muchos quieran llamarme Mathew Wilkinson Waltermountain, hijo de la familia de Waltermountain de Gales, emparentada con la mismísima Reina de Inglaterra. Tuareg. Antes de leer estas líneas has de saber, seas quien seas, que no me arrepiento de nada de lo que he hecho, y en esta la hora de mi muerte ni me achico ni me oculto. He encontrado mi camino, pocas personas pueden decir eso con pleno convencimiento, y si ahora he de morir, no puedo más que aceptarlo.
No creo que nos demos cuenta del camino que transitamos hasta que ya tenemos andado un trecho demasiado largo para volvernos atrás. Recuerdo el comienzo de este camino. Mi nacimiento en una de las más importantes familias nobiliarias de Gran Bretaña. Pero a pesar de mis esfuerzos nunca habría podido llegar a encajar en una sociedad tan plagada de depredadores como la alta sociedad de la Inglaterra victoriana. Para nadie era secreto (aunque mi madre lo intentase) que mi padre había empleado la fortuna heredada en satisfacer sus vicios y apetitos y había hecho malos negocios cambiando las riquezas por deudas. Dudo que mi padre fuese un mal hombre, o que no amase a su familia, sino que simplemente era demasiado voluble como para enfrentarse a los únicos sabores que podía extraer de su triste existencia. Pero no son los apellidos selectos ni los títulos los que ponen comida sobre la mesa cada día, y esa lección sólo pareció comprenderla mi hermano, que con su duro trabajo y sus inteligentes negocios pudo mantener nuestra casa a flote tratando de sostener los pesados lastres que eran los lustres que habíamos de ostentar y que no engañaban a nadie. Recuerdo aquella vez que un embajador vino a nuestra casa y tuvimos que sacrificar nuestra comida de una semana para poder ofrecerle al señor y su séquito digno banquete. Pero cuando el destino parece haber conchabado los males es imposible nadar contra las olas. No había pasado ni un año desde que mi querido hermano se hizo con las cuentas de la casa cuando, en una travesía por mar, cayó enfermo y pronto murió. Gracias a Dios su gran inteligencia pareció haber planificado este problema y antes de partir en el barco de la “Royal Navy” dejó firmado mi acuerdo prematrimonial con la señorita Laura Mosse, hija de un rico pero plebeyo comerciante. Con dinero o sin dinero, seguíamos teniendo un gran apellido, y mientras la hipocresía de la época entendiese esto como un gran patrimonio estábamos salvados. Pero en un mundo plagado de leones no es fácil ser presa. Yo nunca había encajado en aquella artificiosa y barroca sociedad. Nunca me habría acostumbrado a perder, no, ocultar, mi naturaleza. Nunca había comprendido (ni por tanto, descollado) el estilo de vida que parecía premiar y adular la mentira y el profundo descontento. En el fondo, mi madre jamás (o eso creí pensar) me perdonó que yo no jugase en ese juego. Ni ella ni nadie. Por eso nunca había sido bien aceptado en salones, clubes de sociedad, etc. Y este mundo no perdona a quien trata de luchar contra la corriente. Es necesario decir que la casa de Northshire era nuestra más férrea enemiga. Desde antaño nuestros nombres habían rivalizado en honores y privilegios. Y ahora que mi familia estaba hundida no se resistirían a, entre sonrisas y manos estrechadas, asestarnos la puñalada definitiva. Los escasos negocios, la mayoría hipotecados, que todavía conservaba mi pobre y viuda madre, encepados por el descrédito de nuestro nombre, apenas podían mantener a flote unos artificios que ya no engañaban a nadie y una vida totalmente ficticia. No la culpo. Era para lo único para lo que la habían educado, para lo que educaban a todas las mujeres, para hacer destacar el lustre de su familia. Pero semejante lección la sabía también la señorita Mosse, mi prometida, que, ante las perspectivas actuales, había maquinado la forma de sacar el máximo provecho de la situación. 
