La mano de Eduardo paseó entre sus canas llegando apenas a rozarlas. El calor de aquel sevillano
sol de Julio apenas dejaba respirar. Rebuscó entre sus harapos un mechero con el que prender el
cigarro. No encontró nada. Entonces la vio. Lucía, allí estaba. En aquel parque, junto a la fuente,
como cada día. Hoy era el día. Ya habían pasado doce años. Era toda una mujer. Se acercó. Allí
estaba, con su ropa, limpia y nueva, y, por azares del destino, recordó aquel día. Aquel día, cuando
todavía era una niña que apenas hablaba. Cuando aquella sensación le atenazó, le hirió, y la dejo
horas en casa, sola, mientras visitaba a su camello. No supo por qué, al verla fue eso lo primero que
recordó. Sus pasos le acercaban a la joven a la que no había visto crecer. Justo tras salir había
hablado con la madre. La llamó varias veces. Un día le contestó. -¿Qué es lo que quieres, aparecer
en su vida como si nada, para jodérsela como cuando niña? ¿Harás eso?- Eduardo se acercaba cada
vez más a la pequeña a la que aquella odiosa persona que había sido años atrás más de una vez había dado un manotazo, a laque un buen día había dejado sola, cuando todo se terminó de torcer. La niña que le había visto gritarle a su madre, liarse porros, robar en las tiendas… Y sin embargo seguía siendo una auténtica princesa, siempre lo había sido. Era lo que nunca se perdonaría, no ver aquello tan perfecto que tenía delante. Ya estaba junto a ella ¿Qué diría? –“Hija, siempre te quise, perdóname”- ¿Simplemente eso, pedir perdón, perdón por arruinarle la vida, por hacerle llorar, y ya está? Sus pasos titubeaban. Apenas podía respirar. Lucía ya no le reconocería. Y sí, y si ella tenía razón. Entrar ahora, de repente en la vida de una chica tan feliz. Con su mano le dio un toque en la espalda. No. La quería demasiado para hacerle eso. Ella se volvió, le miró. Y el le habló por última vez en su vida:-Disculpe señorita… ¿Tiene fuego?.

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