martes, 28 de junio de 2011

Una historia de amor.


Maravillosa y enternecedora historia sobre como dejamos que el amor cambie nuestras vidas.

jueves, 23 de junio de 2011

El viejo halcón.














Las alas del viejo halcón rasgaban el cielo de un desierto asolado. Su sombra, solitaria, daba círculos en la eterna arena. Quince noches antes, un rayo le había alarmado. Arrojado desde el cielo, en pleno día, sin ninguna nube. Cada animal del mundo conoce ese rayo. Es lo que primero sus ojos aprenden a poder ver. El día que nacen, el rayo viene a saludarles, a loarles por el futuro al que aspiran. Luego se va, y durante el resto de sus vidas, aguardan a que regrese. Lo hace, días, meses o años o siglos después, cuando el tiempo ha terminado.
Luego ya espera Dios o la nada. El viejo halcón ya lo había visto una segunda vez. Volaba solo, en un cielo desierto que le daba la espalda mientras acechaba al Oeste. Hallá donde las aves nacen, donde el viejo halcón nació. De donde una noche sin luna voló para jamás volver. Allí habría otros halcones, mayores o más jóvenes. Y sin embargo el rayo había caído en la plenitud de la arena tostada de un desierto baldío, sin agua ni vida, buscando solo un ser, un espíritu obstinado. Las plumas, hacía ya años que habían dejado de ser lustrosas. Las alas temblaban con el aire incandescente, los ojos cegados luchaban por apreciar el horizonte. Y bajo aquel espectro de piel erosionada y arañada sin piedad, fauces de arena y tiempo, las de una nube parida desde las entrañas del desierto mismo se alzaban ante él. Eso era todo lo que quedaba. Y pronto desaparecería también. El desierto le deseaba, deseaba su carne, su piel y sus huesos, todo cuanto componía a aquel halcón. Mientras una nube de arena maliciosa se arrastraba hacia él como un monstruo, el viejo halcón trató de recordar. Imaginó toda su existencia, atrapó cada esencia y sentimiento, cada victoria, cada derrota, cada placer y cada dolor, cada risa y cada lágrima. Aferró en sus nudosas garras la naturaleza de una vida entera. Ya nada importaba. La nube de arena se frotaba las rollizas y ásperas manos mientras su lengua daba los primeros lamentaros. Toda una vida en un desierto. Una tierra sin agua por el día ni fuego en la noche. Su hogar. Él había dejado de ser un animal en el desierto. Era parte del desierto. Parte del Sol, de la arena y los espejismos. Alimentándose de carroña, de los que no habían sobrevivido. Alimentándose de muerte, al final había germinado en su alma. De repente, observó como el cielo se oscurecía, como el suelo desaparecía en la lejanía. Eran las faces abriéndose. El monstruo de arena quería devorarle.
 El ya había probado la muerte. Y algún día la nube de arena también sería fagocitada. Cada animal, cada guerrero caído que el viejo halcón había consumido sería ahora, sin embargo, engullido. Sin mas. Cada elemento de los que habían sido el viejo halcón, y mucho antes el joven halcón, ya no volverían a ser nunca más. Por primera vez sintió miedo. No miedo al dolor. A alguien tan viejo el dolor no le podía asustar. Miedo al olvido. Había amado, había odiado, había reído y llorado, había sufrido. Cada recuerdo que había tenido, cada uno de los sentimientos, buenos o malos, pero todos ellos suyos, cada palabra dicha, cada lugar visto, cada mundo imaginado, ya no serían nada. Caerían al eterno abismo, serían consumidos. Ya no existirían más. Ya no serían nada. No habría de ellos más que un leve resplandor ocultándose en la noche. Todo lo que era, lo que alguna vez había podido ser desaparecería eternamente. ¿Y como sería la nada? ¿La nada absoluta y total? Simplemente dejar de existir. Desaparecer, para siempre. Paro a cada instante le alejaban de sus cavilaciones los tentáculos de arena que se enrollaban en sus patas y alas. Le ataban y herían. Se aferraban, ásperas, a su piel. Luego, ya solo sería más arena en un desierto interminable y cruel. Pero quizá fuera aquel el precio que debía pagar. El precio por haber fallado. Años atrás, años antes de que el rayo le deslumbrara por segunda vez y la arena le consumiera, cuando el viejo halcón era todavía el joven halcón, cuando ni el desierto era tan árido ni el Oeste tan lejano, sus alas, granes y brillantes, se alzaban por vez primera sobre el cielo caluroso. Ante él un desierto interminable. Más lejos, el horizonte. Y escondida justamente detrás, la Tierra Vertical. Así se llamaba a la montaña de la que tantos hablaban y que solo unos pocos habían visto. Nunca nadie había llegado a la cima. El joven halcón se dirigió hacia ella. Falló. Regresó siendo el viejo halcón. Y ahora su futuro ya estaba dejando de existir. La nube eliminaría al viejo halcón. Al halcón osado. Luego sería olvidado. Por siempre. Su ímpetu, su deseo de alcanzar la cima. Su caída, desaparecería con él. En ese momento, el viejo halcón se volvió. Miró a los ojos a la nube. Sin temor, sin amedrentarse ni enfurecerse. Y peleó. Peleó contra un enemigo eternamente mayor. Contra un enemigo más fuerte. Contra un enemigo invencible. Y, sin embargo, peleó. 
En vano al principio. Luego, un tentáculo quebrado, la lengua de arena sangrando después, un picotazo bastó para alejar de si las garras del monstruo voraz y enfurecido. Sus uñas se clavaron el la piel. La atravesaron. Junto con el viejo halcón, un inimaginable rugido de furia voló desde el interior de la nube de arena. Pero el ave escapaba, dejando atrás a su perseguidor. No quería evitar su destino. Ni quería ni podía. Había visto el rayo, estaba escrito. Pero si no podía elegir su destino, si podía decidir como terminarlo. Años atrás había fracasado. Solo la suerte le hizo sobrevivir, si se podía llamar sobrevivir al errar, eternamente solitario y envejecido, sobre aquel desierto. Pero la Tierra Vertical seguía allí, presidiendo el horizonte, orgullosa e inamovible. Había caído, pero su sino, le decía ahora la vejez, la clave de su vida y su inminente muerte era pelear contra lo invencible. Si tenía que morir, quería que su muerte fuera justamente en el lugar que había sido el epicentro de su vida. El viejo halcón, otra vez, ante la Tierra Vertical. Ante su caída. Esa sería su muerte, similar a su vida. No podía, no debía ser de otra manera. No lo permitiría.
Y así, volando en solitario, pero en línea recta por vez primera en tanto tiempo, el viejo halcón cruzó el desierto dejando las dunas atrás.