Para el joven Paul Northshire no suponía casi molestia pagar la cantidad estipulada para la ruptura del contrato prematrimonial y casarse con la señorita Mosse. (Es curioso, creo que en ninguna de las pocas ocasiones en las que mantuvimos conversaciones nos llamamos por nuestros nombres de pila). La verdad es que esto no me supuso trauma alguno (la verdad, incluso puede que cierto alivio). Pero el dinero se agotaba. Nuestro apellido apenas conservaba ya rentas que nos pudiesen sustentar. Mi pobre madre no soportaba que continuamente la señalasen con el dedo. Se encerró a vivir su vejez en la oscuridad de su cuarto. Y las cuentas seguían sin cuadrar. Por ello tomé una decisión que con justicia algunos tildarán de cobarde, aunque hubiese sido valiente en otras circunstancias. Apuntarme en el ejército de su majestad la Reina Victoria y huir a la guerra en África. Poco después me enteré que mi querida madre había estado llorando amargamente durante días enteros tras mi partida. No soportaba perder a su único hijo. Lo único que le quedaba en este mundo, por eso decidió irse también…


Hacía escasos días que había concluido (a nuestro favor) el incidente de Fashoda y ahora estábamos obligados a avanzar hacia el Sur a marchas forzadas. Expediciones alemanas se habían aportado en las costas Sur orientales del continente y avanzaban al interior, mientras que los portugueses y holandeses se hacían fuertes a nuestro alrededor. Por eso no se podía perder un instante. Caminamos bajo un sol abrasador durante días enteros. Gracias a las pocas influencias que me quedaban pude disfrutar de una posición relativamente confortable dentro de mi regimiento, pero aun a pesar de esto, me estremecía al ver como los soldados que iban con nosotros, ya fuesen compatriotas o indígenas, se desplomaban ante las extremadamente duras condiciones de aquel camino hacia el infierno. Por el día el abrasador fuego del sol extendía su manto sobre los caminantes, y por la noche, los contrastes de temperaturas para los que los europeos no estábamos acostumbrados hacían estragos entre los desgraciados soldados. Los imprudentes que dormían al raso y con la cara vuelta a la luna sucumbían a las fiebres. Varias veces llamé la anteción sobre estas circunstancias a nuestros superiores, pero lo más que escuché fueron expresiones despectivas ante mi estulta compasión. Quien cayese en aquel lugar era demasiado débil como para luchar por su país. Recuerdo la primera batalla que presencié desde mi llegada a El Cairo.

Hacía una semana que habíamos partido y nos encontramos sin agua ni comida (a excepción de los oficiales) bajo aquel implacable sol que parecía obra del mismísimo Lucifer. De repente nos encontramos con un pequeño poblado. La empalizada era totalmente de madera y en su interior apenas había unas pocas cabañas de decadente aspecto. El único vestigio de vida eran unas pequeñas columnas de fuego que salían de entre las chozas. Uno de nuestros traductores se acercó a la puerta principal y pidió en su idioma que nos cediesen algo de comida y agua. Por contestación tuvimos, simplemente, una flecha que disparada desde algún punto indeciso fue a atravesar la garganta del pobre desdichado. Sin esperar orden alguna, los soldados calaron bayonetas y se colocaron rápidamente en formación. 
