jueves, 26 de mayo de 2011

923 metros.

Con ojos temblorosos buscaba. Un saliente, un risco, lo que fuera. Cualquier cosa excepto aquella infinita pared. La vista, emborronada por el sudor, corría de un lado para otro sin acertar a ver nada. No podía recordar como había llegado a la aridez de aquel infierno. A sus pies, las fauces estremecedoras del vacío se abalanzaban contra él. Su posición, no obstante, y a pesar de los esfuerzos de aquel risco por ser impracticable, era de cierta comodidad. Una roca de aspecto solido separaba sus botas del abismo, mientras que un saliente situado a escasos centímetros sobre su cabeza servía para que cada una de sus manos se intercalaran en la tarea de sujetar un cuerpo cada vez más rígido. Aquello era lo peor. Si solo se hubiera desplomado, sin más, no se habría enterado. 
Lo más probable, pensaba, era que durante la caída perdiera el conocimiento. Y no notara ya nada. Pero estar allí, congelado, sin ninguna forma de huir, aquello era una tortura. Al principio, cuando se percató de que, ni por arriba ni por abajo, había forma de moverse de allí, de que no había camino posible que le alejara de aquella trampa, se negaba a preocuparse. Intentaba tranquilizarse a si mismo. Se imaginaba riendo de aquel suceso en el bar del pueblo más cercano. No se atrevía a pensar de otra manera. No podía dejar entrar aquella certidumbre. Pero no había salida. Sus piernas y sus brazos le habían llevado a aquel lugar, y sus piernas y brazos deberían sacarle de él. Pero ni un saliente, ni un risco ni una oquedad permitía que se aferrase a ninguna esperanza de salvarse. Tras un tiempo ya apenas podía pensar con claridad. Sus sudorosos dedos temblaban sobre la tierra, su respiración se entrecortaba. Ni con los vanos esfuerzos se convencía a si mismo cuando se repetía que lograría escapar, que no sería aquello más que una anécdota. Miró al vacío, a la profundidad hambrienta. Y no pudo evitar que escapara de sus entrañas un largo y entrecortado grito. Intentando sin éxito conservar la calma trató de avanzar hacia su derecha. Al principio no pudo. Pies y manos estaban tan firmemente aferrados a la ladera que se permanecían impávidos ante cualquier movimiento. Cerró los ojos. Dejó que con lentitud se deslizara por su boca el aire caliente y con sabor a tierra que le cubría. Luego, su pie derecho avanzó, aterrado, tanteando la roca. Buscando un lugar donde descansar. Al principio nada. Luego, más nada. Repitió con el izquierdo la misma operación. Todavía más nada.

No tenía idea de cuanto tiempo podía llevar allí. El Sol ya había avanzado mucho. Sería tarde. El dolor de la piel quemada empezaba a ser ya insoportable. Podía sentir como, en su interior, el dolor de unos huesos extenuados. Fue en ese momento cuando, por primera vez, pensó verdaderamente en su situación. En el único esfuerzo insufrible le separaba de la nada. No podía moverse. Casi, no podía ni siquiera respirar. La mitad de su cuerpo de dolía como nunca antes había sentido, la otra, ya no la sentía. Por un momento se atrevió a pensar que, quizá, soltarse fuera lo más sensato. No podría estar allí toda su vida, y nadie iría a buscarle. 
Nadie sabía donde estaba. Sabía que escalar solo no era buena idea, y sin embargo siempre volvía a abalanzarse contra la montaña en soledad. No sabía por qué lo hacía. No había una verdadera razón. Era solo aquella situación, la sensación, el control. Cuando escalaba en soledad su vida, su muerte, la libertad de cada uno de sus movimientos era solo cosa suya. Era él, solo él, y la montaña. Cientos de veces se había imaginado en esta situación. Cada hombre que lucha contra la naturaleza aprende por instinto a saber cuando ha perdido. Él no era una excepción. Ya se había acostumbrado a la idea de que todo se había terminado. De haber perdido. Y, todavía, no se atrevía a pensar nada más. No tenía valor para llevar su mente más lejos. Sabía que bajo sus pies había solo profundidad, que a sus lados, nada más que piedra lisa. Y, sin embargo, una parte de él aun era incapaz de ver la realidad. Las punzadas en sus dedos, el dolor de su espalda, su piel ardiendo, la profundidad acechando. Todo se difuminaba. Parecía estático, congelado en algún lugar demasiado lejano. Una parte de él insistía en que no se encontraba allí. Quizá aquello fuera lo mejor. Quizá fuera lo que evitara que el miedo le consumiera. Porque no era miedo lo que sentía. Quizá fuera lo que debía sentir, pero no lo que sentía. En el fondo, notaba su alma hundirse, derrumbarse. Sentía como sus fuerzas, cada uno de sus pensamientos y su nostalgia desfallecía. Contemplaba cada momento del pasado, cada recuerdo, encadenado al abismo que dormía sobre sus espaldas. Todo moría. Notaba en su interior lo que muy pocas veces había llegado a sentir. El total vacío. No dolor, ni tristeza, ni alegría, ni miedo ni temor. Solo la nada. Absoluta y profunda. La nada y la montaña. Y sus manos aferradas a la piedra. Y, sin embargo, si en aquel momento una brizna de aire le hubiera arrancado de la ladera, si un derrumbe hubiera amenazado con golpearle y soltarle, cara una de sus fuerzas habrían luchado por agarrarse, por seguir viviendo. Puede que su vida ya no valiera nada. Que ya no fuera más que una sombra. Pero era todo lo que le quedaba.