Era tarde, casi plena noche. Sobre un risco, el viejo halcón descansaba. Las heridas hechas por la nube de polvo ya apenas sangraban y el dolor desaparecía a pasos agigantados. Su mente no había dejado de tratar en vano de imaginar un mañana inexistente. Ante sus ojos, sin embargo, una mole que eclipsaba cualquier pensamiento. La Tierra Vertical. Todavía lejana, pero ya impresionante. Cubierta por un frío inimaginable en ninguna otra parte del mundo. Hasta el soplar del viento que la rodeaba parecía rugir dentro de los oídos. El viejo halcón no la recordaba tan grande, pero no se dejó amedrentar. Ya no había nada por lo que temer. Se durmió y, mientras soñaba, quiso verse a si mismo logrando llegar a la cima. Sus alas atravesando el gélido aire, la nieve deslizándose por sus plumas. Su cuerpo azotado contra la roca, pero invencible, inexpugnable. Avanzando, sin ceder un centímetro al desaliento. Sin dejarse caer. Quería ser aquel halcón. El halcón que vencía, que lograba llegar. El halcón que no se derrumbaba, que no estaba condenado a vagar en un desierto hasta su último suspiro. A su alrededor, se arremolinaba el susurro del frío viento, deslizando en sus oídos palabras de desaliento, de dolor y derrota «Remordimiento», «vergüenza», «olvido». Los vientos le hacían recordar. Recordarse siendo un halcón de alas lustrosas. Garras fuertes y jóvenes. Es un halcón, uno joven. El halcón joven. Lucha contra el viento. Lucha contra la niebla. Lucha contra el frío cortando su alma. Lucha contra sus fuerzas, lucha. No tiene nada más. Ni hogar, ni pasado ni futuro. Ya lo ha perdido todo, aunque todavía no lo quiera saber. Pero todavía tiene su lucha. Su destino y su Tierra Vertical. Recordar por qué dejó el Oeste. Recordar aquel lugar, aquel lugar de la ladera de la Tierra Vertical, aquel lugar desde el que se podía ver la cima. Aquel lugar, a un paso y, a la vez, alejado por un abismo de la victoria. Aquel lugar fatídico. Allí donde sus fuerzas desistieron. Donde, años atrás, un halcón joven se desplomó. El viejo halcón se encaraba a los vientos malditos, les lanzaba piedras para que huyeran, para que se alejaran. Y se iban. Y regresaban, más fuertes y malvados. Siempre regresaban. 
El viejo halcón nunca tendría silencio. Pensó en como sería si hubiera regresado al Oeste, al hogar, al verdadero hogar. Por vez primera se atrevió a ver un error, un triste poema en su vida. Un final sombrío para un vuelo solitario. Pronto solo sería ceniza. Pero aquel era su pasado. Sus derrotas pretéritas, las que ya nunca se irían. Y tras repetirse esto, sumido en un sueño mezclado con angustia, el viejo halcón, rodeado de los oscuros susurros, se durmió.