Pero antes de que siquiera nuestra tropa pudiese reaccionar una ola de flechas negras como la noche oscurecieron el cielo y se desplomaron sobre nosotros. La mortífera lluvia acabó con la vida de seis de los nuestros, e hirió a otros veinte. Pero nuestra sorpresa fue colmada con el estruendo que sobrevino tras las flechas. Una serie de disparos de fusil cayeron sobre nosotros. Aunque pueda parecer imposible, estos disparos apenas causaron más que un leve sobresalto en nuestras filas, ya que aquellos indígenas demostraron tener una pésima puntería y nula práctica en el manejo de armas de fuego. Pero la respuesta no se hizo esperar. Una implacable descarga de nuestros fusiles fue suficiente como para limpiar de tiradores la parte superior de la empalizada. Acto seguido, avanzamos hacia las puertas lo más rápido posible, con la esperanza de que pudiésemos entrar en el campamento enemigo antes de que se sobrepusieran de ese último golpe. No podría explicar el motivo por el que hice lo que hice, ni por qué volvería a hacerlo. Ese combate era lo suficientemente poco importante como para que mi modesta graduación de oficial me obligase a entrar en él. Pero la perspectiva de ver a mis amigos, mis compañeros, arriesgando su vida ante mi impávida posición me horrorizó. Fue una acción instintiva, inexplicable e ilógica. Sable en mano salté y corrí hacia aquellos valientes que daban sus vidas por unos hombres demasiado importantes como para morir por ellos. Ya caían nuevas flechas cuando la puerta cedió y logramos entrar. El rugido de los disparos fue ensordecedor. Los fogonazos que escupían los cañones iluminaban la dantesca escena. Entre la nube de pólvora que se había formado las bayonetas y los sables competían con las rudimentarias hojas de los indígenas para ver cuales eran más mortíferas. En mitad del estruendo de aquel combate apenas podía discernir entre amigo (si había alguno) y rival. Solamente recuerdo unos ojos. Una mirada. Esa mirada que me persigue desde mis pesadillas. Un hombre tendido en el suelo, sangrando por la cabeza (no sé si por un ataque mío o de alguno de mis soldados) observándome. La última mirada de un hombre. Es algo terrible. No me extraña que los cobardes disparen por la espalda, esos ojos, desquiciados, que sabían tan bien como yo cómo acabaría aquel lance. Aquellos ojos que miraban a la muerte cara a cara, ambos sabíamos cómo había de terminar y solamente retrasábamos lo inevitable. Pero hubo algo que me desconcertó y que sólo ahora comprendo. Tenía mirada triste, pero aceptaba su muerte como un hecho inevitable. Ahora entiendo que esa es la actitud que siente un hombre ante el fin de una vida cuando no hay nada de lo que lamentarse. Esa sensación es la que siento ahora.
La batalla terminó en menos de una hora. No hubo gran resistencia. Tras quemar el poblado y capturar a todos los supervivientes como prisioneros, nuestro capitán cogió uno de los fusiles con los que ellos nos habían atacado. Era de incuestionable factura francesa. :-Esos cabrones estaban con los franceses, nos habrían matado para cederles la tierra:- Aquel razonamiento parecía incuestionable. De todas maneras, creo que los franceses simplemente le habían amenazado de muerte para que luchasen contra nosotros. Lo sé porque nosotros hacíamos exactamente lo mismo.
Así se ganan las guerras.

Pero la marcha había de proseguir. Sin pena ni gloria, caminamos hacia el sur, compitiendo contra nuestros enemigos y luchando contra los límites de nuestras propias fuerzas. Habitualmente se dice que en condiciones extremas afloran los máximos sentimientos de las personas. Es algo totalmente cierto. Recuerdo a un joven, Jack, que estaba allí para evadirse de la prisión por estafa y robo. Lo cierto es que gozaba de un carácter tan amigable y cordial (aun a pesar de las circunstancias) que el único (e imperdonable) delito que podía achacársele era el de ser un pobre hombre. Contrastaba magistralmente con los respetables oficiales de las más altas alcurnias que nos dirigían, personajes amoldados por la perfección de la sociedad en la que se habían criado y que ocultaban su cobardía tras los vasos de Whisky y la estúpida altanería. Durante el penoso trayecto, sólo hice buenas migas con el mencionado carterista y con Nigala (o algo así), nuestro traductor. Al parecer los oficiales no gustaban de hablar con alguien que se mezclase con los soldados rasos y estos recelaban de mí, entendiendo que me dirigía a ellos solamente con intención de humillarles. Es curioso ver como muchas veces las fronteras de nuestras “castas” están igual de cerradas por ambos lados. Solíamos pasar las noches y las horas de descanso burlándonos de nuestras desgracias y tristezas, demostrando el poder igualatorio de los infortunios y del común destino sobre personas en apariencia tan diferentes. Jack nunca había llegado a conocer a su padre, pues murió en la mar antes de que él naciera. Su madre le había abandonado a las puertas de una iglesia a los pocos meses de edad y desde entonces había tenido que sacrificar su niñez aprendiendo a sobrevivir por sí mismo. Cuanto llegó a la edad adulta se vio obligado a deambular de un lugar para otro hasta acabar en mitad de ninguna parte. Por el otro lado, Nigala había sido vendido de niño como esclavo y se había criado en América hasta que viajó con una rica familia a Gran Bretaña para servir como criado. Pero sus amplias dotes lingüísticas (aun a pesar de no haber pisado nunca escuela alguna) le habían ganado un lugar en aquella expedición. Ante estos dos ejemplos de absoluta desgracia, yo me sentía fuera de lugar con mis quejas, pero noté como Jack y Nigala hacían gala de su gran amistad tratando de comprenderme. Aquellas noches compartidas con mis queridos amigos a la luz de una hoguera eran mis únicos remansos de paz.