Solo tras un largo tiempo las tribulaciones le hicieron notar como la ladera de la montaña quedaba sumida en la penumbra. Estaba anocheciendo. El viento se había hecho algo más fresco y las quemaduras de su espalda dolían menos. Pronto estaría oscuro. La noche venía acompañada de tímidas gotas que chocaban contra la roca levantando el olor de la piedra mojada. Vio como ahora, entre el viento y el agua, la realidad regresaba a su mente, obligandole a ver como la lluvia caía a sus espaldas. Nada en lo que pensar. Nada que recordar. Ya era solo un hombre, un conjunto de extremidades aferrado a las irregularidades de la pendiente homicida. La noche le azotaba, el frío cortaba su piel como el Sol lo había hecho horas antes. Nada se podía ver. Y sin embargo, no era este el dolor que más profundamente le hería. Ya no sentía dolor por la muerte inminente. Por alguna razón la veía ahora completamente irremediable. La había aceptado. Había perdido el miedo. Lo que lamentaba era su vida. La vida que el abismo le había descubierto. Dentro de un segundo, una hora o un día moriría. Quizá encontrarían su cuerpo. Y nada más. Y cada piedra, cada árbol, cada hombre, mujer y niño seguirían en su lugar. Sin él. Sintió que ya no era nada. Que nunca había significado nada. Pudo contemplar cada error de su vida. Cada camino que no había tomado. Cada elección que no había hecho. Y no le gustó lo que vio. Desde hacía ya demasiado tiempo había pasado su vida escalando montañas. Una tras otra, cayendo bajo sus manos. Nunca había llegado a comprender la razón. Siempre solo. Siempre las zonas más arriesgadas. Quizá solo ahora había encontrado lo que llevaba tanto tiempo buscando. Una montaña que le pudiera vencer. Al fin había alcanzado su destino. La culminación de su búsqueda. No tenía nada más. Nunca lo había tenido. Aquel, el que ahora, en plena noche, estaba en aquella ladera, aquel era verdaderamente él. Sintió que cada momento de su vida le había llevado a esa ladera, que estaba ante el gran instante de su existencia. Volvió a mirar al abismo, no con temor, no con furia. Lo miró con alivio. Aquella profundidad, aquella inmóvil pendiente le observaba, le comprendía. Por primera vez en toda su vida, y solo estando a un paso de la muerte, se llegó a sentir verdaderamente libre.

A zarpazos, la luna llena se habría paso entre los nubarrones. La lluvia había cesado casi por completo mientras el viento continuaba rodeando la montaña. Sus ojos contemplaron el vacío que había bajo sus pies por última vez. Luego miró al cielo. Era la primera vez en todo el tiempo que llevaba aferrado a la vida que lo miraba. No pudo ver más que la luz plateada de las nubes. Le habría gustado ver el Sol por última vez. Primero, soltó sus manos de la pétrea pared. Por primera vez sus brazos pudieron descansar del agudo dolor. Cerró los ojos y respiró profundamente. Y nunca pudo ya olvidar la sensación que recorría sus venas mientras el abismo le consumía.

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