La mañana no se atrevió a asomar. Nunca lo hacia, no en un territorio que no era el suyo. La luz del cielo se amedrentaba, escapaba lejos. El viejo halcón estaba solo. Ante el, la Tierra Vertical. Enorme, afilada, nevada. Rompía el suelo desde sus profundidades. En su entorno, fuego sangrado desde el centro de la tierra que se desparramaba sobre los árboles calcinados. Por encima, una nube sin color. Las alas del viejo halcón temblaron. Su destino era cierto y asumido, y aquella mole, sin embargo, seguía llevando el temor a los corazones de cuantos la contemplaban. Se atrevió a acercarse a ella a mirarla. Los dos se reconocieron mutuamente. La Tierra Vertical le había herido de muerte, le había consumido lentamente durante años desde el fondo de su memoria. Y, sin embargo, se comprendían. El halcón estaba ante la piedra inexpugnable sobre la que se había sustentado toda su vida. El desierto, el Oeste, todos le habían abandonado. Pero la Tierra Vertical, su eterna en enemiga, le había sido siempre leal. Ahora se enfrentarían por última vez. Ambos en la misma posición. Frente a frente. Alejados del resto del mundo. Solos. Si no hubiera sido por ella, la locura le habría consumido años atrás. Pidió con voz tímida perdón a aquella inmensa mole por su arrogancia. La Tierra Vertical le perdonó. Y se abalanzó contra ella.
Bajo sus alas comenzaron entonces a correr las enormes faldas. Verdes, con ríos y árboles. Frutos. Flores. El viejo halcón pasó de largo a gran velocidad. Quiso sentir a su detrás rugidos de ánimo. El calor le invadió. Pero no descansó. No podía, apenas tenía tiempo. Los gritos de plantas y árboles, animando al primer halcón que ven en siglos, desaparecen entre la niebla. Ya no hay más. Después, solamente aquello. Riscos, viento. La Tierra Vertical. Al viejo halcón todo esto le resulta demasiado familiar. Solo un poco más arriba estuvo apunto de caer. Ahora es más fuerte. Podrá llegar más lejos. Ahora ya no tiene miedo. En aquel entonces si lo tenía. Los rugidos emanados de las cuevas, las amenazas del viento le atravesaban. Pero ya no es el halcón joven, y no viene del Oeste. La montaña es fría y árida. El viejo halcón se agota, se ahoga. Ha de proseguir, hacia su destino. Eso se repite una y otra vez. Hacia arriba, en lo alto, el temor se hace fuerte. Se hace de acero y nadie se atreve a llegar. El no se atrevió. Temía a la muerte, y ahora, sin embargo, moriría de igual manera. Comienza a sentir los azotes del viento. Es el precio que la Tierra Vertical hace sufrir a los demasiado valientes. El viejo halcón se acerca a una roca. Sus uñas se aferran y sus plumas descansan.
Y es entonces cuando llega un viejo conocido. Briznas de viento comienzan a susurrarle. Entonces vuelve a alzarse en vuelo. Los vientos le dicen, una y otra vez, lo lejos que está de la cima. Lo vano de su loco empeño. El halcón no escucha. Solo vuela. Pero las ráfagas tienen razón. Y la cima, burlona, se aleja. Porque el viejo halcón es solo eso, un viejo halcón. Porque nadie volaba con él mientras vivía, y nadie le podrá recordar cuando muera. Porque en el mundo hay demasiadas montañas. Incluso la Tierra Vertical desaparecerá engullida, y su leyenda con ella. Porque llegue o no llegue a la altura, el seguirá siendo un viejo halcón. Y pronto ya no será nada. Entonces sus fuerzas titubean. Reconoce en esa mole de roca su propia vida. Una vida estrellada contra un muro de piedra. Una vida que gira entorno a un monstruo. Un pétreo monstruo, solo eso. Un monstruo que tarde o temprano caerá en la oscuridad. Y después, ni la Tierra Vertical será nada, ni el halcón que la conquistó, ni el que cejó en el intento lo será. Solo persiguiendo una sombra. Una vida diluida en un mar de olvido. El halcón nunca fue nada, ni ya jamás lo será. No ha fracasado tratando de conquistar la Tierra Vertical, ha fracasado intentándolo. En ese momento, agotado, su cuerpo vapuleado por el frío impío cesa de avanzar. Apenas tiene fuerza. Quizá sea ese el lugar, quizá sea ese el frío que se lo ha de llevar. Aquí le ha traído su rayo. Aquí yace su tumba. Y el mañana ya ansía devorarle para siempre. Ya acecha desde el otro lado de la niebla. 

Entonces el halcón ve algo, una silueta. vuela desde las faldas de la Tierra Vertical, como el lo hizo. Tiene grandes alas. Alas lustrosas. Garras fuertes y jóvenes. Es un halcón, uno joven. El halcón joven. Lucha contra el viento. Lucha contra la niebla. Lucha contra el frío cortando su alma. Lucha contra sus fuerzas, lucha. No tiene nada más. Ni hogar, ni pasado ni futuro. Ya lo ha perdido todo, aunque todavía no lo quiera saber. Pero todavía tiene su lucha. Su destino y su Tierra Vertical. Y el viejo halcón ve en sus ojos un viejo conocido. Un viejo conocido venido desde el Oeste. Desde donde los los halcones nacen. Allí donde los padres cuentan a los hijos la historia de aquella tierra que se irguió hacia el cielo. Allí donde se dice que existe una cima inexpugnable para todos los halcónes excepto uno, uno que vendrá a la tierra destinado a clavar sus uñas en la cima. Allí donde el viejo halcón alguna vez nació. Una tierra de sol, de cielos despejados. Allí donde una vez un joven halcón escucho como la Tierra Vertical le llamaba. El joven halcón, que siempre volaba lejos, siempre en los confines del Oeste. El joven halcón que tenía miedo, miedo de su destino en el Oeste, de no saber como ser un halcón, de no saber hacia donde volar, que temía. El halcón que escapaba del tiempo, de su mañana. Del halcón que supo que tomar cualquier decisión le llevaría a perder demasiado. Y eligió huir, huir de tomar ninguna decisión, del Oeste, de los suyos. Huir hacia la Tierra Vertical. Volando, volando, volando hacia aquella montaña, aquella caída, aquel desierto. Solamente. Y sin embargo, allí estaba, aquel joven halcón, volando con todas sus fuerzas, sin saber donde terminaría, sin conocer al viejo halcón que llegaría a ser y que le miraba desde arriba. Solo entonces, el viejo halcón descubrió que estaba cerca de la cima. Aquí caería. Ningún halcón pasaría jamás de donde estaba. El joven halcón, exhausto, cortaba la niebla. Peleaba contra el viento. Quería llegar. El viejo halcón solo lo miraba. Aguardando la caída. Recordaba lo que sentía. Podía ver sus recuerdos en los ojos del joven halcón, sus propios ojos. Comenzaba a desfallecer. Comenzaba a caer. Herido, agotado. Perdido. Miró luego la cima, orgullosa e inexpugnable. Y entonces, solo en ese preciso instante, ni todos los vientos de la creación hubieran silenciado el manantial que brotó de su alma. Desplegó sus alas todo lo que pudo. Avanzó con toda la velocidad que podía hasta el joven halcón. Quizá tenía miedo, quizá había perdido de todas las maneras. Quizá el olvido le devorara tras su muerte, quizá ya no le quedara después lugar al que volar. Quizá no hubiera sentido en ello, pero no le importaba, aquel halcón llegaría a la cima de la Tierra Vertical. 