La historia parece tener un extraño sentido de la ironía. Así, un hombre que en el pasado corrió una aventura colonizadora semejante a la nuestra, aun separado de nosotros por una distancia de siglos y kilómetros compartió nuestra suerte. Nuestra propia noche triste tuvo lugar tras un día especialmente fatigoso. Sabíamos que algunas tribus llevaban varios días acechándonos. Habían intentado algún pequeño ataque que pudimos repeler sin especial dificultad. Pero una noche, bajo la lívida sombra de la luna, mientras dormíamos despreciando la inmensidad del desierto, un grupo de indígenas, de una tribu no conocida hasta la fecha, nos atacaron. Con sigilo primero cortaron las gargantas de muchos de los que dormían hasta que nuestro número y el suyo estuvo igualado, con gran estruendo después comenzaron el ataque. En ese momento descubrimos que todos nuestros avances, nuestros fusiles y nuestra tecnología no podía superar a siglos de convivencia con el desierto. Mis dos amigos y yo luchamos en aquella batalla sabientes de que no podíamos vencer. Resignado, furioso, esperaba caer frente a un enemigo superior. Pero entonces vi un motivo por el que vivir. Aquel hombre. Aquel maldito hombre. Un individuo de casi dos metros de alto. Coleta de pelo trenzado. Nariz aplastada contra el rostro. Ojos negros como el carbón. Degollando con su cuchillo a Jack. Sabía que moriría de todas las maneras, ¿Por qué no morir vengando a un amigo? Pero por fortuna no fue posible. Un golpe en la cabeza me arrojó a la oscuridad.
No podría aunque quisiese recordar lo que sentí mientras soñaba, lo que vi, lo que viví. Cuando desperté sólo encontré una isla en mitad de la arena. Una isla hecha con los putrefactos cadáveres de quienes habían sido mis compañeros. No pude encontrar a Jack. No quise hacerlo. No tuve valor.
El golpe que había recibido en la cabeza había sido obra de mi querido Nigala. Aquel golpe me había salvado la vida al hacerme pasar por un muerto. Cuando le pregunté por aquellos que nos habían atacado no supo o no quiso darme una respuesta. Por días enteros, hasta que perdí la cuenta del tiempo que pasaba, deambulamos a través de la ardua arena. La implacable arena que se colaba por entre los dobleces de la ropa hiriendo constantemente mi piel. Las traicioneras dunas hacían imposible, al moverse constantemente sobre la arena, cualquier intento de orientación y los rayos del sol quemaban cualquier vestigio de carne que quedase al descubierto. Cada paso que daba me acercaba a una muerte casi segura. El desierto, siempre sediento de vidas, no parecía dispuesto a perdonarnos. Nigala trataba de luchar por la vida de los dos. Pero en uno de esos días, ya en los confines de mis fuerzas, pude ver cómo un grupo de hombres se nos acercaban. No habría podido discernir entre una alucinación o una visión real, dejaba la difícil tarea de luchar contra las trampas y los ardides del desierto a Nigala, quien me pareció ver detenerse ante aquellos viajeros. Lo siguiente que recuerdo son simplemente luces, sonidos. Sensaciones inconexas entre sí.