Serían los dioses quienes decidieran el destino de esa cima, pero fuera cual fuese almenos un halcón habría llegado a ella. Alcanzó la altura del joven halcón mientras este comenzaba a caer. Le apretó con sus garras. Alzó el vuelo. El viento, la lluvia caía en su contra, y sin embargo, la sombra del viejo halcón ascendía por la ladera. Veloz. Invencible. Ya estaba cerca de la cima. El dolor de sus alas era insoportable. La sangre se escurría de entre sus plumas para mezclarse con la lluvia. Y solo entonces reunió todas las fuerzas que le quedaban para hacer su último acto. Sus patas lanzaron al joven halcón hacia arriba. Y el joven halcón voló. Voló hasta la cima. Y más arriba. Y partiendo eternamente la espesa niebla llegó al más alto cielo. Y dejó la Tierra Vertical atrás. Y por primera vez el sol logró bañar la montaña. 


La Tierra Vertical parecía ahora débil. Desfallecía, humilde, ante el planeo de su conquistador. El joven halcón no había caído, no esta vez. Ahora, el joven halcón volaba, en paz y libre, entre la infinita luz. Volaba sobre la cima invencible. Volaba. Y, mientras tanto, el viejo halcón le observaba con una tibia sonrisa mientras se dejaba caer.


lunes, 6 de junio de 2011

5 de Noviembre.

Alguna vez a lo largo de su vida había creído escuchar Antonio Gardél en un poema algo así como que el éxito y el fracaso eran dos impostores. Sin lugar a dudas, pensaba él, aquel que hubiese escrito aquello no había conocido a Vicente Asenjo. En todos los años en los que había estado trabajando como administrador en «Tu TV» no había conocido un hombre siquera parecido a aquel que ostentaba ahora el cargo de presidente. A decir verdad, veinticinco años siendo el segundo de abordo con muchos capitanes distintos le habían enseñado una importante lección, como saber mantenerse a flote mientras el resto del barco podía hundirse. Siempre tratando de no destacar, de no ser una cabeza visible, aquella era la posición más segura. Pero durante todo aquel tiempo había tenido demasiados jefes como para poder calarlos a la primera. El paso de los años había amoldado aquel puesto para un tipo de persona muy concreta. El común individuo medianamente acaudalado y con nulos conocimientos acerca del mundo de la televisión. Personaje de limitadas cualidades más allá de esa nunca desdeñable de caerle bien a la gente adecuada y, sobre todo, con una ambición limitada al deseo de llenarse los bolsillos mientras la gallina siguiese dando huevos para escapar en el momento propicio. Buena parte de la historia de la empresa podría resumirse citando las veces en las que se llegaba a tratos con cadenas más importantes, o se recurría a subvenciones estatales que se diluían en un mar de bolsillos abiertos. Lo realmente importante es que aquello a nadie parecía importarle lo más mínimo. Al fin y al cabo ¿Que iba mal? Se ganaba mucho dinero allí dentro y parecía una fuente inagotable. Pero aquellos eran los viejos tiempos, los cada día más viejos tiempos...


Todavía podía recordar Antonio aquel día, tan caluroso como otro cualquiera en el viejo edificio de la empresa, y en el que la actividad cotidiana no parecía presagiar nada de lo que se avecinaba. Vicente Asenjo se presentó a primera hora de la mañana en la sección de oficinas. Al parecer venía para cubrir una reciente jubilación, un puesto no demasiado importante pero que requería de alguien competente. Vicente cubría sobradamente la demanda, pues venía acompañado por un imponente nivel de estudios y títulos educativos. Las voces eran dispares, y se repartían entre los que consideraban adecuado tener sangre fresca en el negocio y quienes no veian con buenos ojos aquella intrusión. Por aquel entonces podía decirse que Vicente y Antonio eran compañeros. Con demasiada frecuencia recordaba aquellos momentos en que ambos compartían horas de trabajo, y nunca podría olvidar la cara de aquel joven, siempre reservado y algo taciturno. La expresión de sus ojos parecía delatar una constante observación de cuanto le rodeaba. Quizá lo más extraño de aquel hombre era el extenuante celo que ponía en su trabajo. Fuera cual fuera la hora a la que se acudía al despacho, se le podía encontrar garrapateando entre los papeles, hablando de negocios por teléfono o leyendo informes. Incluso había firmado renunciar a sus periodos vacacionales a cambio de un mejor sueldo. Por ello asistía puntual a su trabajo todos y cada uno de los días del año a excepción de uno. Y era esto algo que extrañaba enormemente a Antonio, pues era totalmente imposible encontrarle en su trabajo todos días cinco de Noviembre de cada año. Con todas sus particularidades, habría pasado por un individuo como cualquier otro de no ser por aquello que latía en lo más profundo de él, y que le hacía ser totalmente diferente a cualquier trabajador que Antonio hubiese visto antes. Más de una vez le sorprendió Antonio ensimismado, mirando el despacho donde se reunía la junta directiva (rebautizados cariñosamente como «los Jerfialtes» por el resto de trabajadores). Una tarde, mientras aquella procesión de americanas y corbatas abandonaba la estancia, Vicente sorprendió a su compañero diciéndole por única vez en toda su vida una frase no relacionada con el trabajo «Ves a todos esos jerifaltes, apuesto a que hay muchos que han jurado en vano que algún día estarían entre ellos» Antonio contestó afirmativamente, a lo cual Vicente añadió «Yo no juro llegar a ser uno de ellos, te juro que algún día sere el que les pague sus sueldos» Ante tamaño derroche de arrogancia Antonio solo pudo contestar con una carcajada y una pregunta hecha desde su sorna «¿Y como piensas llegar a eso, macho?» Vicente no se inmutó, parecía llevar años esperando aquella pregunta, parecía que su voz metálica y profunda se contestara más a si mismo que a su interlocutor «Tengo un plan, ahora voy por el segundo paso» Solo una segunda vez, pero en diferentes circunstancias, volvieron a cruzar palabra respecto al tema desde entonces. Desde aquel día, Antonio miró a su compañero con el respeto que infunde la secreta envidia, envidia de aquel poder, de aquella capacidad. No lo hubiese podido explicar con palabras, pero sabía que no había en todo el mundo otro individuo como aquel. Mas lo que nunca ni él ni nadie se hubiera atrevido siquiera a imaginar era el destino de aquel hombre.

Si fuera necesario marcar una fecha en la que la vida de Asenjo pasó a ser leyenda esa es el diez de Abril de 2013. Aquel día Vicente acudió tarde al trabajo. Al llegar a la oficina, no pasó por su puesto, sino que fue directamente al despacho del presidente de la empresa. Nunca nadie supo lo que allí dentro ocurrió, ni nadie nunca lo sabrá. Solo se sabe que de aquella reunión Asenjo salió transformado en el nuevo presidente. Es evidente que no se logró por medio de la honradez ni la legalidad esa proeza. Las canas habían permitido que Antonio se formase una idea de lo alli ocurrido. Era comunes los fraudes en las cuentas, y en más de una ocasión pasaban por las manos de los subalternos facturas falsas o informes manipulados. Aunque solían estar a buen recaudo, la laxitud en el celo con el que eran guardadas aquellos documentos no era secreto alguno, ya que muy pocos temían que nadie pudiera usarlas. Y nadie podría haberlo hecho de no ser alguien que durante años hubiera estado concentrado en esa única función, olvidando todo lo demás, observando día tras día, hoja de papel tras hoja, hasta reunir todo lo que fuera necesario. El resto de la historia era fácil de imaginar. Simplemente acudir al presidente y colocarle todo esto delante.
Naturalmente, no había nadie en la junta directiva que no fuera cómplice de aquella trama, pero no es más falso que rápidamente se buscaría una cabeza de turco. Esta sospecha tiene su mas fiero detractor en la sensación de una trama de evidente irrealidad y fantasía excesiva, y sin embargo parece refutada por el hecho de que dos días después de que el expresidente de la cadena vendiese a Vicente sus acciones a un precio simbólico, llegase a las oficinas de la agencia tributaria un sobre con "remitente anónimo" que valió para que, tras haber perdido su cargo, nuestro amigo no se fuera con las manos vaciás, si no que ganase un juicio por fraude fiscal. Todo aquel que hubiese negado creer firmemente esta evidencia hubiera mentido. Algunos lo entendieron como una mera machada para demostrar su capacidad para el cargo, los más como una rencilla personal. Pocos vieron en esta acción una mera advertencia de Vicente a sus posibles enemigos. Unos meses después de este episodio, y de forma totalmente inesperada, Vicente entró en el despacho de Antonio para dirigirle la palabra por última vez en su vida. «¿Te acuerdas de mi plan? Ahora toca el tercer paso. Nunca más volvió a resonar aquella metálica voz en los oídos de Antonio. Aunque emplease en ello el resto de su vida, jamás llegaría a comprender la naturaleza de aquella persona. Se podía decir que el hombre había muerto y que su cuerpo estaba dominado por la mera ambición. Si, ambición, esa es la palabra exacta. Pero no una ambición simple, no una ambición que solamente quisiera dinero o poder. Su ambición era diferente, mucho más adulta. Su ambición buscaba simplemente la victoria. Vencer al mundo. Se podía decir que Vicente había cometido el acierto y el error de tomarse el tema de triunfar en la vida como algo personal. El resto de las hazañas de aquel hombre no están limitadas al conocimiento de los pocos que le rodeaban. Un año después de tomar las riendas y cuando había eliminado todo conato de disidencia en su empresa, comenzó su segunda lucha, esta vez de cara al resto del mundo. Su planteamiento era simple. Había cuatro grandes canales de noticias internacionales en el mundo en inglés y ninguno que lo hiciera en español, hindú o chino. La apuesta fue arriesgada, muchos le tildaron de loco cuando se lanzó al mercado internacional y seguramente hubieran podido acabar con él si no se hubiera tratado de una persona tan absolutamente invulnerable. Sin embargo, luego de ciertas dificultades e inestabilidades, el sistema ideado por aquel hombre demostró su perfección. En menos de una década la corporación «TuTV» había absorbido a decenas de pequeñas empresas del sector de todo el mundo, tenía miles de filiales y unos beneficios anuales inigualables. Pero aquello no parecía saciar la eterna avaricia de Vicente. No contento con lo que ya tenía, lanzó sus tentáculos al mercado anglófono. Es mundialmente conocido el día que se reunió con el presidente de la CNN. Vicente planeaba una fusión de las dos corporaciones en unos términos que su homologo norteamericano consideraba inaceptables. 
Tras una larga retahíla de negaciones y verborrea destinada a saciar el ego propio, aquel hombre se nego una y otra vez a ceder ante ese «corso». Vicente no articuló palabra. Simplemente pronunció una frase que desmontó a su rival «Antes de dejarlo, cambie el mobiliario de su despacho, no es de mi agrado» Dos semanas después, la opa hostil había resultado un sonoro éxito para el señor Asenjo. Su imperio tenía miles de empresas a su cargo, una extensión global, ponía y quitaba gobiernos, controlaba la economía mundial... De la noche a la mañana Vicente se había transformado en el hombre más poderoso del mundo. Ahora solo la misma muerte parecía su único enemigo.
No le era fácil a Antonio evitar que su mente se perdiese por aquellos derroteros mientras trabajaba, en su puesto de siempre, rodeado por los muros del despacho que alguna vez había sido el de ese joven taciturno y observador con una ambición insaciable. El de aquel joven que tenía un plan. Ahora ya nunca pasaba por aquel edificio, uno de los menos importantes de toda la empresa. Curiosamente, pudo Antonio ver como algunos gerentes y altos directivos locales abandonaban la sala de reuniones. «Valla»-Masculló para sus adentros con un tono de ácida ironía «Al final si que les está pagando el sueldo»