Me desperté una noche de luna llena. Antes de abrir los ojos pude distinguir por el olfato que no estaba al raso. Las grietas de mis manos palpaban ahora un tejido similar al de las vestimentas de los nómadas, pero más grueso. Apenas percibía el olor a mierda tan propio de las expediciones, causado por las continuas muertes de hombres y animales y los alimentos podridos. Estuviese donde estuviese, habían aquellos hombres aprendido a ganarle la partida al desierto. Traté de escuchar algo concreto, pero sólo podía sentir un zumbido informe que se extendía en el vacío. Contar las veces que se puso el sol mientras yo permanecía tendido en aquel oscuro lecho me habría resultado imposible. Un día, o una noche, las brumas parecieron disiparse. Con pasos trémulos traté de irme de aquella cueva hecha con telas de vivos y extraños colores que repetían hasta el infinito los mismos motivos. Al otro lado de la oscuridad los rayos del sol se filtraban iluminando una alfombra en la que, entre las ilógicas figuras geométricas me pareció diferenciar un extraño jinete herido. Pero antes de que pudiera llegar al otro lado. La tela se abrió. De la lengua de luz salió, casi flotando, mi querido Nigala. Junto a él no me podía pasar nada malo.

Habían pasado unos días desde mi regreso al mundo de los vivos cuando recibí una inesperada visita. Las sombrías siluetas que se movían al otro lado de las telas me permitieron adivinar que alguien venía. Entre el contorno de varios hombres pude diferenciar a Nigala, con sus piernas largas y arqueadas y su enmarañada melena. Pero en aquella ocasión él sólo era un acompañante. Tras sus pasos se encontraba un hombre de aspecto peculiar. Los años habían marcado a conciencia su piel. Sobre un endeble y frágil cuerpo se desplomaban vestiduras que parecían serpientes de vivísimos colores apretando su piel. Junto a él tres hombres similares a tres estatuas de bronce, a tres mercenarios surgidos de las historias babilonias o persas, con tres espadas afiladas hasta la locura.
Las palabras empezaron a manar de sus labios. Nigala susurraba aquello que debía entender. Sus frases se entremezclaron con mis propios pensamientos. No sabía si soñaba o vivía.

-Los hombres que os atacaron son una horda de monstruos que deambulan por entre las arenas. Tribus guerreras sin piedad ni compasión. Auténticos demonios. También los míos han sufrido las consecuencias de sus ataques. También he visto a mis amigos morir bajo esos mismos cuchillos. A mis hermanos esclavizados. La desgracia, amigo, nos ha hecho hermanos. Estás a una vida de viaje de tu hogar. Conozco tu historia. En tu casa solamente tratabas de huir, viniste aquí huyendo. Quizá ahora también quieras volver a huir. Las fuerzas que rigen este mundo no nos son visibles, pero conocemos demasiado bien su voluntad. Para entender la naturaleza de nuestros destinos solamente hay que aprender una cosa de este mundo. No importa lo lejos que escapes, no importa lo bien que te ocultes o lo rápido que corras, porque al final tus demonios terminan alcanzándote. Y lo que ha de decidir tu vida, lo que ha de decirte quien eres, lo que ha de sellar para siempre, te guste o no, tu destino, es el resultado de esa lucha-

Caminábamos pisando con toda la planta del pie, tal y como Nigala me había enseñado. Así nuestro ruido era imperceptible. El peso de cien pasos no se podía diferenciar del susurro de la arena corriendo por las dunas, del silbido del viento. El más profundo de los silencios puede resultar estruendoso. Podía percibir todo lo que me rodeaba. Había aprendido a olerlo, a verlo, a oírlo. Justo ante mi, el zumbido de una mosca. Había carne cerca. Animales muertos. Olor a mierda. Pero también a sudor, a leña, a fuego. El clamor de las brasas mal apagadas era inequívoco. Corta el aire un silbido más agudo de lo normal. Una flecha envenenada se clava en el pecho de un centinela. Su mole se derrumba sobre la arena. El desierto no oculta secretos si se le sabe escuchar. La pequeña lluvia de granos de arena cesa. Mi hoja se desliza sobre la garganta de uno de mis enemigos. Sujeto su boca para que no grite. La roja lluvia resbala en la carne y cae al suelo, gota sobre gota. Tan precisa como un reloj. Dejo caer el cadáver. Todos los demás se preparan. Llega la hora… Gritamos… Desenvainamos… Cortamos… Apuñalamos… Estrangulamos… Golpeamos… Cercenamos… Matamos… Quemamos… Le veo… El hombre de la nariz aplastada… Voy a él… Recuerdo lo que me dijo Nigala… “El camino de la venganza sólo da a la tumba”… Me reconoce… Las tornas han cambiado… No actúo por venganza… No actúo por venganza… Sólo cumplo mi deber… Como si fuese uno más… Hundo mi cuchillo en su garganta… Trata de gritar… Le tapo la boca… No le concederé ese último placer… Le vuelvo a apuñalar… Le vuelvo a apuñalar… Le vuelvo a apuñalar… Y sí, lo hago por venganza.