Lucía contemplaba las noticias con una nostalgia inútilmente disimulada. El nombre de su marido Vicente había estado sonando toda la semana. No era la primera vez que le denunciaban a el y a su empresa por monopolio, aquello no era nada nuevo. O no debía serlo. Demostrando un enorme alarde de estoicismo, Lucía se negaba a admitir aquello que verdaderamente le dolía, lo que le impedía dormir por las noches y vivir durante el día. No había hablado de nada de esto con su marido. No lo podía entender, se suponía que eran dos personas que se habían casado enamoradas, que querían estar unidas para siempre, y sin embargo su marido ni siquiera era capaz de compartir con ella algo como eso. No era necesario que pasase con ella todo el día, ni que hablasen de todo, simplemente le hubiera sido suficiente que le preguntase que tal había pasado el día, eso le habría valido. Pero el hombre con el que se había casado ya había desaparecido, si es que alguna vez había estado ahí. Jamás podría olvidar el día en que se conocieron. Fue mientras estaban estudiando en la universidad.
 Aunque no podía negarse que fuera Vicente un hombre especialmente atractivo, ni especialmente dado a ninguna clase de relación sentimental. No era la clase de persona que destacaba de entre la multitud, la clase de hombre en el que uno tiende a reparar. Solo captó la atención de Lucía aquella sensación que pareció apreciar en ese muchacho de la última fila. Era una sensación de fragilidad, de animal desvalido y herido. A lo largo de su vida y desde que era una chiquilla la había acompañado una muy mermada autoestima que, por diversas razones, le había hecho aprender con el paso de los años que no debía aguardar de la vida gran cosa. Por ello, al conocer a alguien como Vicente pensó que aquel era su destino. Sin pararse a reparar en si era una buena o mala decisión, simplemente se dejó llevar por la necesidad de estar con alguien que le hiciese olvidar lo frágil que era. Huelga decir que aquella relación nunca gozó de una envidiable salud. Una serie de encuentros difícilmente explicables como «fortuitos» fueron suficiente para forzar un enamoramiento en el que ninguno de los dos creía realmente. Se vio Lucía sorprendida por la absoluta incapacidad de Vicente para empatizar medianamente con ella. Era un hombre completamente inaccesible. Por supuesto que se podía hablar con él, e incluso tenía una aceptable conversación, pero solo la ingenuidad forzada de Lucía la alejaba de ver que aquel hombre jamás llegaría a compartir con ella nada realmente. Podría decir «te quiero» mil veces y ni una sola de ellas sería mas verdad que los versos derramados por los labios de un actor. No sería mentir decir que Vicente jamás compartió unos sentimientos como los de Lucía, no porque no la apreciase, sino porque dentro de aquel hombre no había espacio para aquello. Quizá los sentimientos no existiesen, pero desde luego si que existían las circustancias, y sería un error negarlas. No quería Lucía volver a fracasar, sentía que no podía regalarle a la soledad ni un solo segundo más de su vida. Por ello se esforzó en consolidar para si misma la esperanza de que algún día las cosas pudiesen cambiar, hasta que finalmente termino por creerse ese deseo que jamás llegó a ser otra cosa. Al cabo de algunos años terminó acostumbrándose a su vida de casada. El dinero, por qué no decirlo, ayudó bastante, y así comprendió que alli donde no hay felicidad la costumbre siempre es un buen lenitivo. No lo entendió como una derrota, no lo era, simplemente era otra forma de sobrevivir. 
Después de todo, al final eso es lo único que cuenta. Pero, aunque se esforzase en negarselo a si misma, aunque no fuera capaz de admitirlo, seguía deseando poder querer a ese hombre que dormía a su lado. Por ello lloraba en secreto, por ello no admitía que el hombre con el que se había casado había dado paso a algo muy diferente, a un monstruo, un engendro dominado por la ambición, por la constante búsqueda de poder. Cuando trataban del tema se cansaba Lucía de escuchar constantemente lo mismo. Aquel maldito plan. Siempre que ella le preguntaba por la razón de que nunca descansase, de que ya apenas pasase tiempo en casa, siempre la misma contestación:-«Es mi plan» Quien podía tener esa contestación si no uno de esos pobres locos que había hecho de su vida su obsesión. Por ello había luchado hasta la extenuación para ser el primero de su promoción en la universidad, por ello jamás había dejado de hacer algo que no fuera trabajar, solamente quería vencer, triunfar. Para él no existía otro objetivo. Tan solo una cosa indicaba que seguía siento humano. Los días cinco de Noviembre de cada año. En aquellas fechas era totalmente imposible localizarle. Simplemente desaparecía, sin más. Ni en su trabajo aparecía, ni sus amigos (si es que los tenía) sabían donde estaba ni su propia mujer era capaz de sonsacarle que diantres había estado haciendo.


Con una exactitud envidiable los ancianos huesos de Luisa anunciaron por medio del dolor la inminente lluvia. Parecía que este año el buen tiempo tardaría en llegar. La vieja mujer recorrió la casa con un avance del que hubiera sido muy generoso decir lento hasta que llegó a la estancia principal. Allí se desplomó sobre la descolorida tela de un viejo sillón mientras el ruido de las noticias invadía la casa. Durante todo el día no habían dejado de hablar del juicio al que se tenía que enfrentar su hijo. Eran aquellas cosas de esas empresas y negocios suyos, tan complejas que ni quería ni podía entender. De todas maneras, hacía ya varios meses que ella y su hijo no cruzaban palabra. No es que hubieran discutido por alguna razón, simplemente ocurría que desde hacía ya demasiado tiempo no se habían puesto en contacto. Era aquella una de las más molestas consecuencias de vivir en países diferentes. Mientras observaba la imagen que brotaba de la pantalla del televisor, la anciana recordaba los años de niñed de su hijo. No pasaba día en el que la pobre mujer no se lamentara de la infancia que el pobre Vicente había tenido. Hijo de una madre soltera, sin ninguna otra familia en el mundo, el pobre crío había nacido en los brazos de una mujer que desde muy joven se vio obligada a luchar contra el mundo. Era el recién nacido fruto de un desgraciado desliz que, sin embargo, Luisa jamás se habría perdonado no cometer. Desde muy niño el pobre Vicente se vio rodeado de las dificultades y penurias que siempre acosan a los que viven en casas en las que nunca sobra de nada. Cada més, cuando no cada semana, acompañaba a su madre cuando esta recurría a amistades y vecindades para poder rellenar el hueco de su cartera. A decir verdad, nunca o casi nunca estuvo Vicente falto de un plato delante de la boca con el que, por lo menos, calmar su estomago, ni de una educación a la que llamar aceptable. Pero de todas maneras no era un plato de gusto los constantes cambios de residencia, el uso, alargado hasta la extenuación, de prendas raquíticas y desgastadas, la lamentable certeza de vivir casi siempre «de pestrado» y la constante sensación de que todo cuanto tenía podía desvanecerse en cualquier momento.

Con el paso de los años, pudo su creciente conocimiento hacerse cargo de la delicadeza de la situación que madre e hijo compartían. Las habituales penurias económicas se sucedían y se sucedían mientras Vicente se hizo un hombre. Durante todo este tiempo el muchacho acumuló en su interior la impotencia que siempre germina en el que no tiene. No obstante, no siempre fue Vicente así. En los primeros años de su adolescencia recordaba Luisa a un joven que procuraba ser todo lo alegre que las circunstancias le permitiesen, y con una personalidad cercana, cálida y aterciopelada, recubierta de una hosca madurez que el crecimiento forzado por las circunstancias había grabado a fuego en un corazón en el que todo el mundo podía, sin embargo, encontrar su huequecito. No obstante, un día, recordaba, todo cambió. Fue el cinco de Noviembre de aquel año. Nunca logró saber lo que ocurrió ese día. Simplemente se marchó. Desapareció para volver a aparecer. Como si nada hubiera pasado. Cuando le preguntó por su desaparición el solo dijo una escueta frase «Tranquila mama, ahora tengo un plan». Al principio acusó de esta acción a una muchachada típica de la adolescencia, sobre todo si se tiene en cuenta que era en Vicente tristemente habitual la rebeldía. Pero aquello no fue una perreta sin más. Cierto que a los pocos días volvió a aparecer. Pero ya no era él. Desde ese día llegaron las palabras escuetas, la personalidad reservada, las notas excelentes, los buenos trabajos... Todo lo demás. Se suponía que tenía que esta contenta. Todo lo que le había enseñado parecía haberle calado. Aquellas largas parrafadas en las que la madre le ordenaba a su hijo que nunca olvidase lo que era no tener nada, a que siempre supiese que era lo más importante, lo único importante. Cuando se tenía dinero, el resto de las cosas venían por si mismas. Le enseñó a luchar siempre. Quizá, pensaba ahora, no le hubiese enseñado bien. O quizá lo hubiese hecho demasiado bien. Pero ahora aquello no importaba nada.