El sol de la mañana iluminó nuestra carnicería. El desierto está vivo, y siempre sediento de sangre. Sus implacables peones, ejércitos de animales carroñeros e insectos daban cuenta de los vestigios de la batalla. Uno a uno, aquellos nómadas rescataban a todos los de su tribu que habían sido capturados por esos hombres del infierno.
Los días pasaban. Con la valiosísima ayuda de Nigala aprendí a comunicarme con aquellos hijos del desierto. Junto a sus mágicos fuegos escuchaba cada noche aquellas historias, siempre iguales y siempre diferentes. Las lenguas de las hogueras parecían cobrar vida cuando se les susurraban aquellas palabras. Aprendí de aquellos nómadas todos los secretos que encerraban las dunas. Las raíces que portaban veneno y las que eran cura de males, la ropa adecuada para resistir las tormentas de arena, la forma de orientarse en aquel siniestro mar cambiante, las formas de lograr alimento. No había que tratar al desierto como lo hacíamos nosotros, como un psicópata, sino como un animal noble y respetable. Caminábamos siempre hacia la tierra por donde se ocultaba el sol, a la región propia de aquella tribu. Nos adentrábamos en terreno francés, pero no me importaba, no me parecía que aquella tierra fuere de nadie. Incluso pude gozar de un nuevo bautismo. Me nombraron Ijjabaren, algo similar a “Hombre antiguo”. Nuestros pies caminaban. Mis ojos veían una sociedad, una familia que distaba de ser ideal. Abundaban los enfrentamientos y las disputas, y el dolor era un constante vecino, pero aquellos hombres, aquellas mujeres, aquellos niños, no habían sido infieles a sí mismos, conservaban su naturaleza, dura pero franca. No sabría explicar el motivo, pero con cada luna un pedacito de Mathew moría para dar vida a una parte de Ijjabaren. Al final, dejé de sentirme como uno de ellos para empezar a ser uno de ellos. El día que pasé de ser un extranjero a ser un Tuareg no supuso un cambio más antinatural que el del día y la noche. Había comido con ellos, matado con ellos, viajado con ellos. Por primera vez me sentía rodeado de personas y hallaba total armonía. Incluso mi pensamiento cambió. Abandoné el filtro de la razón. Descubrí la naturaleza de aquello ajeno a la realidad, el reflejo de las oscuras profundidades del alma en los abismos del mundo, casi metafísico, el valor de las leyendas. Una historia puede ser real aunque nunca haya sucedido.

Pasaron muchos días. Estaciones enteras vinieron y se fueron. Disfruté de años de amistad con Nigala hasta que la muerte se lo llevó. Aprendí a cultivar y a cazar, me casé con una hermosa joven que me regaló muchos años de felicidad y fundé mi propia familia. El día de mi boda fue uno de los más felices que recuerdo. Nos conocimos en una de aquellas misteriosas noches que nos reuníamos en grupo ante la hoguera. Ella contemplaba las misteriosas danzas del fuego, y yo su reflejo en aquellos eternos ojos. El fuego nos había unido, y ya nunca volveríamos a separarnos. Poco después de casarnos nació nuestro primer hijo. Recibió mi mismo nombre, y al poco tiempo me regaló Dios una preciosa hija, a la que llamamos como su madre. Durante ese tiempo pude ver lo que jamás ojo humano pudo haber imaginado. Montañas que, en mitad del desierto, se erguían orgullosas, Telecteva o el Valle de la Muerte, desolado lugar sobre el que había tenido lugar tiempo atrás la madre de todas las batallas, o el árbol del Teneré, que sobrevivía a través del tiempo en mitad del árido desierto.