Hacía ya tres horas que Juan estaba esperando en el coche. Bien es cierto que el ser el guardaespaldas del señor Asenjo le había enseñado la paciencia que siempre se ha de tener con las excentricidades de alguien tan peculiar como su jefe. Sin duda era la mayor de todas aquella que había llenado ríos de tinta por todo el mundo. Siempre que algún periodista le preguntaba por como había surgido aquel éxito incontenible, siempre que surgía la irremediable cuestión, solo se podía obtener una escueta repuesta. «Forma parte de mi plan» Nadie sabía nada más de aquel «plan». Nadie podía explicarse que significaban aquellas cuatro letras, ni imaginarse lo que hervía en aquella mente mientras eran pronunciadas. De todas maneras, lo que más le había extrañado a Juan del hombre por el que habría de sacrificar su vida si fuera necesario era la extrañeza de su comportamiento. Sin ser una persona distante, desagradable o agresiva, parecía ser uno de esos tipos que habían cimentado un muro entre el mismo y el mundo. Nunca, ni cuando le acompañaba a las reuniones de trabajo, ni cuando le llevaba a visitas familiares, ni siquiera cuando asistían a las citas con algunas de sus amantes parecía aquel hombre ser él mismo. Solamente una vez, una vez en toda su vida pensaba Juan haber visto al verdadero señor Asenjo. Fue durante un trayecto relativamente largo. Mientras viajaban en un coche, Juan observó por el retrovisor una fugaz mirada que salió despedida de la ventanilla trasera, solamente un reflejo, el solitario y fugaz destello de unos ojos vacíos que al vacío horizonte apuntaban, tristes y perdidos, como aquellos que están apunto de romper a llorar. Nunca más volvió a verla, nunca hasta aquel día. Era un cinco de Septiemre. Como cada año antes de ese y cada añó después, Juan le había ordenado que le llevase hasta allí y le esperase en el coche. Era un edificio bastante antiguo, casi ruinoso. Estaba situado en un barrio que parecía destinado a desentonar con el lujoso coche que a los pies de aquella edificación aguardaba. Como cada año, el señor Asenjo se había adentrado en aquel edificio, ahora abandonado, totalmente solo.
Era el último deseo de Juan contravenir a su jefe, pero tres horas ya eran demasiadas. además, nunca era muy reprochable un exceso de celo en un trabajo como aquel. De bajó del vehículo y cruzó lo que en otro tiempo había sido un vestíbulo. Las paredes, desconchadas y casi derruidas, apenas servían para sostener una estructura que a cada paso que se daba parecía gruñir advirtiendo del desplome inminente. El ascenso por unas polvorientas escaleras le llevó hasta un piso superior en el que una senda de pasos marcados en un suelo cubierto de alfombra de arenisca y trozos de azulejos delataban el camino recorrido por Vicente. Tras unos minutos, Juan encontró a su jefe, sentado en el esqueleto oxidado de lo que malamente se hubiese podido llamar un somier. Cuando reparó en su presencia, Vicente hizo lo único que su protector jamás hubiera imaginado. No le gritó, ni le reprochó nada. Solo le lanzó una mirada, como si no hubiera reparado en él más que en los dos tableros de contrachapado que a su lado simulaban una estantería. Tras unos minutos de silencio, Vicente se incorporó y avanzó con pasos lentos hacia su guardaespaldas. En aquel momento, Juan hubiera jurado ver en los ojos de su jefe aquella mirada que mucho tiempo atrás tildó de un simple espejismo, aunque después ya no sabría decir si con certeza la había visto o simplemente la había colocado la imaginación ante sus ojos. -«¿Se pregunta que hago en este lugar, verdad?»:- preguntó Vicente mientras Juan no acertaba a juntar en su boca tres palabras minimamente coherentes. -«No conteste nada, se que se lo está preguntando»- Tras unos instantes, Vicente prosiguió -«Bien, en primer lugar sepa que aquí es donde surgió mi famoso plan. Fue hace muchísimos años. Cuando no era más que un adolescente. Este lugar era un albergue de poca monta, ideal para jóvenes de bolsillos vacíos. Quizá no le parezca un dato importante, pero creame, al final comprenderá la razón por la que estamos aquí. Hace años, cuando era un joven que empezaba a hacerse una idea de la vida, vine aquí. Por aquel entonces estaba enamorado. Su nombre, creo que importa bien poco. Era una chica maravillosa, encantadora. Recuerdo los días que pasábamos juntos, tramando sueños comunes, imaginando un mundo en el que ser felices juntos. Un día, sin más, decidimos irnos juntos. 
No sabría decir cual fue el origen de aquella decisión, solo se que la tomamos. Viajamos durante días en mi moto. Solos, ella y yo. Juntos. Y vinimos a este lugar. A este modesto albergue. 
En esta habitación pasamos nuestra primera noche juntos. Aquella fue la mejor noche de mi vida. Recuerdo aquel momento como el único en el que fui realmente feliz. Sentía esa sensación, tan estúpida y tan bella que se tiene cuando uno llega a la convicción de que cada instante de la vida le ha llevado a un momento concreto. 
Quería creer que el destino tenía reservado algo para mi. A los pocos días ella se fue. No sabría explicar la razón exacta, ni podría decir con certeza lo que sentí. Creo que fue algo que simplemente sucedió. Pude olvidar aquella locura, aquellos sentimientos, incluso logré olvidarla a ella, pero hay algo que nunca olvidé. Nunca pude olvidar aquella noche. Desde ese momento comprendí una cosa. Una persona ha de tomar decisiones. Yo tomé la mia. Decidí que solo existía una forma de ser feliz. Luchar. Vencer. Decidí que haría lo que fuera necesario para obtener poder, todo el posible. Nada de lo demás importaba. El poder me haría feliz. Por eso tracé ese plan. Ser rico es ser poderoso, ser poderoso es ser feliz. Por eso volvía cada aniversario de mi gran noche a este lugar. Al origen de todo. Aquella noche, aquella única noche en la que fui feliz. Aquella que desde entonces he rogado que volviese. Aquella noche ni era rico ni tenía poder, no era nadie, y era feliz. Pero no ha vuelto. Quizá ya no lo haga, o almenos yo ya no la espero. Aquella noche fue la de un cinco de Noviembre.