Pero una noche de luna llena mis propios espectros vinieron a por mí. De la profunda negrura de la noche apareció una pequeña caravana. La gran cantidad de polvo que tenían hombres y animales sobre la piel demostraba que llevaban tiempo deambulando por el desierto. De los labios de piedra de uno de ellos brotó mi antiguo nombre. Si alguien ha tenido alguna vez duda alguna sobre el carácter irónico del destino habría enterrado para siempre su escepticismo al ver descender del transporte al mismísimo Lord Paul Northshire. En ese momento pude comprobar lo que ya sospechaba, que mi vida pasada se había quedado demasiado lejos, enterrada en el olvido. :-Maldición, Waltermountain, que coño te ha hecho esta gente, pareces un animal:- Su franqueza no fue menos precisa que un espejo. Mi piel, bronceada hasta el exceso por el sol, mi pelo, enmarañado por culpa de la arena, y mi vestimenta ofrecían un aspecto muy poco civilizado para alguien como él. Pero lo más curioso es que no sentí hacia él odio. Era cierto que había arruinado a mi familia, arrebatado a mi prometida, pero en ese lugar, en esa hora, yo había vencido. El pobre Paul no era más que un títere en un juego que le gustaba tan poco como a mí. Toda una vida dedicada a hacer algo que no comprendía, y aunque sólo fuese por un segundo, por una fracción de momento, pude ver cómo sus ojos me decían, suplicantes que aquel juego había podido con él. Aun ganando había perdido todo lo que en verdad era importante. Pude notar cómo se sentía humillado, pueril, vencido. Cómo descubría que todo por lo que había luchado no valía nada, que todo el mundo que había construido se derrumbaba sobre él. Había ganado la partida a costa de perderlo todo en el mundo real. Lo sentí por él. Miré en interior del transporte. Encontré a la señora Miss Northshire. Tenía ojos tristes. Preferí no saludarla. La comprendía. Tenía todo lo que le habían dicho que hacía falta para ser feliz, pero no lo era. No quise herirla más. Paul sólo tuvo fuerzas para decirme entre frases sin sentido que si quería, él se encargaría de hacerme volver a Inglaterra. Cuando le pregunté el motivo de tal oferta, me informó de que los franceses iban a realizar un ataque a gran escala sobre todas las tribus como la mía esa misma semana, pero si quería, yo, como ciudadano inglés, podía volver a mi hogar. No. Aquel era mi hogar. Con aquella frase se marchó para no volver. Fue la primera vez en muchísimo tiempo y la última en el resto de mi vida que utilicé en inglés.


Los franceses tienen fusiles diez veces más precisos de lo que jamás osé imaginar. Cañones de una potencia nunca antes concebida y un ejército de un tamaño descomunal. La muerte es segura. Pero no trataré de evitarla. No hay por qué temer a la muerte cuando la vida ha sido plena y feliz. Tarde o temprano todos hemos de caer, no tiene sentido guardar temor por algo tan absolutamente ineludible. Pero en este momento descubro el verdadero valor de la muerte. Tiene una función vital para la vida, la función de permitirnos, obligarnos, a repasar y ajustar cuentas. En mi caso estoy satisfecho, orgulloso de cuanto he logrado. He tenido que morir y renacer (sí, porque en cierta medida volví a nacer el día que desperté en aquel misterioso lecho tras la batalla) para descubrir que lo que verdaderamente importa en este mundo no es lo que llegues a ser, sino lo que puedas llegar a sentir. No sé si después vamos a algún sitio, pero sí sé que me iré de aquí orgulloso del camino que he recorrido y en armonía conmigo mismo. Y si algo de mí ha de sobrevivirme, deseo que sea mi historia, y que ella ayude a aquellos hombres que se encuentren perdidos entre las tinieblas a luchar por sí mismos.   



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